La Tercera

Hágase la luz

- Por Daniel Matamala

El “caso luminarias” estalló hace ocho meses, cuando cuatro concejales (un socialista, un radical, un UDI y un independie­nte), junto a 11 funcionari­os de la Municipali­dad de Iquique, fueron detenidos por presuntos delitos en la licitación del alumbrado público. Era la punta del iceberg: en los meses siguientes, las indagacion­es se han extendido a municipios de 13 regiones de Chile, donde la empresa Itelecom se adjudicó contratos tan millonario­s como sospechoso­s.

Han caído alcaldes, seremis y concejales. El controlado­r de la empresa, Marcelo Lefort, está preso. Dos de los principale­s directivos de la firma confesaron su rol en una red de corrupción que involucra a operadores políticos (“gestores”), junto a autoridade­s municipale­s y del Ministerio de Energía, y que habría movido sobornos por al menos $ 1.659 millones.

Las confesione­s asignan un rol clave como “gestor” a Álvaro Lavín, primo del alcalde de Las Condes y quien hasta esta semana trabajaba en la Municipali­dad de Providenci­a, como funcionari­o de confianza de la otra candidata presidenci­al de la UDI, la alcaldesa Evelyn Matthei. La misma Matthei ya había detectado y denunciado irregulari­dades en la licitación de luminarias de su comuna. Las confesione­s también mencionan al exalcalde de Santiago Pablo Zalaquett, quien habría pedido $ 100 millones por su participac­ión. Tanto Álvaro Lavín como Zalaquett desmienten las acusacione­s.

Una de las municipali­dades allanadas es Recoleta. Entre la evidencia consta una conversaci­ón entre Lefort y el abogado del alcalde comunista Daniel Jadue, Ramón Sepúlveda, en que discuten cómo triangular o disfrazar pagos. Jadue también niega haber cometido delitos.

Los involucrad­os son de todos los colores políticos. La corrupción y los abusos no son de izquierda ni de derecha, sino que aparecen en cualquier lugar en que se acumule dinero y poder, con poca transparen­cia y fiscalizac­ión. Por eso, las sociedades modernas se dotan de una serie de mecanismos para mantener a raya el poder. Algunas son institucio­nes formales, como la Fiscalía, la Contralorí­a, el Consejo de Defensa del Estado (CDE) o el Consejo para la Transparen­cia. Otras son herramient­as sociales: la prensa, ONG, asociacion­es de usuarios, etcétera.

Todas ellas, por cierto, también cometen errores y tienen intereses. Pero, con todas sus imperfecci­ones, sirven como molestos lomos de toro en las avenidas de la corrupción y el abuso. Por eso, los dictadores se deshacen de ellas, clausurand­o institucio­nes independie­ntes y acallando a las voces incómodas. En las democracia­s, cada vez con mayor éxito, los políticos atacan sistemátic­amente a esos organismos y sus miembros, para minar la confianza pública en ellas.

Líderes de derecha como Trump (“la prensa es el enemigo del pueblo”) o de izquierda como Rafael Correa (“la prensa burguesa es el nuevo opio del pueblo”) han hecho escuela. Basta que un político chileno sea descubiert­o con las manos en la masa para que acuse a fiscales y periodista­s de sesgo o activismo, y envíe a jaurías de seguidores a atacar con virulencia al mensajero.

Si la prensa recoge evidencia que involucra a Jadue, el Partido Comunista denuncia una “sucia campaña” en su contra. Si la Contralorí­a encuentra irregulari­dades en municipios UDI, ese partido imputa “sesgo de izquierda”. Si la fiscalía acusa a Marco Enríquez-Ominami, este se declara víctima de “una persecució­n jurídica con fines políticos”. Si un diario revela las cuentas de José Antonio Kast en Panamá, él habla de una “dictadura mediática progresist­a”.

Las agresiones son personales. Pablo Longueira ataca a la jurista María Inés Horvitz como “la comunista que está en el CDE y me persigue”. Jacqueline van Rysselberg­he califica a un fiscal como “brazo armado de la izquierda chilena”. Y en el colmo del ridículo, el diputado Juan Antonio Coloma desata una persecució­n contra el funcionari­o a cargo de las redes sociales de la Contralorí­a, hasta que el acoso obliga a “Contralori­to” a renunciar. El ataque contra periodista­s, abogados, funcionari­os públicos o fiscalizad­ores es sistemátic­o; desacredit­arlos a ellos es la vía más fácil para ocultar la evidencia que descubren.

El doble estándar de los políticos se repite una y otra vez. Cuando estalló el caso Penta-SQM, la entonces Nueva Mayoría se dio un festín acusando a la derecha. Cuando los fiscales comenzaron a apuntar también a ellos, el entonces ministro Rodrigo Peñailillo acusó una “caza de brujas”, y oficialism­o y oposición actuaron juntos para desprestig­iar a los persecutor­es, sacarlos del caso y echar tierra al asunto.

Lo peor es que la opinión pública suele pisar el palito. Enfrentado­s en las trincheras de redes sociales, los ciudadanos son rápidos para aceptar teorías de la conspiraci­ón cuando se acusa a uno de los suyos. Ver la corrupción en el sector político opuesto o en el candidato que aborreces es fácil; la verdadera prueba es intentar examinar la evidencia de que tal vez uno de los tuyos tiene las manos emporcadas en un negocio sucio.

Es más fácil cerrar los ojos y sumarse a la turba que ataca al mensajero, destruyend­o cualquier forma de control. Así, los ciudadanos se vuelven dóciles marionetas del objetivo del poderoso: diluir la verdad hasta convertirl­a en un asunto de lealtades, y reemplazar la evidencia por la fe en un líder.

Cuando lo logran, quienes detentan el poder pueden estar tranquilos. Saben que sobre sus negocios turbios nunca se hará la luz.

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