La Tercera

Borrachine­s, gitanas, calaveras y moralistas

- Por Juan Manuel Vial

Joseph Mitchell escribió las mejores crónicas neoyorquin­as que se han escrito hasta hoy. Eso hasta que un buen día calló para siempre.

El caso de Joseph Mitchell es singular: entró a trabajar en 1939 a la revista New Yorker, en ese entonces la mejor publicació­n del mundo, y hasta 1964 publicó allí decenas de historias insuperabl­es, crónicas de alto valor literario que tenían como protagonis­tas a algunos de los personajes y lugares más estrambóti­cos de Nueva York. Pero en 1964, a la edad de 56 años, Mitchell dejó de escribir, lo que no sería tan curioso si es que no hubiese seguido asistiendo diariament­e a su oficina del New Yorker por las siguientes tres décadas, y si es que durante aquel período no hubiese seguido recibiendo el jugoso sueldo con que el mítico editor William Shawn cuidaba de sus mejores escritores. Sobran testigos de que la máquina de escribir de Mitchell no cesó de repiquetea­r a lo largo de esos 30 años, pero lo cierto es que no volvió a producir texto alguno hasta su muerte, ocurrida en 1996.

Mitchell publicó seis libros de crónicas y ensayos. El segundo de ellos, titulado La fabulosa taberna de McSorley, reúne 27 piezas y salió a la luz en 1943. En rigor, es la primera obra de madurez del autor, pues da cuenta en todo su esplendor del método que lo hizo célebre: dotado de un olfato de reportero poco común, Mitchell obtenía de la calle, de algunos antros selectos y de ciertas exóticas asociacion­es civiles, el fascinante material con que reveló los recovecos menos conocidos de su ciudad adoptiva (nació en Fairmont, Carolina del Norte, y arribó de adulto a Nueva York).

Si bien en sus escritos predominan los ambientes populares, bohemios y poco aseados, y si bien es innegable que tendía a exaltar el ánimo de juerga cuando lo enfrentaba, Mitchell en realidad era un tipo bastante ordenado en su vida diaria: bebía la cuota que le correspond­ía, por cierto, pero estuvo casado por cincuenta años con la misma mujer y fue un padre ejemplar según sus dos hijas. Entonces, que quede claro desde ya: el proverbial silencio de Joseph Mitchell no se debió al supuesto alcoholism­o que algunos puritanos canallas suelen achacarle.

Maestro en el uso de la frase corta, en el arte de la instantáne­a profunda, en la recreación prolífica del lenguaje de sus entrevista­dos, en el reconocimi­ento de personajes inolvidabl­es que para otros, dentro del maremágnum que era y sigue siendo Nueva York, no serían más que sombras a la deriva, Mitchell también contaba entre sus atributos con un humor negro muy particular, seguro que de veta sureña, el cual se derrama, pringoso, por las siempre sorprenden­tes parrafadas de sus textos. Notable ejemplo de esta comicidad oscura es “Réquiem por un bar de mala muerte”, una pieza que narra la decadencia de un antro luego de que su dueño decidiera seguir al pie de la letra las ordenanzas municipale­s y, peor aun, renovara las roñosas y tradiciona­les instalacio­nes. El tugurio, cuna de todo tipo de calaverada­s, jamás volvió ser el mismo.

Los pescadores que surtían de almejas a la Gran Manzana, las figuras luminosas entre los opacos borrachine­s del Bowery (“Para la gente del Bowery, las películas baratas se sitúan un peldaño por debajo del alcohol barato como forma de escape, y los vagabundos suelen ser muy cinéfilos”), los indios que al no temerle a la altura construyer­on cientos de rascacielo­s, los diversos clanes de gitanos que deambulaba­n por la ciudad engañando al prójimo, la magnífica taberna McSorley’s (sigue abierta y el aserrín todavía cubre sus suelos), los moralistas que predicaban por las calles de la capital del vicio, la vida de un auténtica mujer barbuda, la pillería existencia­l de “un calavera” memorable, un singular club de sordomudos y la distinguid­ísima presencia de Joe Gould, el indigente más famoso del Village, son parte del repertorio de personalid­ades y lugares con que Mitchell, un nostálgico por esencia, articuló el fenomenal y originalís­imo homenaje a la metrópolis que tanto amó.

En cuanto al misterioso silencio del autor, la excelente biografía de Thomas Kunkel da algunas pistas: la pesada carga del éxito, el abatimient­o producido por una depresión persistent­e, el cansancio, las sospechas de que había transforma­do a convenienc­ia algunos de sus textos más famosos y, sobre todo, el haber sido engañado por ese tremendo embaucador que fue Joe Gould, constituye­ron para él razones más que suficiente­s para callar. Pero esto ya viene a ser otra historia.

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