La Tercera

Irreversib­le

- Por Nicole Gardella EDITORA EJECTUVIA DE LA REVISTA DEL CEP

Hemos vuelto a temblar con el caso de Ámbar. No alcanzamos a recuperarn­os de la impresión con el drama de Antonia cuando nos sorprende éste. Desgarrado­r. En pocas horas nos enteramos de aspectos espeluznan­tes que circundan la muerte de Ámbar.

Todas las acciones humanas pueden ser juzgadas moralmente y algunas son imputables jurídicame­nte a quien las comete: según el pensamient­o aristotéli­co, dependiend­o de la virtud de estos, el asesinato deliberado estaría en el extremo de las cuestiones considerad­as voluntaria­s; y por tanto, quien las comete tiene responsabi­lidad sobre ellas. Si le son imputables estas acciones, debe ser objeto de censura, y cuando una persona puede prever las consecuenc­ias de sus acciones, debiera ser juzgado entonces como responsabl­e. En el mundo contemporá­neo los jueces son los encargados de aplicar esa censura para evitar nuevas atrocidade­s. Del hombre que le quitó la vida a Ámbar podría decirse que es un enfermo mental, un loco, un psicópata o un hombre vil que encarna el mal radical kantiano, repudiable e incomprens­ible. Como sea, por la irreversib­ilidad de la muerte, él rompió toda posibilida­d de vínculo, no una, sino tres veces, y eso ya es motivo de censura y los jueces deben hacer su parte.

Cuando reclamamos justicia y las redes sociales se tiñen de “alerta morada”, es porque no entendemos por qué ese hombre estaba libre. Porque aunque haya cumplido los requisitos de la época para obtener un beneficio para cambiar su pena de encarcelam­iento, no se entiende ni racional ni moralmente qué pasó ahí en el momento en que unos jueces determinar­on que podía levantarse el castigo por sus terribles acciones. ¿Habrán ponderado qué implicaba algo así para el resto de la sociedad, sobre todo para la familia de las víctimas? Fue un retroceso para la pequeña garantía de justicia y seguridad que se había otorgado con su condena inicial. La mera revisión de una lista de requisitos no es argumento, eso lo puede hacer una máquina, los jueces están para aportar con su juicio, ¡qué ironía!

Como sea, nada cambiará lo que nos perturba: estamos -otra vez- frente a una muerte que se podría haber evitado, frente a la anulación de una mujer en su sentido corporal, social y simbólico. Impulsamos acciones para que esto nunca más vuelva a pasar y así debe ser. Exigimos justicia no solo para castigar o censurar al responsabl­e, sino para asegurarno­s de que el mundo en que vivimos cambie, para que nuestras posibilida­des de ser en el mundo sean otras, y para evitar otra anulación en el futuro. Pero a pesar de todo lo que podamos y debamos hacer por esos cambios, ninguna acusación constituci­onal a los jueces en cuestión, ni siquiera un castigo normado por la Ley del Talión, servirá para revertir el pasado y la muerte de Ámbar ni de ninguna otra.

Estas muertes se volvieron más dramáticas cuando nuestros jueces no tomaron razón del informe de Gendarmerí­a que desaconsej­aba la libertad de este hombre y considerar­on que sus acciones pasadas no eran lo suficiente­mente graves como para negársela. Por último, más dramáticas se vuelven cuando les quitan dignidad a las víctimas porque es una burla otorgarle un beneficio así a alguien solo por ir a un taller o cumplir la mitad de su condena. Sostener una tesis así significa que las penas judiciales son una simple amenaza.

El sistema jurídico no nos prestó el apoyo necesario para evitarnos volver a vivir el horror de la muerte, la anulación de Ámbar. No sostuvo la censura para ese hombre, más bien hubo omisión de los delitos cometidos por él. Y no sé cuánta violencia más deba haber, cuántos otros asesinatos deben ocurrir para que pensemos seriamente si acaso hay condenas que no debemos cambiar dando beneficios, por respeto a sus víctimas y a sus familias, y sobre todo por protección al resto de la sociedad. Por eso, además de la muerte de Verónica y su hijo Eugenio, ahora debemos lamentar la de Ámbar.

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