¿Cuánto resiste nuestra democracia?
Hemos elegido a siete presidentes de la República entre 1989 y 2017, y renovado el Congreso ininterrumpidamente cada cuatro años. Se han aprobado numerosas reformas constitucionales, pero ninguna para acomodar las normas en función de los intereses del mandatario en funciones. La estabilidad institucional y el ejercicio de las libertades parecen hoy parte del paisaje. ¿Quiere decir que nuestra democracia puede resistir cualquier embate? De ninguna manera. La democracia liberal nunca está enteramente a salvo, y menos en estos tiempos de auge del populismo y el autoritarismo en diversas latitudes.
Es valioso el aprendizaje que hemos hecho respecto de la extrema polarización política que condujo a Chile al desastre de 1973. En los últimos 29 años, y pese a los desacuerdos y conflictos, hemos construido una cultura del pluralismo y la tolerancia, que ha sido la base de los acuerdos que han hecho progresar al país. No es poco decir. Pero no tenemos un seguro contra las aventuras catastróficas. No existe tal seguro.
Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, profesores de Harvard, son autores de un libro que ojalá leyeran todos los parlamentarios: “Cómo mueren las democracias” (Ariel, 2018). Allí aportan evidencias de que la democracia norteamericana enfrenta hoy la prueba más dura de su historia, debido a la presencia de Donald Trump en la Casa Blanca. Éste ha debilitado el sistema de control y equilibrio de poderes, erosionado la tolerancia entre republicanos y demócratas para reconocerse como adversarios legítimos, y lanzado por la borda la idea de contención en la lucha política. Se confirma, dicen los autores, que la democracia puede ser socavada desde dentro, mediante el recurso de desnaturalizar los procedimientos constitucionales, para lo cual analizan también los casos de Venezuela, Turquía, Hungría y otros países. Está probado, afirman, que las mayorías electorales pueden elegir gobernantes dispuestos a manipular las leyes, anular la división de poderes e incluso perseguir a los adversarios. Es la vía hacia la autocracia.
La democracia necesita adherentes leales. Por desgracia, entre nosotros hay quienes, con tal de sacar ventajas, parecen despreciar los fundamentos de la vida en libertad. Es el caso de los que muestran indulgencia ante los actos terroristas en La Araucanía, hacen la vista gorda ante la corrupción de los cercanos, banalizan la función parlamentaria, impulsan campañas de odio por Twitter o se suman a las consignas demagógicas sin medir consecuencias.
Para que la democracia se sostenga, la política tiene que ser un instrumento de civismo. Las diferencias no deben ser un obstáculo para el diálogo y la cooperación. Además, necesitamos que la democracia aliente el dinamismo de la sociedad, en primer lugar el esfuerzo conjunto del Estado y el sector privado, para generar riqueza y asegurar que los frutos lleguen a todos.