Indispensables definiciones en contienda presidencial
Faltando 10 meses para que tengan lugar las elecciones presidenciales, el escenario electoral comienza a decantarse en la medida en que las distintas fuerzas políticas están definiendo sus candidaturas. Dentro de los bloques relevantes, solo el Frente Amplio es el que aún no ha logrado perfilar un nombre, luego de que su carta más emblemática, Beatriz Sánchez, optó por ser candidata a la convención constitucional. Es sintomático que la fuerza que emergió con la misión de renovar la política y ser portavoz de los cambios estructurales que demanda la sociedad, en apenas cuatro años ya se esté fragmentando y sea el Partido Comunista el que ha capturado el protagonismo de la extrema izquierda.
Más allá de las vicisitudes que los distintos conglomerados están enfrentando en este proceso electoral, un elemento que ha resultado particularmente singular es la aparición de nombres que no formaban parte de la política tradicional, y que de algún modo suponen una cierta renovación de liderazgos. El fenómeno ha sido especialmente llamativo en la centroderecha, que en un escaso lapso vio emerger las figuras de Sebastián Sichel, Mario Desbordes y ahora último al ministro de Hacienda, Ignacio Briones. El alcalde comunista Daniel Jadue y la diputada humanista Pamela Jiles han sido otros nombres que se han ido instalando, mientras que en la centroizquierda emergió sorpresivamente la militante del PS Paula Narváez, luego de que fuera ungida por la expresidenta Michelle Bachelet. Todos ellos se suman a políticos tradicionales que también buscan ganar la nominación, anticipando que el electorado dispondrá de numerosas alternativas.
Un factor que resulta especial en estas elecciones es que, por primera vez desde el retorno a la democracia, el escenario electoral aparece abierto y ninguno de los nombres ostenta una clara ventaja. Las encuestas han medido preferencias en primera y segunda vuelta, y lo que arrojan como resultado es que, sin perjuicio de ventajas relativas de uno u otro candidato, el panorama sigue por ahora muy líquido.
El hecho de que no exista en este momento un nombre con claras probabilidades de ganar la Presidencia debiera obligar entonces a un debate de ideas que permita ir perfilando los distintos programas en competencia. Desde que se inició el ciclo Bachelet-Piñera en 2006 -en que resultó muy claro que eran dos figuras sin mayores rivales en sus respectivos sectores-, las discusiones programáticas no tuvieron el protagonismo requerido, llegando a situaciones tan llamativas como que un presidente de un partido de la ex Nueva Mayoría declarara que no leyó el programa, pese a las profundas transformaciones estructurales allí contenidas.
El debate programático cobra especial relevancia considerando que el país enfrenta condiciones extremadamente exigentes, tanto por los devastadores efectos de la pandemia -cuyas consecuencias en destrucción de empleos y pérdida de capacidades productivas seguirán presentes por mucho tiempo-, así como por la convulsión social, donde la violencia todavía sigue siendo una amenaza latente. También será necesario implementar la nueva Constitución a partir de 2022, con todos los desafíos que ello implica. A partir de ello es evidente que lo que más requerirá el país en el siguiente período presidencial es trazar un camino que asegure la estabilidad, política, económica y social, que permita salir del estancamiento actual. Los nuevos nombres que han aparecido en la arena política representan, sin duda, un recambio y pueden traer algo de aire fresco al debate, pero frente al abanico de visiones que cada uno encarna, y sin certeza de qué corriente podría resultar triunfadora, el rumbo que pueda tomar el país podría ir en cualquier dirección, lo que complota contra la noción de estabilidad.
Por ello es indispensable comenzar a despejar la incertidumbre cuanto antes, lo que hace necesario conocer desde ya las propuestas, para ver si son coherentes o no con dicho objetivo, así como su sustentabilidad. Estas deben hacerse cargo de los desafíos más urgentes antes descritos, pero deben también abordar sin ambages temas acuciantes y que suelen generar fuerte desgaste político en los gobiernos, como la violencia en La Araucanía -que parece ya fuera de control-, el combate al crimen organizado y de qué forma enfrentarán a los grupos que siguen enarbolando la violencia política con el propósito de desestabilizar la democracia, entre otros aspectos. La ciudadanía tiene derecho a exigir de sus candidatos definiciones y compromisos precisos sobre estas materias.
Frente a un escenario electoral líquido, y ante la proliferación de candidaturas muy diversas, es clave un debate programático en profundidad. La gran duda es quién asegurará mejor la estabilidad.
Hystéra significa útero en griego. Los antiguos creían que este órgano tenía la capacidad de moverse por el cuerpo femenino, como un monstruo, provocando toda clase de alteraciones que -obviamente- solo podíamos sufrir las mujeres. La historia hizo lo suyo cuando en la Edad Media pasaron a creer que este tipo de afecciones eran provocadas por el diablo, conduciendo la cruel caza de brujas. Peor aún, en el siglo XIX, estas alteraciones, que casi siempre se reportaban como catalepsias severas de larga duración, impulsaron la hospitalización de las mujeres en pabellones psiquiátricos. Enfermas de histeria, se les terminó de clavar el peso de la moral: la irracionalidad se consagró como la principal característica de la mujer. A principios del siglo XX, en Buenos Aires se creyó que esta era una plaga propia de las mujeres y fue de las patologías más prevalentes. Sin explicación para los hombres, se sufría de una condición anormal con drásticos cambios anímicos. Por su parte, los hombres que sufrían alteraciones enigmáticas, al no tener útero, fueron tomados en serio y atendidos con rigor médico. La histeria se entendió como una enfermedad mental femenina, cuyos tratamientos como el aislamiento, los lavados y las histerectomías no solo normalizaron la violencia contra la mujer, sino que también la justificaron.
Por el útero se nos consideró locas, incapaces, un manojo de hitos curiosos para los hombres, tratadas por psiquiatras antes que por otros especialistas. Las oscilaciones hormonales que experimentamos las mujeres durante cada ciclo menstrual, la gestación, la lactancia, el puerperio, el climaterio, hicieron del útero una enfermedad. La histeria pareció un estado incomprensible, y nunca se le reconoció legitimidad ni importancia a la afección biológica. Fue una explicación muy cómoda para la desarmonía femenina que algunos acusaron. Por estos juicios, terminamos desconectadas de este órgano tan fundamental.
¿Por qué hago este recorrido histórico-etimológico? Porque todavía hoy no se toma en cuenta la sintomatología referida por las mujeres en relación a su útero, sobre todo durante el embarazo, el parto y el puerperio. Porque todavía hoy nos califican de “alharacas” o “exageradas”. Porque se ignora y subestima la experiencia personal del dolor. Porque en septiembre de 2017, Romina Rojas Zarhi exclamó que se sentía ahogada, y su equipo médico no reparó en su cesárea y en las complicaciones que pueden derivarse de esa cirugía. Lejos de ello, se la trató por una crisis de pánico. Romina pidió ayuda y estuvo 14 días en coma. También porque en mayo de 2020, Gabriela Leiva relató que cuando gritaba de dolor por el inminente parto de su hija Leonor de 36 semanas, presintiendo que algo malo ocurría, no la asistieron. Rogó por una cesárea y se la negaron. Dejó de pedir ayuda porque vio que "las que mejor se portaban" tenían más posibilidades de ser atendidas. Quizás a Romina y a Gabriela las consideraron histéricas. No lo sé. Lo que sí sé es que primero murió Romina y después también murieron Leonor y Gabriela. Esos son los dolores de esta columna. Mucho más que el peso de la historia.