TV: La Naranja Comprimida
Los creativos de ficción recurren a su imaginación intentando que los relatos que elaboran nos identifiquen, al conectar con nuestras fantasías y aprovechar nuestra capacidad de “creer” –artificial y temporalmente- en hechos y situaciones inexistentes. En ese plano, la ficción debe ser creíble, mientras que la realidad no lo requiere, simplemente es, por inverosímil que nos parezca; hay ejemplos a cada rato.
La capacidad de crear ficción y generar una creencia colectiva común en torno a los relatos representa una ventaja adaptativa de la especie humana que nos ha permitido, evolutivamente, cohesionar multitudes e imaginar futuros comunes (ver Yuval Harari, Homo Deus).
Nuestra facultad de imaginar e ilusionarnos con fantasías que nos emocionan permite que una misma persona (un actor) pueda llegar a ser, en el tiempo, varias personas a la vez (personajes) según el rol que se le dé en el relato en el cual se desenvuelve, lo cual nos resulta hoy normal. Pero esto no es trivial: obedece a un aprendizaje adquirido tras décadas de entrenamiento en ficción. En Cien años de soledad los habitantes de Macondo destruyen las sillas del cine cuando un personaje muerto y sepultado en una película reaparece vivo y vestido de árabe en la si- guiente (un engaño inaceptable). Este aprendizaje de presenciar ficción imaginando verosimilitud sobre lo que se relata ha sostenido en el tiempo el crecimiento de la industria del entretenimiento.
La invención de la tecnología streaming en la visualización de la ficción ha causado una disrupción fundamental en la industria del entretenimiento. Pero no es ésta una disrupción del tipo “big bang” (ver Harvard Business Review, Disruptive Innovation, enero 2018), como un bolo que choca y derriba todos los palitoques de una vez, como sucedió con Uber (taxis), Skype (telefonía de larga distancia), Napster (industria discográfica) o Spotify (Itunes), entre otras, sino una del tipo “compresiva”: una mano que exprimirá la naranja en el tiempo hasta sacar la última gota, como sucedió con Amazon (libros) y sucede ahora con el retail on line (malls y supermercados). La naranja de que hablamos es, en este caso, la TV abierta: un modelo basado en una oferta “push” que empuja a la demanda ofreciendo un catálogo de escasos contenidos mediante una programación horaria rígida, para ser consumidos simultáneamente por audiencias masivas, financiando su producción mediante ingresos por exhibir publicidad tradicional (“disparo a la bandada”).
En términos de profundidad (según la referencia ya citada), esta es una disrupción del tipo “volátil”, ya que su alcance es amplio y profundo: la industria es susceptible de sufrir más disrupciones en el corto plazo, puesto que las barreras de entrada, es decir: el acceso a pocas señales de TV abierta; los altos ingresos para financiar grandes producciones; el hábito de la audiencia para recibir oferta “push”; el acceso a TV cable y satelital; entre otra barreras, se han debilitado o incluso algunas han desaparecido.
Muchos asocian este proceso disruptivo con un evento aleatorio e impredecible (alguien inventó una tecnología impensada: el streaming), cuando, en realidad, este cambio obedece a un conjunto de condiciones de la propia industria y a la emergencia de nuevos hábitos de la audiencia que alentaron tal disrupción, y que se pudieron anticipar con análisis de amenazas competitivas y de juegos de innovación (explorar “fuera de la caja”). Esta disrupción se apalanca en un atributo clave: un modelo orientado a una demanda “pull” (la demanda tira de la oferta), en el cual se ofrece un amplísimo catálogo de contenidos de nicho que se financia mediante un pago por suscripción para acceder a ellos (“disparo de muchos francotiradores hacia los gustos de cada cual”). El streaming no es, entonces, un modelo de negocios, sino la tecnología habilitadora que sostiene el modelo “pull”.
En la medida en que la naranja resulta más exprimida en el tiempo por la migración gota a gota de las audiencias desde un modelo push hacia un modelo pull, la posibilidad de generar nuevos talentos para la realización de TV abierta se aleja, ya que se trata éste de un aprendizaje enactivo (se aprende a andar en bicicleta andando, no mediante una formulación académica sobre su funcionamiento). No hay dónde aprender a hacer TV masiva si no es en la TV masiva. La transferencia de conocimientos en el hacer, nutriendo la experiencia a través del ensayo y el error, resulta aquí fundamental. La fuga de la publicidad masiva hacia medios de audiencias “nichificadas” (sistema pull) limitan los ingresos de los canales, y por lo tanto sus presupuestos de gasto e inversión, inhibiendo así la capacidad de innovación en la búsqueda de nuevos programas que conecten con las audiencias, retroalimentando un círculo vicioso. Con utilidades negativas o muy ajustadas no hay espacio para los fracasos, y sin fracasos no se aprende. Así, sólo reducir costos no es una fórmula útil (siempre hay que reducir costos); se requiere invertir con agudeza en la creación de productos que conecten con audiencias masivas. Y eso, más que una ciencia, es un arte.