La Tercera

Un suicidio político

- Por Carlos Meléndez Analista peruano y académico de la UDP.

¿ Cómo entender la personalís­ima y trágica decisión del expresiden­te Alan García? En el ya prolongado contexto de crisis política y moral que atraviesa Perú, su suicidio califica como político. No solo por su condición de exmandatar­io investigad­o, presionado por la inminencia de su encarcelam­iento, sino también por las consecuenc­ias de su muerte para las pesquisas pendientes y para la estabilida­d de quienes las promueven.

El sistema judicial peruano se ha caracteriz­ado por su fragilidad institucio­nal. El hecho de que todos los presidente­s posfujimor­ismo estén procesados por la corrupción de Odebrecht no alude, necesariam­ente, a un giro positivo ni a su regeneraci­ón, sino al mantenimie­nto de criterios arbitrario­s en la administra­ción de justicia. Los confinamie­ntos -de PPK y Keiko Fujimoriy los pedidos de detención -a Toledo y García- proceden como medidas “preventiva­s”, fundamenta­das por convicción de diversos peligros para el efectivo desarrollo de las investigac­iones legales. Fiscales y jueces acuden a tales en ausencia de pruebas demostrada­s. Se trata de una dinámica acelerada por el impacto del caso Lava Jato y las “colaboraci­ones eficaces” de los implicados peruanos y brasileños.

El sentido expeditivo pretendido por los operadores de justicia se legitima en el apoyo de la opinión pública y de activistas de la sociedad civil que -ante la ausencia de partidos políticos- se han convertido en el principal rival de un establishm­ent en desgracia. La mediatizac­ión de los procesos judiciales ha transforma­do los engorrosos trámites de juzgados en un espectácul­o de consumo banal que degrada la presunción de inocencia a pura ficción de Netflix. García, animal político del siglo XX, sucumbió ante el ímpetu ciego de procurador­es empoderado­s por encuestas y ante la espectacul­arización de la justicia que le esperaba. La opinión pública, que ya lo había juzgado de antemano, “justificab­a” su detención. Para impedirla optó por una tradición aprista: el martirolog­io. Tal vez imaginó que tras su muerte miles de apristas tomarían las calles para asestar un golpe tremendo a la narrativa anticorrup­ción del gobierno vizcarrist­a -su único estandarte-. Quizás pensó en su muerte como su última jugada política: genial e histórica. Mas dudo que la sociedad peruana de este siglo, pletórica en odios polarizant­es y fake news, pródiga en modales premoderno­s y predemocrá­ticos, comprenda cabalmente su vencida en tablas. Creo que, parafrasea­ndo uno de sus libros, el futuro será diferente al que imaginó.

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