Deftones: los dioses de turno
Primer acto. Una zapatilla vuela de allá para acá. Segundos antes una chaqueta traza una curvatura similar por los aires del Teatro Coliseo atestado, sudoroso y aromático de cannabis y tabaco la noche del martes, la segunda fecha de tres citas agotadas que culminaban anoche. La antigua sala, de dudosas cualidades sonoras para un espectáculo de altos decibeles y que hasta hace un tiempo era un templo religioso, no ha perdido su categoría. Los dioses de turno, Deftones, están al centro. Descargan volumen insano en los primeros minutos de este reencuentro con el público chileno, una práctica que a estas alturas, tras numerosas visitas, habla más de un mal ingeniero en la mesa de sonido que de potencia. Es una especie de re- vancha a lo que sucedió en 2001 en el Estadio Víctor Jara, en el memorable debut del quinteto liderado por Camilo “Chino” Moreno, cuando el público se dedicó a escupir al cantante en dudosa señal de aprobación. Parte de aquel gentío también está presente esta noche pero ya no son adolescentes. Canas y poncheras mediante, el público de Deftones ha envejecido junto a la banda y ambas partes hacen caso omiso de la edad. Por un par de horas durante esta noche todos somos jóvenes otra vez, y corresponde cabecear y saltar para celebrarlo.
Prólogo. A las 21 horas Quicksand se toma el escenario. El trío donde milita el bajista Sergio Vega, quien ocupa el mismo puesto en Deftones, es de esos grupos que uno se pregunta por qué no cosecharon más éxito, aunque la respuesta radica en su historial plagado de quiebres. Su combinación de rock duro con arrebatos lisérgicos y cadenciosos, resultó embriagante desde el primer minuto.
Tras la pausa Deftones aparece a un volumen insano, una de sus rúbricas y que después de 23 años de actividad es más una tara que una señal de singularidad. Hasta ahora en todas sus visitas parecen incapaces y desinteresados en controlar el volumen. El espectador es quien tiene que adaptarse al bullicio ensordecedor y no la mesa de sonido la que debe buscar acomodo. En los primeros temas el doble pedal retumba y qué decir de las guitarras de 7 y 8 cuerdas de Stephen Carpenter, que resuenan como el gruñido de una bestia mitológica en marcha. “Chino” se instaló en esa línea fronteriza entre el escenario y la gente gritando al micrófono como si la vida dependiera de sus aullidos. El público sencillamente lo adora. Lo tironean, le gritan, cantan vociferantes, corean cada línea de sus canciones plagadas de susurros y estallidos demenciales donde sus cuerdas vocales se exigen al máximo, y que sorprendentemente aún rinden, a la manera de un felino que reacciona irritado y luego se deja querer.
Después de tantas visitas, clarísimo que Deftones privilegia la energía a la disciplina de replicar exactos sus registros en estudio. A veces los pulsos se aceleran como sucedió en uno de sus clásicos, como My own summer (shove it). Para el público los desequilibrios solo fueron carne para alentar el fervor religioso. Apenas comenzó el concierto la masa vociferante se fue sobre el escenario al igual que una ola reventando en la línea costera. Como en un viejo video de grunge, algunos espectadores eran levantados sobre las cabezas y desplazados de un lugar hacia otro como una marea impredecible. Desde lo alto del escenario, Moreno observaba sonriente, aproximándose al borde como un surfista que espera la siguiente ola.
Más que el repaso de Gore (2016), el excelente último álbum, el show de Deftones fue un paseo aleatorio de su discografía con sets generosos respecto de otras paradas de este tour en Sudamérica. Si en 2001 los imbéciles de turno escupieron a un cantante como “Chino” Moreno, hoy un símbolo generacional, ahora la relación es de cariño y respeto. Deftones sigue siendo uno de los escasos números del rock duro, sino el único, que sabe de sensualidad y romance sin vulgaridad, sino con un estilo inigualable.