Espejito, espejito...
Esta semana, el Presidente de la República protagonizó reuniones bilaterales con algunos de los líderes de la oposición, en un movimiento que podríamos catalogar como interesante y peligroso a la vez. Es interesante, por cuanto ya habiéndose perdido todo un año sin siquiera empezar a tramitar alguna de las reformas más importantes de este gobierno, se acabó el tiempo y se requiere iniciar de una vez por todas el debate legislativo. De esa manera, si Piñera tiene éxito en alguna de estas conversaciones, podría quizás viabilizar sus iniciativas más emblemáticas. Pero, incluso si el resultado de estas reuniones fuera desfavorable para los intereses del oficialismo, podrá también mostrar que extremó sus esfuerzos para alcanzar un consenso y, así, quizás endosar a la oposición el costo político de su inflexibilidad.
Pero también se trata de una jugada peligrosa, por cuanto la figura del Presidente de la República es el último recurso político al cual debe recurrir un gobierno, ya que –como es obvio- sobre él no hay nadie con más autoridad a la que se pueda recurrir si las cosas no resultan de la manera deseada. De esa forma, Piñera no solo pudiera haber devaluado el alto cargo que ostenta, sino también el de sus principales ministros y colaboradores. De hecho, quedan en muy mal pie los integrantes del comité político del gobierno, cuando Piñera está convertido, y de manera simultánea, en el ministro del Interior, Hacienda y Trabajo, asumiendo también la vocería de su administración y la relación con el Parlamento.
Es aquí donde surge la pregunta natural y obvia del porqué. Las respuestas son varias, y no necesariamente excluyentes entre sí. Lo primero es suponer que el Presidente piensa que sus colaboradores fracasaron y que no le quedó más alternativa que asumir en persona esta tarea; explicación que, sin embargo, se contradice con su negativa a efectuar un cambio de gabinete.
Lo segundo es recordar que a este gobierno le quedan 18 meses de gestión política efectiva y, después de todas las expectativas generadas, el Presidente bien sabe que sería impresentable terminar su mandato sin aprobar al menos un par de las tantas reformas estructurales que prometió.
Lo tercero es traer a colación su condición de apostador, más todavía cuando se juega en el límite, ya que incluso con las probabilidades en contra, es demasiado jugoso para Piñera el premio de que se le reconozca haber logrado un acuerdo con la oposición.
Cuarto, y pese a los reconocidos esfuerzos que hizo al inicio de este gobierno, es reconocer que finalmente el Presidente ya no pudo más con su megalomanía y decidió ser el principal y único actor relevante de la derecha en esta historia.