Orden y desorden (en Chile)
Vacilo varias veces antes de ponerme a redactar esta columna. El tema lo he tratado en diversos libros, pero me pregunto si es la ocasión para encararlo de nuevo. Guizot, historiador y jefe de gobierno, afirmaría años antes de que se exiliara en Londres, a raíz del levantamiento de París de 1848, que “las sacudidas que llamamos revoluciones no son síntoma de algo que comienza cuanto declaración de lo que ha pasado”. Cuando retornó a Francia dos años después, y hasta su muerte, se dedicó a escribir sobre las revoluciones inglesas de 1642 y 88. Reivindicó también a 1789 aún siendo conservador. Es decir, se altera el orden a esta escala y más vale volver atrás, muy atrás, para entender, porque lo que tenemos enfrente, aunque lo registremos, no sabemos en qué termina.
Ahora, en Chile, se sabe que a las revoluciones, más temprano que tarde, les va mal… hasta ahora. Desde el siglo XIX se las evita o reprime puntualmente; más lo primero. Por eso nuestra institucionalidad es por definición liberal antirrevolucionaria. Cuando se recurre a militares es porque falla. Y, si se la corroe desde adentro como en el Instituto Nacional y U. de Chile, o se la debilita como en el Congreso (el PC y el FA prefiriendo la acción directa: la calle), todo es posible. Santiago se paraliza tras una operación terrorista contra el orden cotidiano, el toque de queda es desafiado, y no queda más que implorar al cielo que no incendien hospitales con caceroleos (nunca pacíficos) como música de fondo. El tamtam nativo, durante la UP, lo rescató esa vez el fascismo de derecha.
La historia, si vale, debiera pesar. En países en que hay tradición revolucionaria insistente, si deja de funcionar la autoridad o peligra la unidad de mando, aparecen los mandamases, a quienes se les idolatra porque liquidan a sus propios desbocados. Napoleón pone a raya a jacobinos, Stalin se deshace de trotskistas, y en América Latina, el caudillo que nunca falta asciende a sus capataces a generales, al resto les declara guerra a muerte. Letrados y funcionarios serviles siempre bendecirán lo hecho.
De ahí que, en Chile, la clave más vulnerable y potencialmente fuerte siga siendo la autoridad legítima, siempre que se repare en la historia. Pero, ni a este gobierno o al anterior, a plutócratas, políticos, a los medios, o a la calle, parece importarles. Desde hace tiempo habla uno de autoridad en Chile y es como referirse a un títere sujeto a poderes misteriosos, cuando no rehén, acomplejado de todas maneras. Quiebres institucionales, además, los ha habido, no hace mucho, y sabemos sus efectos.
Que nadie haya salido a defender el orden establecido, ninguna marcha –entre tantas—, me lleva a pensar que mejor sigo trabajando en unos capítulos que estoy escribiendo sobre la Revolución Francesa. Al menos ahí sé cómo termina todo.
Bolivia vive un clima de creciente incertidumbre luego que el Tribunal Electoral anunciara el triunfo de Evo Morales en las elecciones presidenciales del domingo pasado, al haber logrado más de 10 puntos de diferencia con su más cercano rival, el exmandatario Carlos Mesa. De acuerdo a las cifras entregadas por el órgano electoral, el actual Presidente boliviano habría obtenido 47,07% frente a un 36,52% del candidato de Comunidad Ciudadana, con el 99,9% de los votos computados. Mesa ha denunciado un fraude y llamó a manifestaciones de protesta, mientras que varios países de la región y la OEA llamaron a la prudencia y a realizar una segunda vuelta para evitar una mayor confrontación.
Si bien las normas electorales bolivianas establecen que gana la elección quien obtenga más del 50% de los votos, o más de un 40% con una diferencia de 10 puntos sobre el segundo, las dudas se han instalado sobre la confiabilidad de los datos entregados. El domingo en la noche, la difusión de los llamados resultados electorales preliminares se suspendió sorpresivamente y sin razones claras cuando llevaba un 83% de los sufragios computados y daba por segura una segunda vuelta entre Mesa y Morales. Sin embargo, cuando la transmisión de datos se reanudó, más de 20 horas después, y con el 94% de los votos, el escenario que mostraba era muy distinto: el actual Presidente ganaba en primera vuelta.
Todo ello ha despertado legítimas sospechas de la oposición y denuncias concretas de fraude, que han creado un creciente clima de tensión y enfrentamiento en Bolivia. Una situación agravada por las palabras del propio Morales, quien declaró su triunfo antes de tener resultados claros. En medio de este ambiente, es necesario buscar mecanismos que den certezas a todos los actores políticos, ya sea a través de una auditoría de los resultados por parte de la OEA, o de convocar a una segunda vuelta electoral que, como señaló el propio secretario general de ese organismo regional, sería “la salida más democrática y una oportunidad para evitar una confrontación política y social”. No hacerlo podría abrir el camino a una peligrosa deriva autoritaria de Evo Morales, quien ya suma casi 15 años en el poder.