La apertura de colegios no puede esperar más
El proyecto que busca declarar los colegios como actividad esencial, de forma que se mantengan abiertos independiente de la etapa sanitaria en que se encuentren las comunas, debe no solo considerarse necesario, sino también prioritario a la luz de lo que está sucediendo con los estudiantes en el país. Existen ya abundantes estudios e indicadores respecto a que se trata de un grupo tremendamente castigado no solo en términos académicos, sino también en factores de salud mental, razón por la cual es momento de que las autoridades actúen en consecuencia y firmeza, para intentar remediar una situación que puede tener consecuencias lamentables para el futuro de toda una generación.
De ahí la importancia de la iniciativa que están trabajando los ministerios de Educación y Salud, que busca que todos los colegios retomen sus actividades sin interrupciones al regreso de las vacaciones de invierno, de forma que los alumnos puedan tener un segundo semestre completo, sin interrupciones por razones sanitarias, esto es, que sigan funcionando incluso si las comunas continúan en cuarentena. Como una forma de ir ganando tiempo, la cartera de Educación bien podría adelantar desde ya el inicio de las vacaciones de invierno -fijadas para mediados de julio-, aprovechando que buena parte del país se encuentra en cuarentena y por tanto las clases presenciales están suspendidas.
Esta es una medida que ya han adoptado muchos países, que viendo los desastrosos resultados que han tenido los cierres de los colegios, han sido firmes en promover la reapertura de estos, sin mediar excusa alguna. En Nueva York, por ejemplo, se acaba de prohibir la enseñanza “online”, medida que busca no solo dar una señal a los establecimientos educacionales, sino también a los padres, en el sentido de que la asistencia presencial será obligatoria. En Francia, el Presidente Macron acaba de anunciar que no permitirá que ninguna razón sanitaria impida el funcionamiento de los colegios en el país.
Son muchas las razones que avalan esta decisión. La primera es de índole académica. Existe suficiente evidencia de que la enseñanza remota, si bien fue un paliativo, ha sido un fracaso en términos de cumplir los objetivos mínimos de educación. Un reciente estudio realizado en Chile, mostró datos dramáticos al respecto. El aprendizaje no superó el 60% en ningún nivel educativo (40% en matemática), incluso en un currículum que fue adaptado a contenidos mínimos, algo que fue calificado como un “terremoto educacional”.
Pero el impacto va mucho más allá de lo académico. Ya se conocen diversos estudios que muestran el preocupante deterioro de la salud mental de los estudiantes, que alejados de sus colegios y grupos de referencia, han mostrado síntomas de depresión y escasa capacidad de concentración, entre otros problemas, situación que ha sido calificada como alarmante por la comunidad médica.
Todo esto sucede en un contexto en que ya se sabe que la apertura de los colegios no incide en la propagación del coronavirus, algo que está demostrado en todos los países, incluso en Chile, donde se tiene constancia que en los períodos en que los colegios han estado abiertos, la tasa de contagio no ha superado el 2%. Si a esto se suma que todos los profesores y funcionarios del sector escolar ya están vacunados, y que los mismos alumnos entre 12 y 17 años comenzarán a ser inoculados próximamente, entonces es claro que estamos frente a un riesgo muy acotado.
El objetivo de un pronto retorno a clases no se debe dejar influir por la negativa actitud del Colegio de Profesores y de algunos alcaldes, que negando toda evidencia al respecto, han mostrado no estar a la altura del desafío que implica retomar la actividad educacional, mostrando escasa empatía con los problemas que están afectando a niños y jóvenes del país.
Frente a esto, la actitud del Ministerio de Educación ha sido destacable, en el sentido de estar insistentemente buscando fórmulas para normalizar la actividad de los colegios; sin embargo, ha llegado el momento de que el gobierno como un todo actúe con firmeza al respecto, y asuma el regreso a clases como una prioridad central de su mandato, la que debe cristalizar cuanto antes.
Las pérdidas de aprendizaje y el impacto en la salud mental de los escolares han llegado a tal nivel que el retorno a clases presenciales en el segundo semestre es ya un
imperativo.
Llamamos a hacer efectiva la soberanía popular de la Constituyente, expresada tanto en el reglamento como en las normativas que debe darse, sin subordinarnos a un Acuerdo por la Paz que nunca suscribieron los pueblos. Lo afirmamos también respecto de toda institucionalidad de nuestro país, que habrá de someterse al fin a la deliberación popular”. Este es un extracto de la declaración de 34 convencionales electos que desconoce abiertamente los límites impuestos a la Convención Constitucional. El razonamiento que está en la base de esta declaración es el siguiente: la Convención es el órgano cuya tarea consiste en escribir la nueva Constitución. Una de las principales funciones de la Constitución es crear al Estado, definir sus atribuciones, obligaciones y límites. Los actuales poderes del Estado (Judicial, Ejecutivo y Legislativo) son vistos en una relación de subordinación respecto del poder originario, a saber, aquel que construirá la nueva Carta Magna. Hasta ahí, el razonamiento es impecable. Ex nihilo, el poder originario, fundante, sería la Convención. Ella sería soberana, es decir, su poder no tendría límites. ¿Pero dónde radicaría la legitimidad de dicha Convención? La historia nos enseña que por regla general las constituciones escritas ex nihilo fundan su legitimidad en la fuerza del vencedor y no en la voluntad de la mayoría.
El problema de la declaración de los 34 es que al negar la legitimidad a los actuales poderes del Estado hacen añicos su propio fundamento, olvidando su génesis. La Convención Constitucional tiene su origen en el Acuerdo por la Paz firmado el 15 de noviembre de 2019, pues ésta dio origen al plebiscito del 25 de octubre de 2020 y luego a la elección de convencionales el pasado 15 y 16 de mayo. El Congreso, los partidos políticos y el poder Ejecutivo posibilitaron la Convención y, por ende, ella debe su origen a estas instituciones del Estado. Si no se reconoce legitimidad a estas instituciones, entonces la legitimidad de la propia Convención se vería puesta en duda.
Se podría argumentar que los cambios que se realizaron a la elección de convencionales, a saber, paridad de género, escaños reservados para pueblos originarios y facilidad para los independientes, la convierte en una mejor representante de la voluntad popular. Sin embargo, los números no avalan esta posición. A pesar de lo trascendental de esta elección y de la cantidad de candidatos y listas, participó solo el 41,5% de los votantes habilitados para sufragar; significativamente menos que para las elecciones parlamentarias de 2017 y la segunda vuelta presidencial. En términos de representación popular, cerca de 6,7 millones de personas votaron en la elección del actual Congreso y más de 7 millones de personas lo hicieron por la segunda vuelta presidencial; mientras que por la actual Convención, solo votaron un poco más de 6 millones de personas. Por supuesto, la baja participación no le resta legitimidad al nuevo órgano, pero siempre es bueno tener presente que cerca del 60% de la población habilitada para votar no lo hizo. Es difícil interpretar a esa mayoría silenciosa, sin embargo, sería un fatal error ignorarla del todo.
La Convención Constitucional tiene una enorme tarea por delante. De ellos depende el éxito o fracaso de nuestra nueva Constitución. Los alaridos totalitarios claramente no ayudan al éxito de esta tarea. Como decía el sabio de Aristóteles, la frónesis (prudencia) es la mayor de las virtudes, especialmente en la vida en sociedad.