La promesa incumplida
No está muy claro en qué momento la pregunta de quién soy, o el tema de las identidades, pasó a dominar el discurso de los partidos políticos, sobre todo en la izquierda. Debe haber sido cuando, a raíz de la caída del Muro, varias de esas colectividades quedaron sin repertorio para reaccionar a la bancarrota ideológica que les significó el fracaso de los socialismos reales y, también, cuando los movimientos sociales articulados en torno a demandas específicas (causas ambientales, étnicas, educacionales, de género, urbanas, regionales) adquirieron en la vida pública un protagonismo que hasta entonces no tenían.
En sus orígenes, el Frente Amplio les debió mucho a estos fenómenos. Varios de sus líderes se templaron precisamente en esas canchas, muy especialmente en la demanda de universidad gratis que remeció al país el año 2011. De allí surgieron varias figuras que saltaron de la noche a la mañana de silla de clases al escaño parlamentario. Los primeros en hacerlo fueron Gabriel Boric, que había dirigido el centro de alumnos de Derecho en la Chile, y Giorgio Jackson, que venía de la Feuc. A ellos se les unieron varios otros en las elecciones siguientes. Cual más cual menos, todos llegaron a renovar la política, a desahuciar las antiguas prácticas, a modernizar las demandas de la izquierda, a expurgar los sesgos de clase que muchas veces tenían los partidos tradicionales del sector, puesto que la mayoría provenía de buenos colegios y tenía niveles educacionales superiores a la media de la militancia política chilena.
El Frente Amplio hizo un estreno en grande, sobre todo en la última elección general, luego de que su candidata presidencial, Beatriz Sánchez, lograra el 20% de los votos en primera vuelta y los partidos del bloque, con el 16% de la votación, lograran elegir 20 diputados y un senador. En ese momento la coalición instaló en la política chilena una promesa de sencillez, transparencia e integridad que, aparte de alejarlos de la chaqueta y corbata que se usaba en el Parlamento, se manifestó en mayor informalidad, en el trabajo en mangas de camisa o en polera y en un abierto desafío a los viejos ritos de la política republicana.
Durante toda la actual legislatura el Frente Amplio ha estado en busca de su destino, y vaya que le ha sido difícil encontrarlo. Difícil porque, además, parecía tenerlo todo a su favor. Eso es lo raro. De hecho, lo que primero llamó la atención es que el sector no haya logrado capitalizar, al menos no en las proporciones que sus propios dirigentes y distintos analistas esperaban, el descontento social que se manifestó en las revueltas de fines del año pasado. Algo de eso, por cierto, el Frente capturó, pero solo en zonas muy específicas y que no dieron para establecer una correlación certera y general. Se les vio en la Plaza Ñuñoa, en el barrio Italia, en Apoquindo arriba y, en general, en el Chile más expuesto a la modernidad del pantalón corto, el WhatsApp, Instagram y la bicicleta. Obviamente, el fenómeno del descontento estuvo más extendido que eso.
El otro rasgo intrigante del bloque fue su diversidad y la gran cantidad movimientos sociales que acudieron a su convocatoria. La diversidad siempre ha sido una ventaja para una coalición, pero combinada con una multiplicidad de movimientos ciudadanos más o menos erráticos, sin duda que introdujo problemas de gobernabilidad. Según Wikipedia, el bloque reúne a cinco partidos (Revolución Democrática, que tiene cinco diputados y un senador; Convergencia Social, con cuatro diputados; Comunes, con dos; Movimiento Unir, con uno, y Fuerza Común, de Fernando Atria, que no tiene parlamentarios). El mismo sitio identifica otros ocho partidos y organizaciones que se retiraron del Frente y dice que hubo fusiones en seis movimientos y organizaciones asociadas a las colectividades que aún lo forman. El mapeo es una sopa de letras, de siglas, de acrósticos, de nombres largos y rimbombantes que ni siquiera la gente más memoriosa podría retener.
El capítulo más reciente de la historia del Frente Amplio contempla la deserción del Partido Liberal, la renuncia de otros dos parlamentarios a Revolución Democrática y la opción de una alianza con el PC, por lejos el partido menos renovado de la escena política y que esta misma semana felicitó a Nicolás Maduro por su triunfo en las recientes elecciones legislativas venezolanas. Nada de esto, desde luego, es especialmente prometedor. Es obvio que algo de la promesa inicial se frustró y que en algún momento el viento fresco dejó de soplar. Hoy parecen tener más importancia las pulsiones divisionistas que la unidad y nadie puede saber hasta cuándo y hasta dónde el discurso de la identidad seguirá fragmentando al sector.
El divisionismo puede ser un mecanismo atendible para definir identidades o afinidades en el proceso psicológico de madurez. Pero, desde la perspectiva política, es más una patología que otra cosa.