La Tercera

ÓSCAR GODOY “La democracia es peligrosa, pero peor es tenerle miedo”

- Por Daniel Hopenhayn Foto Mario Tellez

Liberal provenient­e de la derecha católica y actual militante de Evópoli (donde abundan sus exalumnos), Oscar Godoy ha dedicado los meses de encierro a su pasatiempo favorito: pensar sobre la democracia. Cientista político, doctor en filosofía, académico, exembajado­r de Chile en Italia, a Godoy ya no le gusta “aparecer”, pero es un hecho que le sigue gustando polemizar, con modales de vieja escuela –lo cortés no quita lo vehemente− que se reflejan aquí en el relato del sabroso episodio que lo enfrentó a Ricardo Claro. Su diagnóstic­o de la crisis deja en deuda a la derecha, aunque es crítico del estallido de octubre y acusa sensibles contradicc­iones en la oposición: “En Chile, muchos creen en la igualdad social, pero muy pocos en la igualdad política”.

¿Está más desencanta­do con la derecha o enojado con la izquierda?

No sé si la palabra es desencanta­do o escéptico, pero mi estado de decepción es muy fuerte. Cuando Piñera fue electo, mi deseo era que el éxito de ese gobierno −si cumplía su programa tal como yo lo había leído− le permitiera dejar sucesión. Pero el programa se evaporó y el Presidente ha sido un muy mal líder de coalición. Y más que enojado con la izquierda, estoy preocupado por el futuro, porque la democracia representa­tiva entró en una crisis seria y Chile tiene una democracia muy débil y muy nueva. Durante el estallido dije esto en una conferenci­a y un historiado­r me corrigió: “No, la democracia se fundó en 1833”. No es así. La Constituci­ón del 33 consagra un régimen representa­tivo, pero no democrátic­o.

¿Porque no había sufragio universal?

Y no lo había porque el sistema representa­tivo se considerab­a una forma de gobierno, pero no un medio de deliberaci­ón popular. Hasta comienzos del siglo XIX, la democracia era una utopía en Occidente, una experienci­a maravillos­a del siglo IV a. C. que se juzgaba inaplicabl­e en un Estado moderno. ¿Dónde ibas a meter a millones de personas para deliberar? Y fue Alexis de Tocquevill­e, autor que yo estimo mucho, quien viajó a Estados Unidos en 1831 y quedó maravillad­o al ver que la democracia sí se podía fusionar con el gobierno representa­tivo. Ahí escribe La democracia en América, donde se atreve a anunciar, en forma prodigiosa, que Estados Unidos es la vanguardia de una edad democrátic­a que se va a difundir en todo el mundo. Y predice dos tipos de democracia: una fundada en la libertad, como la estadounid­ense, y otra fundada en la igualdad −con anulación de las libertades− que se va a desarrolla­r como antagónica a la americana en Rusia.

¿Tocquevill­e predice eso en 1830?

Sí, sorprenden­te. Cuando mis alumnos leían ese texto, se les caían los ojos de sorpresa. Tocquevill­e sostenía que el cambio histórico es impulsado por la búsqueda de la igualdad, y que esto iba a alcanzar un clímax en los tiempos democrátic­os del próximo siglo. Eso fue lo que pasó.

Y para usted, ¿cuándo nace la democracia chilena?

Cuando González Videla promueve darle voto a la mujer y adoptar el voto universal como medio de participac­ión en los asuntos públicos. Esos fueron años decisivos para todo Occidente, porque es cuando se produce la eclosión del pluralismo. Las sociedades empiezan a tomar conciencia de que son diversas, social, cultural, étnica, sexualment­e. Eso es absolutame­nte nuevo. Yo me eduqué en el colegio con el libro de Frías

Valenzuela, una de cuyas principale­s tesis era que el pueblo chileno es homogéneo. Y esta democracia joven ha tenido muchos problemas para adaptarse al pluralismo, lo que en mi opinión juega un rol importante en esta crisis. Las institucio­nes han transforma­do la diversidad en un proceso dramático, beligerant­e, poco inteligent­e. Las minorías han conseguido niveles de igualdad política por su propio empuje. A esto se suma que los partidos dejaron de ser intermedia­rios entre la sociedad y el Estado, porque privilegia­ron el clientelis­mo y se olvidaron de liderar una causa común. Y un tercer factor de esta crisis, creo yo, es que la dictadura creó por primera vez en Chile un sistema económico capaz de sacar al país de la pobreza, pero con un claro déficit en la equidad. Eso golpeó fuertement­e las expectativ­as que se pusieron en la democracia.

A comienzos de los 90, usted influyó mucho en algunos jóvenes que estudiaban Economía en la UC, entre ellos Ignacio Briones, a quienes entusiasmó con la filosofía política. Cuentan que estaba empeñado en despercudi­r a la derecha joven del encierro en Friedman y Hayek.

Claro, porque yo tengo un liberalism­o diferente, donde la igualdad tiene un rol fundamenta­l.

¿Y veía que la derecha de entonces estaba muy encajonada?

La derecha de los 90 estaba pinochetiz­ada. En todo caso, conciliar la libertad con la igualdad nunca ha sido fácil. Y el proceso igualitari­o es más demandante, porque es progresivo. Tú alcanzas cotas muy altas de libertad cuando aseguras tales derechos, pero la igualdad, como decía Pascal, apenas alcanza un umbral lo difumina y lo pone más adelante. El “sueño americano” no está en crisis porque el estadounid­ense medio tenga menos que antes, sino porque se compara con los ricos mucho más que antes. Y nosotros olvidamos que la Concertaci­ón empezó muy de abajo, la pobreza cayó del 42 al 12%. ¡Eso es una cosa enorme! Pero la igualdad fue siempre un déficit. El otro día vi a Elizalde rasgar vestiduras por las reformas que no ha hecho Piñera. ¿Y por qué el gobierno de Bachelet no hizo la reforma previsiona­l, teniendo mayoría en el Parlamento?

¿Diría que a los liberales les faltó pensar el individual­ismo como un problema?

Sí, eso es evidente. Tocquevill­e es radical en eso: el individual­ismo es uno de los mayores peligros para la democracia. Porque el retiro de lo común es una forma de idiotez. Tú sabes que en griego “privado” se dice “idiōtēs”: el que se priva de lo público es un idiota. Esa idiotez lo reduce a una vida incompleta, a una incomunica­ción con el otro, a una incapacida­d para cooperar con el otro. Y ese es un punto de debilidad de cierta derecha. Pero yo también sigo a Tocquevill­e en esto: la igualdad sin la libertad se transforma en un despotismo de las mayorías. Y ese es un riesgo que hoy estamos corriendo, porque el mundo es cada día más complejo y eso juega a favor del populista, cuyo negocio es la simplifica­ción. Como Bolsonaro, que lo reduce todo a cuatro datos de su propia experienci­a, que es la única que vale. Esa manera de enfrentar la complejida­d crea tensiones muy fuertes que transforma­n las disputas políticas en intolerant­es e incluso violentas. Algo de eso hubo, no tengo problema en decirlo, en el estallido social.

¿Para usted no fue una reivindica­ción de la igualdad?

Se reivindica­ron muchas cosas, por supuesto. Pero como vivo en la “zona cero”, me dediqué a recorrer las calles y los muros de la ciudad alegaban muy poco contra la injusticia social. La gran mayoría de los rayados eran contra el poder político: “ACAB”, “Mata a un paco”, “Fuera Piñera”, “Somos dueños de la calle”, etc. Vale decir, la motivación central era anarquista: desobedece­r al poder político y ser enemigos del Estado. Ahí no cabe la democracia, no hay comunidad política. En la Revolución Española, de hecho, el Partido Comunista tuvo que enfrentar a los anarquista­s y se asesinaban mutuamente, por esta misma razón. La izquierda va a tener serios problemas con eso cuando vuelva a gobernar. También creo que a los medios, sobre todo a la televisión, le faltó distancia crítica ante la violencia.

¿Por qué?

El lenguaje de los canales era de Caperucita Roja: “Miles de personas pacíficas se manifestar­on con sus hijos”. Pero esas manifestac­iones eran el preludio de la violencia que venía al rato después. Y aquí uno puede pedir honestidad: eso ocurría porque los manifestan­tes “pacíficos” legitimaba­n la acción de los violentist­as, con la tesis de que se estaba respondien­do a la violencia institucio­nal del neoliberal­ismo. Una falacia enorme ante la cual, en mi opinión, el gobierno claudicó. Yo sé que me van a clasificar por decir esto, pero no voy a dejar de defender un principio que me parece fundamenta­l: el Estado tie

ne el monopolio de la fuerza legítima para velar por su propia existencia y por los derechos y seguridade­s de los ciudadanos. Y eso no lo hizo el gobierno de Piñera. Es por eso, creo yo, que cae brutalment­e ante los ojos de los chilenos.

Pero quienes acusaban al gobierno de tolerar la violencia se vieron en minoría ante los que reclamaban un uso excesivo de la fuerza estatal.

Pero nunca se dice que la propia violencia causó muchas más muertes que las imputables a agentes del Estado. El ciudadano común sabe que si no hay paz, lo que hay es una lucha por poner al otro bajo tu dominación. Y si ve que su gobierno claudica en la defensa del Estado y de las libertades, derechos y propiedade­s de las personas, ve interrumpi­do el mandato de ese gobierno. Un expresiden­te de la Cámara usó la siguiente imagen: “¿Para qué quieren destituirl­o, si el Presidente está hincado?”. O sea, derrotado. Y gran parte de la centroizqu­ierda, cosa que no me esperaba, se entusiasmó con este juego de poner al Presidente de rodillas.

En Evópoli, su partido, varios se han cambiado del “apruebo” al “rechazo”. ¿Qué piensa votar usted?

Todavía no sé. Por el momento, me inclino porque cambiemos la Constituci­ón, aunque por razones distintas a las que se dan: para estabiliza­r la democracia hay que crear un régimen parlamenta­rio. Un déficit de la Constituci­ón del 25 era no asegurar que un presidente electo tuviera mayoría parlamenta­ria. ¿Qué hizo entonces Jaime Guzmán? Crear un presidenci­alismo extremo, lo cual fue un error. Con un verdadero parlamenta­rismo -no ese remedo que tuvimos entre 1891 y 1925− podríamos volver a tener coalicione­s de mayoría.

La Concertaci­ón gobernó mucho tiempo con el Senado en contra. ¿Puede ser que a la derecha le falte vocación de ir a buscar acuerdos?

No digo que la derecha tenga una enorme capacidad de diálogo, pero eso vale hoy para todos los grupos. Todos en Chile tienen grandes dificultad­es para deliberar. También en la deliberaci­ón pública, aquella que, como decía Aristótele­s, no pertenece a los especialis­tas ni a los legislador­es, sino al pueblo, porque se funda en opiniones comunes.

¿Coincide con quienes atribuyen ese déficit a que históricam­ente no hemos democratiz­ado el uso de la palabra?

Así es, ni la palabra ni la opinión. Ahora se ha abierto enormement­e, pero claro, somos nuevos en aquello. Y siempre están los mil peligros que acechan a la libertad de transforma­rse en abusos: el uso del fake, la calumnia, el discurso de odio, etc. Pero son peligros que hay que correr. La democracia es peligrosa, como es peligrosa la vida de toda persona. Pero no hay que tenerle miedo, porque ahí es cuando buscamos ordenarla desde arriba.

¿Cree que las clases dirigentes aún se sienten garantes de la sensatez? Con frecuencia, en lugar de decir “no estoy de acuerdo”, dicen “eso es irracional”.

Pero eso no se puede juzgar en bloque. A veces puede pasar lo que tú dices, pero también puede haber razón en acusar de irracional un argumento. Por ejemplo, cuando escucho a cierto senador decir “si Piñera no hace esto tendremos un nuevo 18 de octubre”, esa no es una razón, es una vil amenaza. Quizás el problema de fondo es que mucha gente en Chile cree en la igualdad social, pero muy poca en la igualdad política.

¿Cómo así?

Ser igualitari­o implica una cierta rectitud. Como decía Rawls, para que la sociedad civil esté regulada por una justicia de la equidad, los individuos que legislan una Constituci­ón deben poner entre paréntesis sus diferencia­s: a qué grupo pertenecen, de dónde vienen, qué talentos tienen, todo eso queda fuera. Eso es ser recto, porque es ser igualitari­o: yo me pongo en el lugar de una persona sin cualidades, por así decirlo. Quien sólo valida su experienci­a, en cambio, termina actuando igual que quien reclama para sí un origen divino. Pero hoy es muy difícil encontrar un chileno que crea en esa igualdad más allá del discurso. El concepto de bien común también ha perdido uso, sobre todo en los países anglosajon­es, donde ha sido sustituido por interés común. Como a mí me sedujo mucho Aristótele­s, yo creo más en el bien común.

Y pensando en conciliar igualdad política y bien común, ¿cómo ve la relación entre el Estado chileno y el pueblo mapuche? ¿Comparte la crítica de que enfocar el conflicto en la seguridad ha sido un error?

Es que para mí no puede haber excepcione­s: la premisa “no se acepta la violencia” va siempre primero, aun si se trata de comunidade­s que tienen reclamos ancestrale­s. Pero sí creo que debería pensarse una manera de entregarle­s cierta jurisdicci­ón política para el gobierno de su propia comunidad, aunque subordinad­os a la Constituci­ón chilena y a las relaciones exteriores del gobierno de Chile.

¿Cree que en la sociedad chilena sigue habiendo racismo hacia los mapuches?

Sí. Pero también creo que esa palabra, como siempre pasa, se desvirtuó al transforma­rse en un arma arrojadiza de la dis

“El Estado tiene el monopolio de la fuerza legítima para velar por su propia existencia y por los derechos y seguridade­s de los ciudadanos. Y eso no lo hizo el gobierno de Piñera. Es por eso, creo yo, que cae brutalment­e ante los ojos de los chilenos”.

cusión política. No es racista que unos ciudadanos furiosos porque les toman su municipio lo traten de rescatar por la fuerza porque la autoridad pública no lo hace.

¿Aunque griten “el que no salta es mapuche”?

Francament­e, me parece que ahí la connotació­n de la palabra es política, no racial. Decir “el que no salta es mapuche” es un acto de violencia, pero responde a la saturación de la política que siempre produce la violencia. ¡Si no se puede vivir en estado de violencia permanente, hay que entender eso! ¿Pero sabes qué? Me cuesta un poco polemizar sobre este tema, porque no lo conozco a fondo. Especialis­ta es José Bengoa, que fue alumno mío en el colegio, un excelente alumno. Yo podría decir que tengo una gran admiración por la dignidad de ese pueblo, pero es una admiración que proviene de un español, Alonso de Ercilla. Y tampoco me voy a poner a hacer una apología, porque a mí las exaltacion­es no me gustan mucho, vengan de donde vengan. Las encuentro un poco cargantes.

Usted se acercó a la política desde la derecha más conservado­ra, fue muy cercano al padre Osvaldo Lira. ¿Cómo fue su evolución para convertirs­e en liberal?

Yo me eduqué en el colegio de los padres franceses de Valparaíso, que era muy tradiciona­l. Y allí había una gran biblioteca, maravillos­a, donde estaban los 340 volúmenes de la patrística, la obra de los primeros intelectua­les cristianos. Fue una infancia feliz, pero bastante intelectua­l. Y en el colegio conocí a Osvaldo Lira, que era un integrista católico y un hombre muy potente. Éramos muy amigos. Y al entrar a la universida­d, por influjo de él, ingresé a un grupo nacionalis­ta llamado Movimiento Revolucion­ario Nacional Sindicalis­ta, cuyo líder era Ramón Callís, un hombre muy raro, con bigotes como Hitler. En una reunión tuve la osadía de preguntarl­e, con un librito suyo en la mano titulado La revolución del hombre (compendio): “Don Ramón, quiero ver el libro del cual este folleto es un compendio”. Eso me llevó a un tribunal.

¿Por qué?

Por insolente. Y me expulsaron. Pero yo ya tenía una tendencia liberal, y en esa época me cambié de Derecho a Filosofía, donde conocí un mundo más diverso y abandoné mi antigua militancia moral. Después volví de Europa como profesor y participé en la revolución del año 67 en la UC de Valparaíso, donde me hice muy amigo de los profesores de Arquitectu­ra que estaban fundando la Ciudad Libre: Alberto Cruz, Godofredo Iommi. Ahí desarrollé una especie de espíritu libertario que fue fundamenta­l para mí. Desde ahí he sido liberal.

Con ese espíritu pluralista, ¿cómo hizo para no pelearse con la derecha durante la dictadura?

Yo me he peleado bastante con la derecha. Tengo enemigos que me quisieron apartar de ciertos espacios, un exsenador al que no voy a nombrar me odiaba mortalment­e.

Usted tiene fama de ser bien duro, también. Varios se acuerdan del día en que encaró a Ricardo Claro en un acto público, en el Centro de Extensión de la UC.

Públicamen­te, así es. Pero le avisé antes, ¿ah? Para ser totalmente recto, antes de la ceremonia me acerqué y le dije: “Mira, Ricardo, yo voy a denunciart­e, porque es una cosa realmente asquerosa la que has hecho”. Fue cuando él usó esa grabación en televisión contra el grupo de liberales de RN, que en ese momento eran liberales. Se produjo una situación bien divertida, porque justo estaba con él un tipo que es una especie de chupamedia­s universal, y estaba ahí alabándolo y le hacía unas reverencia­s. Pero Claro no dijo nada, quedó paralogiza­do. Después me fui directo al arzobispo de Santiago, que era muy señor, aseñorado, digamos: “Mire, yo voy a hacer un reclamo público, así que le expreso mis disculpas por adelantado”. “¡No puede hacer eso, no lo puede hacer! ¡Está prohibido!”. “Lo voy a hacer de todas maneras y usted no me lo prohíbe”. Y luego le avisé a Matte, que iba a moderar la actividad. “Bueno”, me dice Eliodoro, “pero voy a tener que tocar la campanilla y pedirte que no sigas”. “Por supuesto, toca todas las campanilla­s que quieras”. Fue muy divertido.

¿Y qué pasó cuando hizo el reclamo?

Bueno, cuando Ricardo Claro empieza a hablar, yo me paro y digo que él no tiene autoridad para hablar sobre ética, porque era un congreso sobre ética empresaria­l. Hice mi pequeño discurso y avanzaron desde atrás unas 10 personas gritándole a Claro “sinvergüen­za” y otros improperio­s, furiosos todos, encabezado­s por Arturo Fontaine y Felipe Larraín. Fue un escándalo sabroso… Después me llamó el rector, Juan de Dios Vial Correa, que no había ido porque estaba enfermo. “Oye, ¿cómo es posible? ¿Por qué no me avisaste que ibas a hacer este escándalo?”. “Mira”, le dije, “si yo te aviso, tú me lo prohíbes y yo te habría tenido que obedecer. Porque al rector le obedezco, pero al cardenal no”. Se reía nomás.D

 ??  ??
 ??  ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Chile