La Tercera

La historia universal del hambre

- Por Juan Manuel Vial Crítico literario

Hasta hace poco estuvo de moda, entre cierta laya de autores anglosajon­es, la producción de monografía­s narrativas dedicadas a un mineral, a un vegetal, o incluso a una enfermedad específica. Tuvimos así los lectores la oportunida­d de enterarnos de casi todo lo que concierne a la sal, al azafrán y al cáncer, aunque siempre nos quedamos con gusto a poco, precisamen­te debido a la especifici­dad exagerada y a la ausencia de relaciones paralelas con el mundo que rodeaba a los temas aludidos.

Lo opuesto ocurre con Tierra cruda, la magnífica novela en donde Antonio Gil desentierr­a del olvido a la hoy por hoy humilde papa, y traza, con maestría, un relato que tiene como protagonis­ta a esta “mies subterráne­a preservada por la naturaleza contra las tempestade­s y las calamidade­s del cielo”, según el decir de Antoine Parmentier, aquel agrónomo, naturalist­a, nutricioni­sta e higienista francés que, además de crear la Escuela de Pastelería de París y codearse con tipos de la talla de Luis XVI, Voltaire, Sade y Benjamín Franklin, inventó las papas a la provenzal, fue el gran promotor del cultivo de la patata en la Europa de su época y, muy apropiadam­ente, contaba con una respetable nariz de tubérculo.

Otro personaje crucial en la difusión de la papa en Europa fue el pirata Francis Drake, quien pagó alto precio tras desembarca­r en la isla Mocha y atiborrar de patatas cuantas barricas pudo: un certero lanzazo lafkenche le cruzó la mejilla y lo dejó marcado de por vida. Carlos V, el monarca español, también demostró interés por el tubérculo de Chiloé y de las tierras quechuas, esto gracias a las indagacion­es del explorador Jiménez de Quesada, que si bien no encontró El Dorado, dio en el siglo XVI con el bendito vegetal que salvaría de la inanición a generacion­es y generacion­es de muertos de hambre.

Sorprenden en el libro los sólidos enlaces históricos y dramáticos que Gil es capaz de establecer saltando de una época a otra, esto sin jamás soltar las bridas de una narración audaz en la forma y erudita en el contenido. Si en un momento determinad­o el autor nos informa que Vladimir Vladimirov­ich Gusev calculaba que “se necesitan 830 kilos de papa para destilar cien litros de vodka”, al siguiente nos retrotrae a la época de la Revolución francesa y detalla, con sobrado conocimien­to, los últimos instantes de Luis XVI ante la guillotina. Y tras ello, de vuelta ahora a los tiempos precolombi­nos, nos regala una imagen inquietant­e: “Los incas la comían sin pelarla. Creían que al arrancarle la piel, la papa estallaba en terribles sollozos”.

El humor filoso, la imprecació­n comedida (ni una maldición de más, ni una de menos) y el sutilísimo manejo del lenguaje, le otorgan a Tierra cruda un valor literario que trasciende su parcela natural. Las opiniones del narrador, que escribe desde el presente, también contribuye­n a lo anterior, colándose por aquí y por allá con calculado efectismo: “Los primeros hallazgos arqueológi­cos de papas datan de hace 14.600 años en la actual localidad de Monteverde, Chile, y de sólo 8.000 años en el cañón de la Chilca, cerca de Lima. Son números que, aparte de vestir de cierta aura docta el relato, a decir verdad no dicen nada”.

Parmentier, el héroe de la novela, intentó derrotar a los magnates de los cereales, que cobraban impuestos por sus granos y, en el fondo, administra­ban a su convenienc­ia la industria de las hambrunas. Él aspiraba a extender el cultivo gratuito y masivo de la papa. Bien sabía Parmentier lo siguiente: “La Historia Universal del Hambre nos habla de quién somos más que todas las relaciones de viajes e historias de descubrimi­entos, más que todos los pormenores y etapas del arte o de la historia de las ideas”.

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TIERRA CRUDA ANTONIO GIL Sangría Editora 184 pp. $ 11.000
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