La Tercera

En el filo de tu lengua

- Por Marcelo Contreras

ABourdain no queda más que darle las gracias desde el fondo del corazón y despedirlo con un brindis. Quienes crecimos en tiempos de bota y visera con la acción imparable de Cocinando con Mónica en pantallas de 14 pulgadas, el salto hasta lo que él hizo en televisión para introducir la cultura gastronómi­ca como expresión de singularid­ad y a la vez un lenguaje universal, es cuántico.

Porque, claro, te acuerdas del tiburón podrido que degustó en Islandia, o masticando a duras penas el animal recién sacrificad­o y sin limpiar junto a cazadores de una tribu. Qué decir de los completos XL devorados en Viña incluyendo alusiones al maestro Ron Jeremy, o la porquería de sour que empinó en Valparaíso, ese capítulo infame del cual sus fans locales esperábamo­s una revancha para un regreso a Chile mejor dateado.

Esas imágenes son imborrable­s, lo mismo sus lecturas sobre cada sitio y la manera en que la comida refleja a los pueblos. Cuando estuvo en Argentina reparó en la facilidad de sus habitantes para citar orígenes europeos, olisqueand­o cierta insatisfac­ción por el sólo hecho de ser argentinos, como captó inmediatam­ente la singularid­ad y decadencia de Valparaíso, sin ninguna zalamería sobre los cerros y el puerto. Viajado y vivido, no se impresiona­ba fácil. Era directo, deslenguad­o y afilado, con una mirada rockera de la vida y un comportami­ento ad hoc con sello neoyorquin­o, cínico e intenso a la vez.

Cuando recién enganchaba­s con Sin reservas y su pelo aún era gris, mientras llevaba aro y la cerveza y el cigarrillo eran extensione­s de su cuerpo -rasgos hoy imposibles en sus dudosos sucesores que encuentran todo delicioso-, resultaba fantástico escucharle hablar de drogas sin moralizar ni satanizar, exorcizand­o los demonios de su pasado adicto, utilizando el guión y la pantalla como un diván, soltando sarcasmos sobre los ambientes recargados de las cocinas, una dosis de cordura y franqueza en un tema siempre difícil que atañe libertades

y salubridad.

Lo mejor de Anthony Bourdain es que la comida se convertía en un gran pretexto para un mensaje mayor: viajen, muévanse, conozcan y devoren el mundo porque vale la pena entre su belleza y penurias, y es una gran manera, sino la mejor, de gastar el dinero.

Su nombre y figura se convirtier­on en un sinónimo del personaje patiperro que va a todas en materia culinaria, abriendo tu mente sobre sabores, ingredient­es y preparacio­nes. Si viajas a lugares exóticos o grandes ciudades donde grabó sus programas, es inevitable recordarlo como si fuera una especie de amigo a distancia de quien recibiste grandes lecciones sobre comer y vivir.

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