Hay un camino
Los hechos de la última semana han remecido al país. Debemos ser honestos y aceptar que ninguno de nosotros termina de entender la magnitud de lo ocurrido. Que refleja un malestar subyacente, parece obvio. Pero la violencia descontrolada que vivimos dista mucho de ser la consecuencia inevitable de ese malestar.
Afirmar que es imposible estar seguros de las raíces exactas de esta crisis no es lo mismo que concluir que no existe la luz al final del túnel. La historia reciente de Chile y de otros países sugiere algunas pistas.
La modernización es en sí misma disruptiva. Un acelerado proceso de crecimiento, desarrollo y modernización como el que ha vivido Chile en los últimos 30 años produce tensiones y contradicciones. Eso ha ocurrido en casi todos los países que han experimentado un proceso similar.
El malestar social y la movilización son características de la modernización. Es lo que ocurrió en 1997 con una alta abstención electoral y el voto nulo; en 2006 con la marcha de los pingüinos; en 2011 con las manifestaciones masivas y los reclamos de los estudiantes de educación superior y sus familias; eso ocurrió de nuevo, y con especial intensidad, por estos días.
Chile no es único ni especial en esta experiencia. Lugares tan diversos como Gran Bretaña, Brasil, Francia, Hong-Kong y Ecuador han vivido episodios de turbulencia similares en los últimos años. En todos ellos hubo un gatillo evidente —un abuso policial, el alza del precio de los combustibles o en el transporte público, una modificación legal impopular—, pero la intensidad (y, a menudo, la violencia) de los hechos posteriores excedió con mucho lo que el detonante inicial podía justificar.
Los hechos acontecidos en los últimos días en Chile tienen una gravedad especial. Pusieron un manto de duda sobre el elemento más propio del Estado: ejercer el monopolio del legítimo uso de la fuerza, con respeto pleno por los derechos humanos. La alternativa es la privatización de la violencia.
Eso es lo que ha ido percibiendo la población chilena en los últimos años: una sensación generalizada de impunidad. El “estado de naturaleza” que describió Thomas Hobbes en el siglo XVII se va instalando. Es demasiada la gente para quien la delincuencia, el narcotráfico y el crimen organizado son parte de su vida cotidiana. Los acontecimientos recientes han magnificado y generalizado aún más esa sensación de impunidad.
Una percepción de inequidad y abuso mucho tiene que ver con la tensión subyacente que los hechos recientes empujaron a la superficie. Vivimos “la política en tiempos de indignación”, afirma el filósofo español Daniel Innerarity. Pero a la hora de escudriñar razones y buscar soluciones, no basta con repetir el mantra que “la” desigualdad es la causa de todo.
En Chile hoy, la principal injusticia es el acceso desigual a un trabajo digno. Las tasas de empleo para mujeres y jóvenes siguen siendo indignantemente bajas. Pero las indispensables modificaciones a nuestra legislación laboral —para permitir, por ejemplo, las jornadas pactadas y los bancos de horas, y para fortalecer las normas antidiscriminación— se han topado con la oposición de intereses corporativos.
Muchos de los abusos que más atención reciben, y con razón —el mal servicio de ciertas empresas reguladas, los altos precios producto del monopolio— no son parte consustancial del desarrollo basado en una economía abierta, sino todo lo contrario. Al revés, son atentados contra la competencia que la regulación ya empieza a corregir.
Chile no es el primer país —ni será el último— en experimentar estas tensiones y contradicciones del proceso de modernización. La clave está en cómo las manejamos. Los países exitosos aprenden a sortearlas y a seguir avanzando. Los países fracasados caen en el inmovilismo conservador o en el populismo.
El inmovilismo consiste en enterrar la cabeza en la arena y hacer caso omiso de los abusos. Es lo que hacen los conservadores y los neoliberales en muchos países. El populismo, por su parte, pretende que hay atajos en el camino al desarrollo. Cree ver el paraíso a la vuelta de la esquina y promete lo que no puede cumplir. Ambas opciones llevan al fracaso.
Dentro de un sistema democrático y con una economía abierta, en las últimas dos o tres décadas, y especialmente bajo los 20 años de la Concertación, Chile apostó a una opción de crecimiento con equidad como una alternativa al populismo, al neoliberalismo y al inmovilismo conservador.
Esa opción dio sus frutos, pero también encontró problemas y perdió empuje. Hoy corresponde entrar en una nueva etapa. Pero Chile no puede darse el lujo de abandonar una senda virtuosa de crecimiento, desarrollo y modernización.
El principal problema es que en la última década hemos dejado de pensar estratégicamente. El crecimiento económico —que genera los empleos, explica el 80 por ciento de la reducción de la pobreza en las últimas tres décadas y permite aumentar los salarios reales y financiar los programas sociales— ha disminuido ostensiblemente. Todo ello amenaza con un camino de mediocridad.
Esa fue la advertencia de Christine Lagarde en 2014, al alertar sobre el riesgo de una “nueva mediocridad de bajo crecimiento y débil creación de puestos de trabajo”. Agregó: “Por qué esto es relevante? Porque el aumento de las expectativas de la clase media de América Latina está chocando contra las deficiencias en el suministro de servicios públicos (…) Esto es un claro llamado a la acción”.
El remezón de la última semana tiene dos lecciones: es imperativo asegurar el monopolio del Estado sobre el legítimo uso de la fuerza (revirtiendo la generalizada sensación de impunidad de los últimos años) y reafirmar el rol insustituible del Estado como garante del bien común y principal proveedor de bienes públicos.
Falta conocer detalles, pero las medidas propuestas por el gobierno son un punto de partida adecuado para desarrollar un nuevo pacto social en Chile. Las dos medidas principales —el fortalecimiento del pilar solidario de pensiones y el subsidio al trabajo de menores ingresos— profundizan mecanismos concebidos e implementados durante gobiernos de centroizquierda. Los partidos de ese sector no pueden restarse al diálogo para perfeccionar dichas propuestas.
La parte más débil de lo propuesto es el aspecto tributario. Subir la tasa a 40 por ciento para los que ganan más de 8 millones suena grande, pero en la práctica tendrá un efecto reducido. Le subirá los impuestos a los que viven de un sueldo, pero no necesariamente a quienes viven de las rentas del capital. El problema de fondo es la subsistencia de granjerías que permiten que, en los hechos, dichas rentas tributen menos de lo que la tasa oficial sugiere. Esta crisis es una oportunidad para corregir ese problema, hacer más justo nuestro sistema tributario y, al mismo tiempo, poder financiar de modo sustentable el paquete de medidas, que costará bastante más de lo que el gobierno ha indicado.
Es la hora de demostrar madurez y liderazgo político. Diálogo, democracia y dignidad es lo que necesitamos. Quienes sacan cuentas pequeñas y se niegan a conversar solo ayudan a debilitar nuestra democracia. El futuro pertenecerá a quienes estén dispuestos a un diálogo sin condiciones y a construir un proyecto común.
El objetivo es el desarrollo. El camino es la democracia. El método es el diálogo y los acuerdos. Haríamos bien en recordar lo anterior cuando se cumplen 30 años desde la elección de Patricio Aylwin, dando paso a la nueva era democrática.
Chile está herido, pero puede salir fortalecido de esta coyuntura crítica.