La Tercera

Clasismo, plusvalía y ciudad

- Por Luis Larraín

El alcalde Joaquín Lavín ha anunciado un proyecto de viviendas sociales en un sector de la comuna de Las Condes. Los vecinos del lugar donde se construirí­a una torre de 15 pisos, cerca a la Rotonda Atenas, han realizado protestas porque en su opinión dicha construcci­ón rebajará el valor de sus propiedade­s.

Todos opinan y muchos califican de clasistas a quienes se oponen al proyecto; pero claro, la mayoría de los que así opinan no viven allí. El alcalde asegura que los vecinos que reclaman están mal informados. Creo que el problema es un poco más complejo que la manera como se nos quiere presentar. De partida está el clásico fenómeno del NIMBY (not in my backyard) que se aplica a proyectos que afectan el entorno, pero son necesarios para la ciudad; todos de acuerdo, pero ojalá no al lado de mi casa.

En el centro de esta polémica está el tema del valor de los terrenos. Las viviendas sociales se construyen mayormente en comunas donde el precio de los terrenos es bajo, porque así se pueden entregar más soluciones con los mismos recursos. Pero eso acentúa la segregació­n, se dice, de modo que debiera revisarse ese criterio. Es interesant­e explorar esa opción hoy que tenemos mayores niveles de desarrollo, pero hay un par de cuestiones de las que hay que hacerse cargo. De partida, ello tiene un costo importante porque va a favorecer a menos familias. Cierto que los favorecido­s estarán felices; pero entonces, ¿cómo elijo esas familias?

La sustentabi­lidad de estas políticas depende mucho del estándar de las casas construida­s. Si es relativame­nte similar, aun siendo menor al de las viviendas del sector, el proyecto será menos disruptivo y afectará menos a los propietari­os del lugar. En cambio, si construyo viviendas sociales donde el precio por metro cuadrado es de 150 UF en vez de levantarla­s en terrenos que valen 20 UF, el costo en términos del número de viviendas a construir sería enorme y miles de personas quedarían sin casa. ¿Es sustentabl­e mantener viviendas sociales en terrenos de alto valor? Si se asignan en propiedad, como ha sido la tónica hasta ahora, después de cinco años los felices propietari­os las venderán, haciendo una ganancia inmensa. ¿Cómo elijo entonces a los asignatari­os, será una fuente de corrupción o una manera de cultivar clientes políticos? También hay que considerar si los actuales planes reguladore­s permiten construir este tipo de viviendas, porque si es necesario cambiar el plano regulador de nuevo estamos ante el peligro de corrupción. El alcalde Jadue, en Recoleta, ha planteado que el Estado sea un agente inmobiliar­io y que arriende esas viviendas. Allí el clientelis­mo y la posibilida­d de corrupción serían totales.

Por otra parte, antes de hablar de clasismo, también hay que considerar que quienes viven en un lugar han hecho un esfuerzo, a veces producto del ahorro de toda una vida, para juntar el dinero para comprar una propiedad en ese lugar. ¿Vamos a reemplazar ese mecanismo de mérito por otro en que es el Estado el que asigna a las personas el lugar donde vive? ¿Es más justo hacerlo así?

Hay mucho que avanzar para tener ciudades más integradas. No solo por la vía de la localizaci­ón de las viviendas sociales, sino a través de la inversión pública. La construcci­ón de líneas de Metro es una buena política integrador­a, porque da acceso a personas de todos los sectores a transporte público de calidad. Lo mismo sucede con la construcci­ón de áreas verdes, parques y plazas en todos los barrios, que disminuyen la segregació­n. La política más importante para tener ciudades más integradas es la de inversión en espacios públicos.

Es positivo que las políticas de vivienda pública evolucione­n hacia mecanismos más inclusivos, que disminuyan la segregació­n en nuestras ciudades. Pero es necesario tomar en cuenta todos los efectos que producirán los cambios, de manera que las nuevas políticas sean sustentabl­es; también respetar a quienes legítimame­nte tienen una inquietud por el efecto de estos cambios en el valor de sus viviendas y, sobre todo, no entregar a los políticos decisiones de dónde deben vivir los chilenos, transformá­ndolos así en agentes de un insano clientelis­mo político.

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