Esto no es una advertencia
Cyborgs. Dark ads. Bots. Soft facts. Fake news. Deep fakes. Likes. Trolls. Hackers. Este paquete de anglicismos es el repertorio simplificado de los instrumentos que permiten interferir hoy en cualquier proceso electoral, en cualquier rincón del mundo. Así las resume el experto Peter Pomerantsev en un libro reciente. En el 2000, una temprana destreza en el dominio de tales herramientas llevó al poder a Putin, del que no ha salido más. Se cree que el grupo populista italiano Cinque Stelle también incidió con estos instrumentos en la opinión política en el 2013, lo mismo que la coalición catalanista Junts Pel Si el 2015. En el 2016 fueron el Brexit, Donald Trump y Rodrigo Duterte; el 2018, el salvadoreño Nayib Bukele y Jair Bolsonaro. Eso es lo que ha salido de las redes sociales operando en elecciones democráticas.
Los principales soportes de todas estas armas son las redes sociales. Para qué decirlo: las redes son el más extraordinario invento para la comunicación interpersonal y grupal que jamás haya concebido la imaginación humana. El mundo de las familias y las amistades es otro después del 2008, cuando la creación del teléfono inteligente puso en las manos de todos, con un solo botón, estas capacidades nunca antes soñadas.
Pero, como todas las invenciones humanas, la neutralidad del instrumento es solo aparente. Las redes sociales han estado atacando a un pilar del sistema democrático, los medios de comunicación profesionales, de dos maneras: primero, apropiándose de sus contenidos sin retribución; y luego, confundiendo la información con un arsenal de mistificaciones y mentiras, siempre anónimas, hasta crear una melaza indistinguible de verdades con falsedades.
El libro de Pomerantsev se llama This is not propaganda (Faber & Faber, 2019), un título muy adecuado al alcance profundo de la melaza: aunque todo lo que aparece en las redes es manufacturado, el origen es siempre oscuro y siempre finge que no tiene intención propagandística, que es solo la verdad, espontánea como un hongo.
Pomerantsev identifica cómo opera la manipulación. La primera condición es que se dirige a grupos con intereses muy diversos –por ejemplo: compañeros de curso, veganos, estudiantes, animalistas, ciclistas, dibujantes, todos con lazos laxosy les ofrece una identidad común, un “nosotros” que necesita un enemigo también común: “ellos”. Mediante las operaciones clásicas de la comunicación manipulativa, el “nosotros” se traduce siempre como “pueblo” y “mayoría”, mientras que “ellos” son las “elites”, los poderosos ocultos. Este dualismo, que simplifica cualquier realidad social, empuja continuamente a la polarización, al “nosotros contra ellos”. Las verdades que no sean útiles para este fin dejan de importar. La veracidad de los hechos deja de importar.
La consigna es que los medios de comunicación profesionales mienten. Esto es ontológicamente falso. En el mundo del periodismo existe la posibilidad del error, tal como en la medicina o en la ingeniería; pero la mentira está excluida, ética y prácticamente. En la propaganda, en cambio, nunca lo está, porque allí lo que importa es la eficacia. Las redes sociales propician que una y otra cosa se fundan y confundan.
El 18-O dio una clave de los alcances de esta confusión: una verdadera tormenta de fake news circuló por las redes mientras en paralelo se acusaba a los periodistas de esconder los hechos, de exagerarlos y de omitirlos, todo al mismo tiempo. Los medios profesionales tuvieron que crear secciones de chequeo de datos –como hizo este diario– para responder en parte a este asedio. Todo indica que estas secciones serán el único instrumento que tendrán los ciudadanos para saber si lo que les llega por WhatsApp, Facebook, Instagram y YouTube (las redes más usadas en el caso de Chile) es verdadero o falso.
Y tendrá que ser así, porque hasta el momento la clase política no da señales de advertir el problema y ponerle atajo con las regulaciones que sean necesarias, sin tocar la libertad de la comunicación interpersonal. Es una tarea difícil, faltaba más. Pero por ahora –y para decirlo todo-, algunos de esos políticos sueñan que las redes sociales los favorecen. Es una ilusión. En verdad, están demostrando ser el instrumento favorito de las autocracias, desde Irán hasta China, desde El Salvador hasta Filipinas. Están muy lejos de ser el pueblo. Al revés, cuando dicen eso, hay que buscar refugio: significa que se viene encima un enorme simulacro.
Después de hablar con especialistas de todo el mundo, Pomerantsev estableció que los grupos políticos que manejan las redes con más eficacia trabajan con niveles de especialización: los “arquitectos jefes”, que planifican y diseñan; los “influenciadores”, que crean las piezas (memes, videos, textos); y los “operadores”, que las distribuyen, a menudo con decenas de cuentas falsas y durante las 24 horas. De modo que no es un mundo de inocentes, como cree mucha gente. Por el contrario, está poblado de talentos con espíritu mercenario que sirven al mejor ofertante.
El plebiscito del 26 de abril es un escenario perfecto; y con la reducción de la franja televisiva a una pelea por milisegundos, la verdadera batalla se librará en las redes. Como todos los plebiscitos, éste plantea con una propuesta polarizada, blanco o negro, sí o no, acepto o rechazo. Quiéralo o no, el país se va a partir en dos, en “nosotros” y “ellos”. Las redes sociales harán lo posible por extremar esas alternativas. La distribución masiva de mistificaciones y falacias está garantizada.
Así que el más importante evento electoral del año está frente a la mayor amenaza antidemocrática de la historia. ¿Exagerado? En el 2016, los británicos votaron en un plebiscito para decidir si salían de Europa. Meses después, descubrieron que una empresa había usado los datos de los votantes, reunidos por Google, Facebook, YouTube, Twitter, para bombardearlos con información falsa. La mitad de los británicos sigue opinando que salir de Europa es una demencia. Mientras la investigación continúa, Gran Bretaña salió de Europa a las 23 horas del 31 de enero.