Romeo y Julieta, frescor absoluto
Puede que sea un título reiterativo, pero revivir la doliente historia de Romeo y Julieta nunca cansa, porque es volver a imbuirse de emociones, de indagar en la esencia humana, de transitar por el odio, la ironía, el amor y la tragedia. No en vano, la obra de Shakespeare ha sido fuente de inspiración de distintas manifestaciones artísticas. Y una de ellas, el ballet.
Dentro de variadas coreografías en torno a los amantes de Verona, la de John Cranko, con la punzante música de Sergei Prokofiev, es a la que ha echado mano en el último tiempo el Ballet de Santiago. Es así como ahora, y después de tres años, regresó al escenario santiaguino en una puesta fresca, intensa, con una pareja que caló hondo, solistas firmes y recios, y una compañía afiatada y segura.
La historia es archiconocida. Pero incluso, para aquellos que la ignoran, la versión de John Cranko, en conjunción con la partitura de Prokofiev, reemplaza y resume fielmente las palabras, lo que permite conocerla y entenderla. El coreógrafo ideó una pieza expresiva, dinámica, intensa, con grandes momentos, ya sea corales, de danzas populares o líricas, y con claridad absoluta de la comedia y el drama. Vale decir, con todo el lenguaje humano que Shakespeare le impregnó.
Y en esta nueva reposición –que cuenta con tres elencos-, volvió a fluir la esencia dramática de la obra con solistas que vertieron acabadas interpretaciones, y con protagonistas que trajeron verdaderamente a los amantes de Verona. En el estreno, Natalia Berríos retomó el rol de Julieta, a la que abrazó con cuidado, sutiles gestos y movimientos; la representó de manera conmovedora, delicada, grácil, y evidenció todos sus estados anímicos. Su Romeo recayó esta vez en Emmanuel Vázquez, cuya presencia misma remonta al joven amante, y a lo que añadió flexibilidad dancística, vigor, nobleza y desgarro, convirtiéndose en una gran y compenetrada pareja.
Pero si ambos dieron todo de sí, no menos lo hizo el resto del elenco. Porque Lucas Alarcón dio vida al volátil Mercucio con vitalidad, gracia y empatía y lució con brillantez en el duelo, y Miroslav Pejic fue un Teobaldo sobrio, recio y arrogante. Marcela Goicoechea retomó a Lady Capuleto (ya la había interpretado en el 2015) con magnífica, ponderada y refinada altivez, recordando el placer que es verla en escena. Bien se acoplaron Esdras Hernández (Benvolio) y Cristopher Montenegro (Paris), así como el resto de los personajes y la compañía, adentrándose en la teatralidad, la comedia y la tragedia con convincente altura de mira.
La coreografía de Cranko, sin embargo, no estaría completa sin las páginas musicales de Prokofiev que, con complejidad rítmica e ilustración dramática, dan la atmósfera exacta a cada escena. Konstantin Chudovsky, junto a la Filarmónica de Santiago, recreó el ambiente, extrajo matices y delineó claramente los leitmotiv, y, salvo la cuestionable sonoridad –aquí se requiere a ratos que esta sea baja e íntima- y a veces su poca adhesión a los acontecimiento, las melodías fluyeron para describir la triste historia.
La versión retomó la escenografía y el vestuario de Elizabeth Dalton, ambos de gran finura y belleza, con claros indicios renacentistas (como fue recrear de fondo La anunciación de Fra Angelico y La última cena de Da Vinci) y que dieron, junto a una decidora iluminación, un marco profundo a la vez que imponente.