A propósito de Queen
Están dando una película que el público al final aplaude. La mayoría permanece apernada al asiento hasta que concluyen los créditos, deseando que siga, que vuelva Queen, que vuelva Freddy Mercury, que vuelva la fuerza y el asombro y la emotividad de las majestuosas escenificaciones del rock de los 70.
Es probable que la dimensión cultural de Bohemian Rhapsody supere sus méritos cinematográficos. La crítica no le perdona que no muestre los excesos que llevaron a Freddy Mercury a morir de Sida a los 45 años. Hay poco sexo gay y apenas unos rastros de cocaína, dicen, y la relación con Mary Austin ignora los tormentos que debió haber tenido, sobre todo cuando él reconoce ser homosexual. No soy experto en su biografía, pero comprendo que un amor se pueda transformar en otra cosa, en un vínculo profundo, dictado por el afecto y el respeto a las elecciones del otro.
Entender la película sólo como la vida de Freddy Mercury es empobrecerla. El filme cumple con algo esencial al cine, lo que Héctor Soto ha llamado “los imperativos de entretener, emocionar y convencer”. Entrega también una imagen vibrante de lo que fue la industria cultural en los años 70, cuando los grupos exitosos no eran mascotas adiestradas del establishment. Lejos de todo conformismo, en Queen, The Rolling Stones o David Bowie había un juego inteligente de cooptación del sistema para, por ejemplo, proponer modelos de masculinidad distintos, difundir una mirada crítica a las instituciones y experimentar con la propia música, en una propuesta imaginativa y desafiante.
La canción que da título a la película es un gran ejemplo: un tema de seis minutos, que no tiene coro y que posee partes de ópera, hard rock, balada y rock progresivo, terminó siendo uno de los más pegadores de Queen.
Había energía entonces. En el cine se estaban haciendo cintas provocativas. Coppola dirigió Apocalipsis ahora; Polanski, Chinatown; Cimino, El francotirador; y poco después, justo en 1980, Scorsese estrenó Toro salvaje, obra que junta una violencia desquiciada con una redención misteriosa.
Cuando Queen va al concierto Live Aid de 1985, el guitarrista hace notar que ahora todos querían bailar con Madonna. Algo de razón tenía. Queen dio uno de los mejores espectáculos de los que se tenga memoria, pero hubo poca experimentación en los 80. Había llegado la década del pop, de Michael Jackson y de Steven Spielberg, y tanto los músicos como los cineastas más de punta dejaron de estar en el corazón de la industria. Siguió habiendo diversidad, por cierto, pero las escenas culturales se atomizaron hasta llegar al extremo de hoy, donde la gran convocatoria y el reconocimiento crítico, el éxito y el riesgo, están cada vez más disociados.