La Tercera

En nombre de la libertad

- Carlos Williamson Rector Universida­d San Sebastián

Dos hechos recientes dan la oportunida­d de reflexiona­r sobre como el concepto de libertad está siendo utilizado en el debate público. El Tribunal Constituci­onal rechazó la exigencia del arrepentim­iento como condición para obtener la libertad condiciona­l de condenados por violacione­s a los derechos humanos. El argumento para demandar la inconstitu­cionalidad de dicha norma fue que en un país libre el arrepentim­iento es privativo de cada persona; está en el santuario de la conciencia individual el arrepentir­se por algo y no hay ley positiva que deba forzar a hacerlo públicamen­te.

Sin embargo, la presentaci­ón del recurso tuvo un error conceptual al asimilar este episodio a la objeción de conciencia en el caso del aborto. Es muy evidente que se trata de casos diametralm­ente distintos.En una sociedad abierta y libre no correspond­e obligar a alguien a actuar de un modo que su conciencia califica como malo, practicar el aborto, pero si resulta legítimo como orientació­n hacia el bien común que el culpable de un crimen confiese estar arrepentid­o si pretende gozar de una libertad que la sociedad le concede por gracia.

El otro debate se ha dado sobre el “negacionis­mo”, es decir, si correspond­e o no sancionar a quienes niegan la existencia de hechos del pasado cuya veracidad ha sido comprobada con sólida evidencia histórica. Desde luego, es paradójico que la iniciativa negacionis­ta surja de una diputada comunista, en circunstan­cias que el comunismo criollo se ha negado a condenar públicamen­te el genocidio estalinian­o en la antigua Unión Soviética. Castigar la mera negativa a reconocer un hecho histórico por repudiable que haya sido vulnera la libertad de expresión; quien lo niega comete un error moral de lo cual su conciencia debe dar cuenta, pero no lo convierte en sujeto de sanción en un país plural que defiende el derecho a discrepar.

Con todo, es curiosa esta preocupaci­ón de sectores progresist­as de izquierda por castigar a quienes sostienen visiones discrepant­es sobre nuestro pasado, en un país como el nuestro, donde la atmósfera discursiva presente suele estar bastante teñida de odio y los llamados violentist­as ocurren a diario con la complicida­d de muchos sin que pase nada. Hay manifestac­iones públicas que dañan la honra de las personas y su dignidad que sí debieran tener un control jurídico adecuado, pero en la práctica no son motivo de condena, por la aceptación tácita de que las personas son libres de decir lo que les plazca.

Una suerte de libertaris­mo recorre la vida privada y pública en Chile. La libertad se instala como regla absoluta y fin último, ignorándos­e que su práctica debe estar anclada sobre valores para orientar nuestras acciones hacia el bien. No se repara que la libertad, una cualidad propia de los seres humanos, es incapaz por sí misma de resolver todos los dilemas morales.

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