Una defensa integral de los derechos humanos
En las últimas semanas han trascendido las profundas diferencias que cruzan al Consejo del Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH), tanto en la forma de calificar la situación de los DD.HH. en el país post 18 de octubre -en particular si se han verificado violaciones sistemáticas, en lo que parece no haber consensoasí como si se podría considerar que los civiles también pueden violar los derechos humanos, a la luz del vandalismo que se ha visto en los últimos meses, así como por las agresiones de que han sido víctimas carabineros.
El director subrogan te del Instituto-de sensibilidad de centro derechaopinó que las manifestaciones violentas dejan de ser legítimas, y también calificó las “funas” como un acto “fascista”, si bien descartó que el organismo pretenda cambiar el criterio y busque querellarse contra las agresiones que sufra el personal policial, aclarando que el Consejo rechaza todo acto de violencia entre las personas.
No cabe duda que una de las conquistas centrales del siglo XX ha sido el reconocimiento y protección de los derechos humanos no solo como una garantía universal, brindando protección a través de un nutrido marco jurídico internacional. A toda la sociedad le debe interesar que esta protección sea eficaz, y es evidente que siendo el Estado la entidad que concentra el monopolio de la fuerza así como de la justicia, garante de la institucionalidad, cada vez que uno de sus agentes agrede o pasa a llevar garantías fundamentales la naturaleza de dicho acto es una violación de los derechos humanos.
La acción del Estado contra civiles marca una clara frontera entre el campo de los delitos comunes de lo que se entiende como una violación de los derechos humanos. Tal definición no debe ser relativizada o puesta en entredicho, en especial a la luz del historial de masacres o vejaciones que podemos encontrar en la historia universal reciente. Pero a la luz de las dinámicas que hoy se observan en la sociedad moderna -cada vez más compleja y con preocupantes signos de intolerancia- es pertinente interrogarse si el ámbito de protección de los derechos humanos debe seguir confinado a denunciar las tropelías cometidas por agentes del Estado.
Cuando en nuestra sociedad vemos grupos que deciden concertarse con la finalidad de intimidar a personas a través de “funas” violentas -restringiendo con ello su libertad de expresión y desde luego sumiéndolas en el temor de ser objeto de una agresión física-, para restringir el derecho a la libre circulación mediante coacciones como “el que baila pasa” o se recurre a la quema de instituciones como método de intimidación, es evidente que allí también hay una violación a las garantías fundamentales, excediendo el marco de un hecho puramente delictual.
El Estado y sus instituciones no deberían renunciar de antemano a perseguir con energía todo aquel hecho que violente los derechos fundamentales de las personas, independientemente de quién sea el hechor, porque ello es inherente a su función.
Tras los hechos del 18 de octubre, el debate nacional inevitablemente se ha tensionado -incluso hasta niveles peligrosos para la democracia-, y las divisiones al interior del INDH no son sino reflejo de ello. Pero el surgimiento de voces “disidentes” en su interior no debe ser visto como una amenaza para su quehacer, sino como una valiosa oportunidad para legitimar mucho más el rol del INDH. Una inhibición de su parte para abrirse a examinar la posibilidad de ampliar su actual marco de acción -que si bien le impide conocer conflictos entre particulares, su misión es explícita en cuanto proteger la dignidad de todas las personas- parecería inexplicable ante la ciudadanía.
El debate al interior del INDH es valioso, porque permite ampliar la perspectiva de cómo asegurar una mejor protección a los derechos humanos.
La rectificación efectuada por la Dirección del Trabajo elevó a más de 300 mil los despidos por “necesidad de la empresa” desde el inicio del estallido social. En paralelo, las tasas de morosidad en el sistema financiero y comercial afectan ya a cerca de cinco millones de personas, gente que no está en condiciones de pagar sus deudas y, por tanto, tendrá cada vez más dificultades para seguir accediendo al crédito. Así, para un segmento enorme y creciente de la población, la posibilidad de mantener el nivel de vida de los últimos años se hará dolorosamente cuesta arriba.
Hasta ahora, nada permite augurar que la situación se revertirá en el corto y mediano plazo; al contrario, las proyección anticipan un 2020 difícil en materia económica, con un mercado del trabajo deteriorándose y donde la informalidad no dejará de crecer. Todo ello, ingredientes de un cóctel al que se suman también los importantes grados de destrucción que ha sufrido en el último tiempo el entorno público, las miles de pymes vandalizadas y la pérdida de patrimonio, el deterioro del transporte y el aumento de la inseguridad.
Las previsiones sobre lo que vivirá el país a partir de marzo refuerzan el dilema implícito en todo este proceso, un factor que hasta ahora ha permanecido relativamente latente, pero que si el actual escenario persiste o se deteriora, tenderá a consolidarse: por un lado, el temor a la precarización, el miedo al empobrecimiento y a los efectos de la incertidumbre económica; por otro, la rabia y el descontento, combustible natural de la movilización pacífica y violenta, que es lo que ha estado expresándose en las calles en los últimos meses.
El cuadro previsible permite anticipar entonces que esta dicotomía se hará cada vez más gravitante: instinto de conservación y de orden versus pulsión de cambio; deseo de que las cosas se calmen frente al imperativo de sacar afuera la bronca; necesidad de contención en un momento personal y familiar declinante, e imperativo de encontrar un culpable que permita canalizarlo. La sociología comparada afirma que en contextos como este para la gente ese culpable es por definición el gobierno de turno, o sea, precisamente aquel sobre quien han estado concentrados los fuegos desde el 18 de octubre. Esta realidad supone, asimismo, que los actores políticos y las fuerzas sociales tenderán a usar dicha dualidad para alimentar su propio posicionamiento, lógicas que al final del día se moverán en función de incentivar el miedo o la cólera.
En síntesis, un proceso constituyente con deterioro económico es una ecuación que tendrá en el miedo al cambio y en la rabia frente al presente a sus principales ingredientes, opciones plagadas de fantasmas y de elucubraciones sensatas o delirantes. Por su parte, la debilidad institucional, el deterioro del debate público y la crisis de legitimidad de los actores políticos, suma también su cuota de desvarío a un curso donde los incentivos a la moderación brillan por su ausencia. En efecto, el miedo y la rabia no son emociones atenuantes sino al contrario, alimentan posiciones extremas, cargadas de intolerancia y fanatismo. Es lo que se observa a diario en las funas, en el ambiente de descalificación que inunda las redes sociales y en las campañas del terror, de lado y lado.
Queda poco tiempo para intentar revertir lo que parece inevitable. El verano no fue el momento de tregua esperado por muchos sino más bien la continuidad de una violencia focalizada, casi tan desgastante como la visible en los meses previos. Apostar o resignarse a este escenario no solo supone poner al proceso constituyente bajo un serio riesgo de legitimidad, es dejar también a la democracia sin los resguardos mínimos frente a aquellos que apuestan a debilitarla e, incluso, a prescindir de ella.