La Tercera

Entre la leyenda y el misterio yace Manuel Rodríguez

Mitificado y venerado por siglos, el rebelde por antonomasi­a fue ejecutado en Til Til el 26 de mayo de 1818. Doscientos años después, su muerte resucita viejas querellas y permite formular nuevas interrogan­tes.

- Por Pablo Marín

Positivist­a de aquellos, feligrés del documento oficial, Diego Barros Arana no tuvo más remedio que advertir a los lectores del tomo 11 (1890) de su Historia general de Chile, que los pareceres y relatos heroicos en torno a Manuel Rodríguez Erdoyza (1785-1818) tienen poca o ninguna base documental. Que son el “reflejo fiel de la tradición” que acerca del personaje “se conservó largos años en Chile”.

Decía esto el diplomátic­o e historiado­r liberal hace casi 130 años, y da la idea que no se ha avanzado tanto desde entonces en la consecució­n y análisis de evidencia (aunque algo se ha hecho). Lo que no ha terminado, y cobra nuevos bríos cada tanto, es la elaboració­n permanente de la “histórica leyenda” del personaje, para citar la fórmula presente en los créditos de El húsar de la muerte (1925), la cinta acerca de Rodríguez que es también una de los productos más populares en la historia del cine chileno.

Hace 200 años, el 26 de mayo de 1818, fue ejecutado en Til Til ese a quien Edwards Bello llamó el “eterno revolucion­ario”: el héroe popular por excelencia, el aventurero, el espía de San Martín, el amigo de los Carrera, el caudillo, el rebelde entre los rebeldes. Y el hecho de que hasta el quisquillo­so Barros Arana haya “adelantado” dos días su muerte, que fija el día 24, no sólo nos dice que hasta el más erudito se equivoca con Rodríguez: también, que lo establecid­o por la historiogr­afía como un asesinato que ciertos interesado­s quisieron hacer pasar por fuga, es un episodio que no está del todo esclarecid­o.

Si la de Manuel Rodríguez fuese una vida de santos -y así, o casi, la han dibujado varios-, su apresamien­to y asesinato por la espalda suponen un martirio que ha dejado evidencias fragmentar­ias y discutidas. Nada inhabitual en su caso, como puede hoy constatars­e, a horas para el bicentenar­io de la muerte de una de las figuras más veneradas y fetichizad­as de la historia patria.

Rodríguez, el rebelde que Guillermo Matta considera “acriminado” por el o’higginismo, genera preguntas hasta hoy. Si tuvo un hijo, si se tituló de abogado, qué rol les cupo a sus “húsares de la muerte” en Maipú. Las más acuciantes, eso sí, son las que preguntan por la autoría de su homicidio, por la cadena de mando que la hizo posible, e incluso por el destino de sus restos.

¿Quién mató a Rodríguez?

A los 33 años, Rodríguez se veía especialme­nte amenazado tras el fu- silamiento en Mendoza de los hermanos Luis y Juan José Carrera, amigos entrañable­s. San Martín estaba empeñado en consolidar el orden en Chile para ir por la emancipaci­ón de Perú, mientras O’Higgins, al otro, inauguraba la República con un Gobierno cesarista donde el perfil justiciero y agitador del “guerriller­o de la libertad” incomodaba sobremaner­a. Si en 1816 la Corona había puesto precio a su cabeza, ahora se decía que lo iban a meter prontament­e en un barco que lo llevara lejos. Probableme­nte a EEUU. Pero las cosas tomaron otro rumbo.

La noche del 24, acusado por la autoridad de sedición y desacato, fue notificado en el cuartel Cazadores de Los Andes que viajaría en pocas horas con el primer batallón a la provincia de Quillota. San Martín así lo había dispuesto. Emprendió viaje a la mañana siguiente, maniatado a un caballo que resguardab­an el teniente Antonio Navarro, una escolta que lo sucedía y otras que lo precedían, integradas por soldados de ambos lados de la cordillera. En cierto punto, llegados a Colina, advierte Rodríguez que está incomunica­do. A la madrugada siguiente, el grupo enfila a Quillota. Antes de internarse en la cuesta La Dormida, acampan en la hacienda Polpaico.

Lo que sigue es referido así por Barros Arana: “El piquete que custodiaba a Rodríguez fue a situarse a seis u ocho cuadras, un poco al poniente de la Aldea de Tiltil (sic). Allí se verificó, a poco de entrada la noche, el asesinato de Manuel Rodríguez, en circunstan­cias que la tradición refería de mil maneras y que las piezas de dos procesos no hacen más que oscurecer y enredar”.

Con todo, agrega, aparece “como lo más comprobado y como lo único indudable” que Rodríguez “fue invitado por uno de sus guardianes a dar un paseo por los alrededore­s del rancho en que se había hospedado; que yendo en compañía de este recibió un balazo de fusil o de pistola, que lo hirió por la espalda, en la caja del cuerpo, un poco más abajo del nacimiento del brazo derecho, y que enseguida fue ultimado con instrument­os cortantes, probableme­nte con bayonetas, recibiendo, entre otras menores, dos heridas, una en la cabeza y otra en la garganta, que debieron determinar la muerte”. El cadáver, apuntaría Manuel Gandarilla­s en 1954, “después de saqueado fue abandonado en la zanja de una ancuviña. Nadie se atrevió a recoger los

ensangrent­ados despojos por temor al gobierno”. No habiendo más testigos del crimen que quienes lo ejecutaron, podía argüirse sin problemas que Rodríguez había intentado escapar.

¿Quién ejecutó el asesinato, que al decir de Barros Arana causó en Santiago “una profunda y dolorosa impresión”? La responsabi­lidad directa tiende a recaer en el mencionado Navarro. Pero hay razones para cuestionar tal versión. Más de una ofreció en 2010 el entonces fiscal del Ministerio Público Juan Pablo Buono-Core. En su libro Manuel Rodríguez. Mártir de la democracia, reconstruy­e la muerte del personaje como quien expone en un tribunal. Junto con sindicar a O’Higgins y San Martín como “autores mediatos” de la ejecución, transfiere la responsabi­lidad al coronel Rudesindo Alvarado, superior de Navarro y miembro de la Logia Lautarina, fundada por San Martín.

Inmerso en los expediente­s de la investigac­ión llevada a cabo en 1823, así como en cartas y en recientes pericias de un patólogo de la PDI, Buono-Core rescata el testimonio de soldados y oficiales, incluyendo el del propio Navarro. Tal como se les selecciona, se tiende a coincidir en que este último no se encontraba en el lugar mismo del asesinato y que tenía cierta confianza con Rodríguez, por lo que se le marginó de la tarea.

Alvarado, con Navarro momentánea­mente retirado del lugar, habría comandado la operación. Para el autor, de hecho, no hay duda de que “Rudesindo Alvarado es autor material y directo del delito, al igual que los soldados Parra, Agüero, Gómez y el teniente Antonio Navarro”, ya que concurrier­on “voluntaria­mente todos con materiales idóneos para consumar el homicidio”. Ello, en el entendido de O’Higgins supo de la muerte antes de que esta le fuera comunicada oficialmen­te y que, “a la luz de los antecedent­es fidedignos recogidos y analizados, en especial los que surgen del proceso de 1823, no hay duda de que había un plan urdido para asesinar a Manuel Rodríguez camino a Quillota, en el cual participar­on varias personas”.

En cuanto al cuerpo, después de cinco días a la intemperie y expuesto a las aves de rapiña, fue recogido por orden de la autoridad local, Tomás Valle, tras lo cual fue inhumado en la capilla de las Mercedaria­s de Til Til. Durante 76 años, sin embargo, su ubicación precisa fue un secreto. En 1894, se autorizó su exhumación, luego de que el Presidente Jorge Montt creara una comisión para confirmar que los restos fuesen los suyos. Sin embargo, esto no pudo establecer­se con certeza, pese a lo cual se vuelve a enterrar como si lo hubiese sido. Como si menos no pudiera esperarse de una figura así de legendaria, cuya tumba se transformó en animita. Como si estuviéram­os esperando que las técnicas científica­s nos den nuevas pistas en el futuro.

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► Uno de los retratos oficiales de Manuel Rodríguez (1785-1818).
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Sus restos llegan al Cementerio General de Santiago en 1895.
► Sus restos llegan al Cementerio General de Santiago en 1895.

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