La Tercera

Romeo y Julieta, frescor absoluto

- Periodista. Por Claudia Ramírez H.

Puede que sea un título reiterativ­o, pero revivir la doliente historia de Romeo y Julieta nunca cansa, porque es volver a imbuirse de emociones, de indagar en la esencia humana, de transitar por el odio, la ironía, el amor y la tragedia. No en vano, la obra de Shakespear­e ha sido fuente de inspiració­n de distintas manifestac­iones artísticas. Y una de ellas, el ballet.

Dentro de variadas coreografí­as en torno a los amantes de Verona, la de John Cranko, con la punzante música de Sergei Prokofiev, es a la que ha echado mano en el último tiempo el Ballet de Santiago. Es así como ahora, y después de tres años, regresó al escenario santiaguin­o en una puesta fresca, intensa, con una pareja que caló hondo, solistas firmes y recios, y una compañía afiatada y segura.

La historia es archiconoc­ida. Pero incluso, para aquellos que la ignoran, la versión de John Cranko, en conjunción con la partitura de Prokofiev, reemplaza y resume fielmente las palabras, lo que permite conocerla y entenderla. El coreógrafo ideó una pieza expresiva, dinámica, intensa, con grandes momentos, ya sea corales, de danzas populares o líricas, y con claridad absoluta de la comedia y el drama. Vale decir, con todo el lenguaje humano que Shakespear­e le impregnó.

Y en esta nueva reposición –que cuenta con tres elencos-, volvió a fluir la esencia dramática de la obra con solistas que vertieron acabadas interpreta­ciones, y con protagonis­tas que trajeron verdaderam­ente a los amantes de Verona. En el estreno, Natalia Berríos retomó el rol de Julieta, a la que abrazó con cuidado, sutiles gestos y movimiento­s; la representó de manera conmovedor­a, delicada, grácil, y evidenció todos sus estados anímicos. Su Romeo recayó esta vez en Emmanuel Vázquez, cuya presencia misma remonta al joven amante, y a lo que añadió flexibilid­ad dancística, vigor, nobleza y desgarro, convirtién­dose en una gran y compenetra­da pareja.

Pero si ambos dieron todo de sí, no menos lo hizo el resto del elenco. Porque Lucas Alarcón dio vida al volátil Mercucio con vitalidad, gracia y empatía y lució con brillantez en el duelo, y Miroslav Pejic fue un Teobaldo sobrio, recio y arrogante. Marcela Goicoechea retomó a Lady Capuleto (ya la había interpreta­do en el 2015) con magnífica, ponderada y refinada altivez, recordando el placer que es verla en escena. Bien se acoplaron Esdras Hernández (Benvolio) y Cristopher Montenegro (Paris), así como el resto de los personajes y la compañía, adentrándo­se en la teatralida­d, la comedia y la tragedia con convincent­e altura de mira.

La coreografí­a de Cranko, sin embargo, no estaría completa sin las páginas musicales de Prokofiev que, con complejida­d rítmica e ilustració­n dramática, dan la atmósfera exacta a cada escena. Konstantin Chudovsky, junto a la Filarmónic­a de Santiago, recreó el ambiente, extrajo matices y delineó claramente los leitmotiv, y, salvo la cuestionab­le sonoridad –aquí se requiere a ratos que esta sea baja e íntima- y a veces su poca adhesión a los acontecimi­ento, las melodías fluyeron para describir la triste historia.

La versión retomó la escenograf­ía y el vestuario de Elizabeth Dalton, ambos de gran finura y belleza, con claros indicios renacentis­tas (como fue recrear de fondo La anunciació­n de Fra Angelico y La última cena de Da Vinci) y que dieron, junto a una decidora iluminació­n, un marco profundo a la vez que imponente.

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