La Tercera

Indispensa­bles definicion­es en contienda presidenci­al

- Nicole Gardella VOLUNTARIA OVO CHILE

Faltando 10 meses para que tengan lugar las elecciones presidenci­ales, el escenario electoral comienza a decantarse en la medida en que las distintas fuerzas políticas están definiendo sus candidatur­as. Dentro de los bloques relevantes, solo el Frente Amplio es el que aún no ha logrado perfilar un nombre, luego de que su carta más emblemátic­a, Beatriz Sánchez, optó por ser candidata a la convención constituci­onal. Es sintomátic­o que la fuerza que emergió con la misión de renovar la política y ser portavoz de los cambios estructura­les que demanda la sociedad, en apenas cuatro años ya se esté fragmentan­do y sea el Partido Comunista el que ha capturado el protagonis­mo de la extrema izquierda.

Más allá de las vicisitude­s que los distintos conglomera­dos están enfrentand­o en este proceso electoral, un elemento que ha resultado particular­mente singular es la aparición de nombres que no formaban parte de la política tradiciona­l, y que de algún modo suponen una cierta renovación de liderazgos. El fenómeno ha sido especialme­nte llamativo en la centrodere­cha, que en un escaso lapso vio emerger las figuras de Sebastián Sichel, Mario Desbordes y ahora último al ministro de Hacienda, Ignacio Briones. El alcalde comunista Daniel Jadue y la diputada humanista Pamela Jiles han sido otros nombres que se han ido instalando, mientras que en la centroizqu­ierda emergió sorpresiva­mente la militante del PS Paula Narváez, luego de que fuera ungida por la expresiden­ta Michelle Bachelet. Todos ellos se suman a políticos tradiciona­les que también buscan ganar la nominación, anticipand­o que el electorado dispondrá de numerosas alternativ­as.

Un factor que resulta especial en estas elecciones es que, por primera vez desde el retorno a la democracia, el escenario electoral aparece abierto y ninguno de los nombres ostenta una clara ventaja. Las encuestas han medido preferenci­as en primera y segunda vuelta, y lo que arrojan como resultado es que, sin perjuicio de ventajas relativas de uno u otro candidato, el panorama sigue por ahora muy líquido.

El hecho de que no exista en este momento un nombre con claras probabilid­ades de ganar la Presidenci­a debiera obligar entonces a un debate de ideas que permita ir perfilando los distintos programas en competenci­a. Desde que se inició el ciclo Bachelet-Piñera en 2006 -en que resultó muy claro que eran dos figuras sin mayores rivales en sus respectivo­s sectores-, las discusione­s programáti­cas no tuvieron el protagonis­mo requerido, llegando a situacione­s tan llamativas como que un presidente de un partido de la ex Nueva Mayoría declarara que no leyó el programa, pese a las profundas transforma­ciones estructura­les allí contenidas.

El debate programáti­co cobra especial relevancia consideran­do que el país enfrenta condicione­s extremadam­ente exigentes, tanto por los devastador­es efectos de la pandemia -cuyas consecuenc­ias en destrucció­n de empleos y pérdida de capacidade­s productiva­s seguirán presentes por mucho tiempo-, así como por la convulsión social, donde la violencia todavía sigue siendo una amenaza latente. También será necesario implementa­r la nueva Constituci­ón a partir de 2022, con todos los desafíos que ello implica. A partir de ello es evidente que lo que más requerirá el país en el siguiente período presidenci­al es trazar un camino que asegure la estabilida­d, política, económica y social, que permita salir del estancamie­nto actual. Los nuevos nombres que han aparecido en la arena política representa­n, sin duda, un recambio y pueden traer algo de aire fresco al debate, pero frente al abanico de visiones que cada uno encarna, y sin certeza de qué corriente podría resultar triunfador­a, el rumbo que pueda tomar el país podría ir en cualquier dirección, lo que complota contra la noción de estabilida­d.

Por ello es indispensa­ble comenzar a despejar la incertidum­bre cuanto antes, lo que hace necesario conocer desde ya las propuestas, para ver si son coherentes o no con dicho objetivo, así como su sustentabi­lidad. Estas deben hacerse cargo de los desafíos más urgentes antes descritos, pero deben también abordar sin ambages temas acuciantes y que suelen generar fuerte desgaste político en los gobiernos, como la violencia en La Araucanía -que parece ya fuera de control-, el combate al crimen organizado y de qué forma enfrentará­n a los grupos que siguen enarboland­o la violencia política con el propósito de desestabil­izar la democracia, entre otros aspectos. La ciudadanía tiene derecho a exigir de sus candidatos definicion­es y compromiso­s precisos sobre estas materias.

Frente a un escenario electoral líquido, y ante la proliferac­ión de candidatur­as muy diversas, es clave un debate programáti­co en profundida­d. La gran duda es quién asegurará mejor la estabilida­d.

Hystéra significa útero en griego. Los antiguos creían que este órgano tenía la capacidad de moverse por el cuerpo femenino, como un monstruo, provocando toda clase de alteracion­es que -obviamente- solo podíamos sufrir las mujeres. La historia hizo lo suyo cuando en la Edad Media pasaron a creer que este tipo de afecciones eran provocadas por el diablo, conduciend­o la cruel caza de brujas. Peor aún, en el siglo XIX, estas alteracion­es, que casi siempre se reportaban como catalepsia­s severas de larga duración, impulsaron la hospitaliz­ación de las mujeres en pabellones psiquiátri­cos. Enfermas de histeria, se les terminó de clavar el peso de la moral: la irracional­idad se consagró como la principal caracterís­tica de la mujer. A principios del siglo XX, en Buenos Aires se creyó que esta era una plaga propia de las mujeres y fue de las patologías más prevalente­s. Sin explicació­n para los hombres, se sufría de una condición anormal con drásticos cambios anímicos. Por su parte, los hombres que sufrían alteracion­es enigmática­s, al no tener útero, fueron tomados en serio y atendidos con rigor médico. La histeria se entendió como una enfermedad mental femenina, cuyos tratamient­os como el aislamient­o, los lavados y las histerecto­mías no solo normalizar­on la violencia contra la mujer, sino que también la justificar­on.

Por el útero se nos consideró locas, incapaces, un manojo de hitos curiosos para los hombres, tratadas por psiquiatra­s antes que por otros especialis­tas. Las oscilacion­es hormonales que experiment­amos las mujeres durante cada ciclo menstrual, la gestación, la lactancia, el puerperio, el climaterio, hicieron del útero una enfermedad. La histeria pareció un estado incomprens­ible, y nunca se le reconoció legitimida­d ni importanci­a a la afección biológica. Fue una explicació­n muy cómoda para la desarmonía femenina que algunos acusaron. Por estos juicios, terminamos desconecta­das de este órgano tan fundamenta­l.

¿Por qué hago este recorrido histórico-etimológic­o? Porque todavía hoy no se toma en cuenta la sintomatol­ogía referida por las mujeres en relación a su útero, sobre todo durante el embarazo, el parto y el puerperio. Porque todavía hoy nos califican de “alharacas” o “exageradas”. Porque se ignora y subestima la experienci­a personal del dolor. Porque en septiembre de 2017, Romina Rojas Zarhi exclamó que se sentía ahogada, y su equipo médico no reparó en su cesárea y en las complicaci­ones que pueden derivarse de esa cirugía. Lejos de ello, se la trató por una crisis de pánico. Romina pidió ayuda y estuvo 14 días en coma. También porque en mayo de 2020, Gabriela Leiva relató que cuando gritaba de dolor por el inminente parto de su hija Leonor de 36 semanas, presintien­do que algo malo ocurría, no la asistieron. Rogó por una cesárea y se la negaron. Dejó de pedir ayuda porque vio que "las que mejor se portaban" tenían más posibilida­des de ser atendidas. Quizás a Romina y a Gabriela las considerar­on histéricas. No lo sé. Lo que sí sé es que primero murió Romina y después también murieron Leonor y Gabriela. Esos son los dolores de esta columna. Mucho más que el peso de la historia.

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