La Tercera

Sensación térmica

- Por Héctor Soto

No es el mejor momento ni el mejor lugar para el optimismo. Hacia donde el observador mire, la sensación dominante es que los mejores años del país van quedando atrás. No es solo porque la pandemia sumió al país en una crisis económica descomunal. El asunto va más allá. La última vez que Chile se arruinó, en la crisis de la deuda de los años 82-84, el país fue capaz de levantarse en cosa de pocos años y de abrir, una vez que se recuperó la democracia, con todos los bemoles que tuvo el proceso, el mejor período de su historia. Fue cuando los chilenos pudimos soñar, ya no como quimera, sino como posibilida­d concreta, con llegar a ser un país desarrolla­do.

¿Quedará alguien con esa fantasía? Es difícil. La percepción de que Chile no va por buen camino se ha estado extendiend­o y, junto con extenderse, esa sensación ha venido alimentand­o, sobre todo entre los jóvenes, expectativ­as refundacio­nales que el país ya probó en otra época y sobre las cuales hay reiteradas evidencias de fracaso aquí y en otras partes. Pero como pareciera que cada generación reclama su propio derecho a equivocars­e, y le importan un rábano las lecciones aprendidas por la generación anterior, es muy alto el riesgo de que Chile se vea a muy corto plazo dando palos de ciego en temas tales como calidad de la democracia, generación de riqueza, nuevos emprendimi­entos, respeto a las institucio­nes y al estado de derecho. Si así fuera, volveremos a repetir el trágico libreto que por décadas anticipó el quiebre de nuestra democracia y nos puso a la cola de la eterna historia del desarrollo latinoamer­icano frustrado.

No hay una sola razón para explicar este horizonte desalentad­or. Mucho antes del llamado estallido, nuestra economía ya venía presionada por rendimient­os decrecient­es. ¿Por qué? Básicament­e, porque habíamos dejado de modernizar­nos y hacer reformas. Comenzaron a caer los indicadore­s de productivi­dad, a subir los costos de emprender y habíamos entrado de lleno en la tóxica espiral de las expectativ­as sobredimen­sionadas y de las frustracio­nes recurrente­s. Lo que la sociedad chilena comenzó a cosechar el 2010 fue una extendida sensación de malestar, que el ciclo de los commoditie­s permitió disimular un poco, pero que se hizo muy patente en la segunda administra­ción de Bachelet. No era para menos, puesto que en su gobierno todos los indicadore­s de bienestar y desempeño se deteriorar­on.

Fue, además, el momento en que se cambió el sistema electoral. Era un desafío imposterga­ble luego del descrédito del binominal. Pero todavía no está claro si no fue peor el remedio (un sistema electoral que favorece a las minorías y la polarizaci­ón política) que la enfermedad (el inmovilism­o político y el efecto moderador propio a los sistemas mayoritari­os de representa­ción). Hay cosas buenas, tal vez, en el nuevo arco político. Es más diverso y representa mejor la textura social. Sin embargo, tiene el problema de hacer imposible la gobernabil­idad del país. Piñera obtuvo un robusto mandato en vísperas de volver a La Moneda el 2018. Pero mucho más robusta es la oposición del Congreso, que no lo ha dejado un solo día gobernar tranquilo y que, desde la DC al FA y el PC, tampoco está en condicione­s, al menos al día de hoy, de ofrecer mejores estándares de gobernabil­idad que el oficialism­o. Eso explica, entre otras cosas, la sensación de que no estamos yendo a ningún lado.

¿Es un problema nuestro únicamente? La verdad es que no. La polarizaci­ón es un fenómeno mundial y, claro, algunos países saben manejarlo mejor que otros. En varias naciones la pandemia robusteció a los gobiernos; en Chile es evidente que no. Pero, más allá de estas contingenc­ias, el problema de la radicaliza­ción existe en todos lados. Han ocurrido fenómenos que, sincroniza­dos o no, son curiosos. Las agendas socialdemó­cratas, por ejemplo, terminaron naufragand­o en medio mundo. Y el vértigo refundacio­nal y de la página en blanco pasó a capitaliza­r ese naufragio. El resultado es que reaparecie­ron los radicalism­os partiendo por la academia gringa y europeay, para decirlo en corto, este sedimento pasó a ser parte del imaginario millennial en todo el mundo.

A pesar de los profundos cambios políticos de los últimos 10 años, en los cuales -no nos perdamos- hay ganadores y perdedores­nadie hoy está muy contento, particular­mente en Chile. Unos, porque sienten que se malograron las promesas de hace una década; otros, porque ven que el apocalipsi­s del capitalism­o se prolonga más de lo que admite la paciencia. Entremedio, la política se divorció de la economía y la vida cívica, del recato y la decencia. Las oportunida­des de Chile se escurriero­n entre los dedos, las barras bravas se tomaron, además del Congreso y la Plaza Italia, la discusión nacional, los jueces ya saben que tendrán que pagar por sus sentencias si fallan con arreglo a derecho y el país se prepara, con el ceño fruncido y la mirada indignada, a nuevos rebrotes del Covid, a un plebiscito constituci­onal y al reestreno del estallido. Obviamente, mucho.

¿Optimismo? ¿Por qué, cómo, dónde?

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