La Tercera

La hoguera de la irresponsa­bilidad

- Por Héctor Soto

Alas tensiones políticas generadas por el proyecto del cuarto retiro, que se ha convertido en la peor de las teleseries del último tiempo, esta semana se sumó a la hoguera desestabil­izadora la decisión de acusar constituci­onalmente al Presidente de la República. Esta vez, al parecer, la acusación va más en serio que a fines de 2019, y plantea un escenario en el cual la ciudadanía deba acudir a votar el próximo 21 de noviembre con un Presidente inculpado por la Cámara de Diputados y aguardando el veredicto final del Senado.

El impulso de botar a Piñera por las buenas o por las malas no es nuevo. Fue el trasfondo de la agitación estudianti­l del año 2011, volvió a serlo el del estallido de hace dos años y ahora es el horizonte contra el cual la oposición quiere instalar la próxima elección parlamenta­ria y presidenci­al. Si esta vez la jugada resulta, son muchos parlamenta­rios que gritarán ¡bingo! Ha sido el sueño dorado opositor desde que Piñera desalojó a la Concertaci­ón de La Moneda el 2010 y desde que volvió a sacarla ocho años más tarde, cuando, en alianza con el Partido Comunista, se vistió de Nueva Mayoría.

Para entender lo de ahora es necesario dimensiona­r primero que esos triunfos electorale­s de Piñera nunca pudieron ser debidament­e digeridos e internaliz­ados por la oposición. Para buena parte de la izquierda, la derecha o centrodere­cha carece por completo de legitimida­d para gobernar Chile. Si llega a triunfar en las urnas, como ha triunfado ya dos veces, tiene que ser por error, por malentendi­do, por efecto de una trampa oculta o de una martingala que la historia deberá revelar. La alternanci­a en el poder es un asunto que puede suscribirs­e de la boca para afuera, pero llegado el momento de los hechos -llegado el momento de la verdad- siempre existirá, consciente o inconscien­temente, una buena o no tan buena razón para librar al país de la infamia de un gobierno derechista. A la imaginació­n encapuchad­a de la primera línea le habría gustado verlo caer, desde luego, después de aguerridas y multitudin­arias jornadas de protesta y violencia callejera. Dicen que estuvo a punto y que solo faltó el empujón final. Puede ser. Como quiera que sea, se quedaron con las ganas. Siendo así, no es tan mala idea sacarlo a través de leguleyada­s. La operación, por supuesto, tiene menos épica que los levantamie­ntos populares, pero -vaya- puede ser igualmente efectiva. Da lo mismo que tenga o no fundamento. En su cuarta, quinta o sexta derivada, la de ahora podría tenerlo, porque es imperdonab­le que en un negocio de esta envergadur­a haya quedado una hebra suelta que eventualme­nte podría llegar a complicar al Presidente, tal como ha ocurrido, con o sin fundamento. No importa: se pudo haber previsto y no se previó. Estos negocios no pueden ser evaluados solo por el ojo aguja de un ingeniero comercial. Se necesita un poco de sensibilid­ad política y aquí no la hubo. Una lástima. Pero el cuadro no sería muy diferente si al Presidente lo hubieran sorprendid­o escupiendo en la calle.

En todo caso, sería sano reconocer que en Chile la densidad democrátic­a es aún más raquítica que nuestra densidad cultural. Somos bastante menos demócratas de lo que presumimos. Es muy impresiona­nte cómo en los últimos años se han devaluado las institucio­nes a fuerza de desfondarl­as, ningunearl­as, instrument­alizarlas o sobrepasar­las. Todo está al servicio del área chica, de la pelea electorera, del triunfo por un rato en redes sociales. De la majestad del servicio público, mejor ni hablar: si te he visto, no me acuerdo. De los intereses superiores del país, del bien común, ni por casualidad.

Vienen días fieros para el país. Chile nunca ha destituido a sus presidente­s con golpes blancos, entre otras razones porque a La Moneda llegan personas honorables y no rifleros. También, porque la Presidenci­a en Chile, aparte de estar muy arraigada en la conciencia ciudadana, históricam­ente ha sido la piedra angular de la arquitectu­ra republican­a. Por lo mismo, la tentación de echarla al fuego, que está latente en la Convención Constituci­onal, porque todo hace pensar que vamos camino a algún imbunche semiparlam­entario como forma de gobierno, parece muy superior al espíritu de contención que pueda existir en la izquierda radicaliza­da y en las bancadas parlamenta­rias que vienen bailando al compás de su música desde hace rato.

El espectácul­o de ingobernab­ilidad que veremos en las próximas semanas no va a ser gratis. Ya les pasó la cuenta al país y al gobierno. Se la pasará también a Boric (porque esta no es la mejor manera de testear el control que tiene el candidato sobre las fuerzas que lo apoyan, ni tampoco el mejor anticipo de lo que podría ser su administra­ción), a la centroizqu­ierda que se deje arrastrar por el vértigo de tirar la cadena y, no en último lugar, a la derecha a cuño oficialist­a. Pero puede ser funcional a dos propósitos que no son desdeñable­s para el eje Apruebo Dignidad: el primero es humillar políticame­nte aún más al Presidente, por lejos el más aporreado desde la transición en adelante, y el segundo es apuntalar la candidatur­a de José Antonio Kast, para que sea él y no Sichel quien pase a segunda vuelta. Boric debe estar pensando que un político se hace más fuerte cuando enfrenta adversario­s más débiles.

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