NADIE ES INOCENTE
Tildado de autor “raro” únicamente porque escribía novelas de tres líneas de largo, Félix Fénéon fue además un gran crítico de arte, un reputado galerista y un hábil director de La Revue Blanche, revista que promovió, con elegancia y efectividad, aquel tipo de pintura que él bautizó como “neoimpresionismo” y que otros llamaron “puntillismo”. Fénéon, es grato comprobarlo, no ha caído en el olvido: el Museo de Arte Moderno de Nueva York, el MoMA, inaugurará en marzo una exposición en su honor titulada El anarquista y la vanguardia: desde Signac hasta
Matisse, y más allá. Los lazos con el anarquismo le reportaron malos ratos a Fénéon en 1894, pero esa es otra historia. Basta señalar que nuestro hombre murió en 1944, a la edad de 83 años, tras gozar de dos décadas ininterrumpidas de ocio.
Entre las innumerables amistades que trabó Fénéon con genios, pintores, escritores, pensadores y conspiradores de todas layas, figura un sujeto sobre el que algo he estado leyendo últimamente, Émile Henry, otro anarquista, célebre por poner un par de bombas en lugares públicos que mataron a siete parisinos y célebre también por haber muerto guillotinado en 1894, a la edad de 22 años, tras el debido juicio. Henry era un joven bien educado, pero estaba poseído por una determinación furibunda y homicida. Para justificar sus asesinatos, se valió de una consigna retumbante: “No hay inocentes”.
La frase indudablemente es macabra y feroz, aunque contrapuesta con la realidad convulsa que vivimos a diario pierde parte de su estridencia y adquiere incluso visos de levedad. O al menos así me ha parecido en el último tiempo, especialmente cuando viajo en metro. Bajo el sólido cobijo que otorga la propia espontaneidad, varias veces me he sorprendido aplicando la máxima de Henry al tratar de inferir quién es quién dentro de mi vagón: “anarquista”, “feminista”, “pirómano”, “chaleco amarillo”, “facho” y “saqueador” son los fenotipos que distingo con mayor frecuencia durante mis desplazamientos, descontando, por supuesto, a los numerosos intérpretes de rap, de reggaetón, de nueva trova o de melopeas lastimeras, pues ellos, como buenos hijos de su grandísima reputación, siempre pertenecerán al rebaño de los miserables sin perdón de Dios.
Es posible que a otros pasajeros, cansados de vivir en un país violento y zozobrante, les suceda lo mismo y comiencen a inferir que, en realidad, nadie es inocente. El estallido social nos ha obligado a definir al prójimo en calidad de sospechoso, encasillándolo arbitraria y despiadadamente. Si hay algo claro entre tanta incertidumbre, entre tanta agresividad desatada, entre tanto mandamás que no manda, entre tanto pendejete alorado, es que de esta crisis saldrán fortalecidas las oscuras pulsiones que por siglos inflamaron el prejuicio y el clasismo. Renacerán así figuras atávicas que creíamos extintas, como “el Terrible Tetas Negras”, ese personaje de arrabal del que hablaba Enrique Lihn. Con un dejo de inquietud, asumo que cualquiera de estos días me toparé con él, intimidante y procaz, al interior de un vagón de metro. Don Tetas irá armado de un charango, de un bandoneón o de un micrófono, razón por la que siempre viajo con un billete generoso en el bolsillo.