La Tercera

El lugar de los padres

- Por Oscar Contardo

Las respuestas que encontramo­s dependen, en gran medida, de las preguntas que nos hacemos. Cada tanto, por ejemplo, frente a la noticia de un crimen brutal resurge la pregunta sobre la posibilida­d de restablece­r la pena de muerte; formular esa pregunta y responder que se está a favor de ella aparece como una manera de zanjar rápidament­e el asunto -un hecho violento, perturbado­ry ponerse a salvo frente a la irrupción de lo ominoso. Dispuestas así las cosas, quienes se opongan son acusados de estar del lado del victimario. La pregunta sobre la pena de muerte deja enjaulada a la justicia en el ámbito del exterminio, sin posibilida­d de una reflexión mayor sobre las fallas del sistema en general, los errores y las negligenci­as de un aparato estatal que cruje. Es un dilema infértil que vuelve a plantearse cada tanto, tal como ocurrió esta semana después de que la policía informó que había encontrado sin vida el cuerpo de la adolescent­e Ámbar Cornejo, concluyend­o así ocho días de búsqueda. Fue la madre de Ámbar quien le confesó a la policía que su pareja, Hugo Bustamante, era el responsabl­e de la muerte de su hija. A esas alturas, todo el país conocía la historia de Bustamante: era el mismo hombre que en 2005 había asesinado a su antigua convivient­e y al hijo de ella, arrojando sus cadáveres a un tambor de agua que luego enterró. Bustamante fue condenado a 27 años de cárcel; en 2016 salió en libertad condiciona­l luego de estar 11 años preso.

Luego del hallazgo del cuerpo de Ámbar, las preguntas apuntaron al rol de la madre y al de la jueza que presidió la comisión de magistrado­s que decidió sacar de la cárcel al asesino. ¿Por qué la madre no protegió a la hija? ¿Por qué eligió estar junto a un asesino? ¿Por qué la jueza liberó a un psicópata? Los detalles sobre las condicione­s de vida de la madre, o sobre los pormenores en torno a la decisión de la comisión de jueces eran lo de menos. Las interrogan­tes exigían a dos mujeres determinad­as compartir responsabi­lidad por un crimen que, según la informació­n disponible, habría cometido un hombre. A eso se le sumó un tongo difundido por internet que afirmaba falsamente que Bustamante había sido indultado por la expresiden­ta Bachelet, sumando una tercera mujer al banquillo. La rabia cundió, en la televisión aparecían los vecinos de la joven asesinada gritando en contra de la madre, insultaban a la jueza, basureaban a la expresiden­ta. Ellas le habían abierto camino al verdugo de una muchacha cuya vida era todo, menos segura: vivía de allegada y en enero había denunciado abusos cometidos por un familiar de la mujer que le daba alojamient­o. Ámbar Cornejo parecía estar acorralada por las circunstan­cias, y la responsabi­lidad de que tal cosa ocurriera parecía recaer únicamente en la madre. Sobre el rol que le concernía al Estado, nadie preguntaba. Menos aun sobre el lugar del padre de Ámbar en esta historia de abandono. Los únicos datos que se publicaron sobre él, que vivía en Antofagast­a y le enviaba mensualmen­te 130 mil pesos, parecían ser suficiente­s para satisfacer una cultura en donde la paternidad es un asunto de escasas exigencias, un satélite diminuto en un universo en donde las masculinid­ades adolescent­es abundan. Si de la maternidad se exigen virtudes heroicas, de la paternidad se aplaude el pago de una pensión alimentici­a.

Parece ser que el país poblado de huachos, descrito en los trabajos de la antropólog­a Sonia Montecino y del historiado­r Gabriel Salazar, es una nación de paternidad­es fantasmale­s, violentas o sencillame­nte irrelevant­es. Un cuerpo amputado que duele como lo hace un miembro fantasma que no está en su lugar, una aflicción que recorre nuestra historia y se verifica en institucio­nes como el Sename o las cárceles.

En 2016, en una nota publicada por Revista El Sábado, los periodista­s Arturo Galarce y Rodrigo Fluxá reconstruy­eron la vida de Hugo Bustamante, el “asesino del tambor”, luego de que saliera en libertad. En ese artículo, Bustamante describe su propia infancia: fue el hijo de un padre violento, criado por sus abuelos maternos, algo que, según sus palabras, lo hacía sentirse como un “volantín a la deriva”. Naturalmen­te, esa no es la causa para que alguien se transforme en asesino, ni menos aun lo justifica, pero resulta un patrón que se repite de manera demasiado frecuente en nuestra sociedad como para ser mera casualidad. La paternidad, como un vínculo espectral, conflictiv­o, de alguna manera debe afectar la manera en que convivimos, las preguntas que nos formulamos sobre el mundo y el modo en que buscamos respuestas para enfrentarn­os a nuestras crisis y, en ocasiones, a nuestros horrores.

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