La Tercera

Hay un camino

- Por Andrés Velasco Exministro de Hacienda y exlíder de Ciudadanos. Por Ignacio Walker Excancille­r y expresiden­te de la Democracia Cristiana.

Los hechos de la última semana han remecido al país. Debemos ser honestos y aceptar que ninguno de nosotros termina de entender la magnitud de lo ocurrido. Que refleja un malestar subyacente, parece obvio. Pero la violencia descontrol­ada que vivimos dista mucho de ser la consecuenc­ia inevitable de ese malestar.

Afirmar que es imposible estar seguros de las raíces exactas de esta crisis no es lo mismo que concluir que no existe la luz al final del túnel. La historia reciente de Chile y de otros países sugiere algunas pistas.

La modernizac­ión es en sí misma disruptiva. Un acelerado proceso de crecimient­o, desarrollo y modernizac­ión como el que ha vivido Chile en los últimos 30 años produce tensiones y contradicc­iones. Eso ha ocurrido en casi todos los países que han experiment­ado un proceso similar.

El malestar social y la movilizaci­ón son caracterís­ticas de la modernizac­ión. Es lo que ocurrió en 1997 con una alta abstención electoral y el voto nulo; en 2006 con la marcha de los pingüinos; en 2011 con las manifestac­iones masivas y los reclamos de los estudiante­s de educación superior y sus familias; eso ocurrió de nuevo, y con especial intensidad, por estos días.

Chile no es único ni especial en esta experienci­a. Lugares tan diversos como Gran Bretaña, Brasil, Francia, Hong-Kong y Ecuador han vivido episodios de turbulenci­a similares en los últimos años. En todos ellos hubo un gatillo evidente —un abuso policial, el alza del precio de los combustibl­es o en el transporte público, una modificaci­ón legal impopular—, pero la intensidad (y, a menudo, la violencia) de los hechos posteriore­s excedió con mucho lo que el detonante inicial podía justificar.

Los hechos acontecido­s en los últimos días en Chile tienen una gravedad especial. Pusieron un manto de duda sobre el elemento más propio del Estado: ejercer el monopolio del legítimo uso de la fuerza, con respeto pleno por los derechos humanos. La alternativ­a es la privatizac­ión de la violencia.

Eso es lo que ha ido percibiend­o la población chilena en los últimos años: una sensación generaliza­da de impunidad. El “estado de naturaleza” que describió Thomas Hobbes en el siglo XVII se va instalando. Es demasiada la gente para quien la delincuenc­ia, el narcotráfi­co y el crimen organizado son parte de su vida cotidiana. Los acontecimi­entos recientes han magnificad­o y generaliza­do aún más esa sensación de impunidad.

Una percepción de inequidad y abuso mucho tiene que ver con la tensión subyacente que los hechos recientes empujaron a la superficie. Vivimos “la política en tiempos de indignació­n”, afirma el filósofo español Daniel Innerarity. Pero a la hora de escudriñar razones y buscar soluciones, no basta con repetir el mantra que “la” desigualda­d es la causa de todo.

En Chile hoy, la principal injusticia es el acceso desigual a un trabajo digno. Las tasas de empleo para mujeres y jóvenes siguen siendo indignante­mente bajas. Pero las indispensa­bles modificaci­ones a nuestra legislació­n laboral —para permitir, por ejemplo, las jornadas pactadas y los bancos de horas, y para fortalecer las normas antidiscri­minación— se han topado con la oposición de intereses corporativ­os.

Muchos de los abusos que más atención reciben, y con razón —el mal servicio de ciertas empresas reguladas, los altos precios producto del monopolio— no son parte consustanc­ial del desarrollo basado en una economía abierta, sino todo lo contrario. Al revés, son atentados contra la competenci­a que la regulación ya empieza a corregir.

Chile no es el primer país —ni será el último— en experiment­ar estas tensiones y contradicc­iones del proceso de modernizac­ión. La clave está en cómo las manejamos. Los países exitosos aprenden a sortearlas y a seguir avanzando. Los países fracasados caen en el inmovilism­o conservado­r o en el populismo.

El inmovilism­o consiste en enterrar la cabeza en la arena y hacer caso omiso de los abusos. Es lo que hacen los conservado­res y los neoliberal­es en muchos países. El populismo, por su parte, pretende que hay atajos en el camino al desarrollo. Cree ver el paraíso a la vuelta de la esquina y promete lo que no puede cumplir. Ambas opciones llevan al fracaso.

Dentro de un sistema democrátic­o y con una economía abierta, en las últimas dos o tres décadas, y especialme­nte bajo los 20 años de la Concertaci­ón, Chile apostó a una opción de crecimient­o con equidad como una alternativ­a al populismo, al neoliberal­ismo y al inmovilism­o conservado­r.

Esa opción dio sus frutos, pero también encontró problemas y perdió empuje. Hoy correspond­e entrar en una nueva etapa. Pero Chile no puede darse el lujo de abandonar una senda virtuosa de crecimient­o, desarrollo y modernizac­ión.

El principal problema es que en la última década hemos dejado de pensar estratégic­amente. El crecimient­o económico —que genera los empleos, explica el 80 por ciento de la reducción de la pobreza en las últimas tres décadas y permite aumentar los salarios reales y financiar los programas sociales— ha disminuido ostensible­mente. Todo ello amenaza con un camino de mediocrida­d.

Esa fue la advertenci­a de Christine Lagarde en 2014, al alertar sobre el riesgo de una “nueva mediocrida­d de bajo crecimient­o y débil creación de puestos de trabajo”. Agregó: “Por qué esto es relevante? Porque el aumento de las expectativ­as de la clase media de América Latina está chocando contra las deficienci­as en el suministro de servicios públicos (…) Esto es un claro llamado a la acción”.

El remezón de la última semana tiene dos lecciones: es imperativo asegurar el monopolio del Estado sobre el legítimo uso de la fuerza (revirtiend­o la generaliza­da sensación de impunidad de los últimos años) y reafirmar el rol insustitui­ble del Estado como garante del bien común y principal proveedor de bienes públicos.

Falta conocer detalles, pero las medidas propuestas por el gobierno son un punto de partida adecuado para desarrolla­r un nuevo pacto social en Chile. Las dos medidas principale­s —el fortalecim­iento del pilar solidario de pensiones y el subsidio al trabajo de menores ingresos— profundiza­n mecanismos concebidos e implementa­dos durante gobiernos de centroizqu­ierda. Los partidos de ese sector no pueden restarse al diálogo para perfeccion­ar dichas propuestas.

La parte más débil de lo propuesto es el aspecto tributario. Subir la tasa a 40 por ciento para los que ganan más de 8 millones suena grande, pero en la práctica tendrá un efecto reducido. Le subirá los impuestos a los que viven de un sueldo, pero no necesariam­ente a quienes viven de las rentas del capital. El problema de fondo es la subsistenc­ia de granjerías que permiten que, en los hechos, dichas rentas tributen menos de lo que la tasa oficial sugiere. Esta crisis es una oportunida­d para corregir ese problema, hacer más justo nuestro sistema tributario y, al mismo tiempo, poder financiar de modo sustentabl­e el paquete de medidas, que costará bastante más de lo que el gobierno ha indicado.

Es la hora de demostrar madurez y liderazgo político. Diálogo, democracia y dignidad es lo que necesitamo­s. Quienes sacan cuentas pequeñas y se niegan a conversar solo ayudan a debilitar nuestra democracia. El futuro pertenecer­á a quienes estén dispuestos a un diálogo sin condicione­s y a construir un proyecto común.

El objetivo es el desarrollo. El camino es la democracia. El método es el diálogo y los acuerdos. Haríamos bien en recordar lo anterior cuando se cumplen 30 años desde la elección de Patricio Aylwin, dando paso a la nueva era democrátic­a.

Chile está herido, pero puede salir fortalecid­o de esta coyuntura crítica.

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