Proyectos nacionales
No parece haber persona, grupo político o cultural en el Chile de hoy que esté pensando, menos proponiendo, un proyecto con alcance nacional sin distingos, los que siempre habrá, por supuesto, de clase, ideológicos, territoriales, étnicos, sexuales... Una diversidad imposible de conciliar, sin embargo, con metas comunes. Lo estamos viendo. Que cada uno presione, reivindique lo suyo por su cuenta, impide que nos entendamos y convivamos en armonía.
En su momento, tuvimos proyectos que abarcaron un amplio arco. Constituirnos en una república después de la Independencia, el más obvio. Guerras con vecinos durante el siglo XIX cohesionaron al país; sirvieron para expandirnos y asegurarnos riquezas (triunfos que sin una institucionalidad consolidada muy temprano no habrían sido posibles). Otro tanto ocurre con la educación pública, hasta bien adentrado el siglo XX. Corfo y su fomento industrial es quizás el último gran proyecto: comprende el más amplio consenso político alcanzado en Chile, desde la derecha y el empresariado hasta sindicatos comunistas. Tampoco olvidemos nuestra reflexión histórica de cuño decimonónico, y la poesía del XX, que es como hemos imaginado este país, y trascendido además intelectual y artísticamente.
Está visto entonces que hasta antes de los años 60 fue posible pensarnos como un todo común. ¿Qué pasa después? Según la tesis más ecuánime que disponemos, siguió habiendo proyectos, los más ambiciosos, revolucionarios de nuestra historia sin duda, pero cada fuerza detrás (DC, UP y dictadura), al reclamar para sí la definición de sus términos y su exclusiva dirección, terminó generando una modalidad diametralmente distinta, lo que debiera resultarnos familiar. Su legitimación es la misma de hoy: soberanía absoluta, intransable, habiendo necesidades de por medio y el Pueblo o Nación supuestamente exigiéndola. De ahí la suma fe en elecciones plebiscitarias (arreglan el naipe), se juegue la carta de las movilizaciones por fuera del sistema establecido, se crea que las mayorías serán siempre confiables, nunca erráticas, y el desorden a lo sumo un pecado venial. ¡Qué temeridad!
Y la Constitución, ¿por qué no podríamos entenderla como un proyecto nacional? Algo de eso hay en el ánimo de la “gente”. Sucede, sin embargo, que esa intención no calza con el carácter más bien instrumental que siempre se ha conferido a las constituciones, y de plantearse en términos programáticos, es muy posible que termine pareciéndose a la variante proyectual, excluyente y sectaria de la segunda mitad del siglo XX, culminando en fracaso y frustración. No es el caso de los auténticos proyectos nacionales que mencionábamos. Es que meras tácticas en hacerse del poder jamás suplirán el no tener altura de miras, y aunque suene extraño oírlo decir, la política puede ser noble.