La Tercera

Indolencia, vacío y voracidad

- Por Oscar Contardo

Antes existía un país en el que un millonario podía decir, por ejemplo, que su fortuna no tenía nada que ver con el lugar en el que había nacido. Podía sostener que todo lo había logrado porque cuando era niño vendía pollitos y cuando adulto, compraba bancos, fundos y minas. Credencial­es suficiente­s para llegar a ser Presidente de la República. La lógica era simple y seductora: ¿Acaso un país no es una especie de empresa? Lo que necesitaba el Estado era acción y gestión. La candidatur­a de ese millonario no prosperó, pero la noción de autoridad política que sustentaba sí lo hizo. Mirada de lejos y en el papel, la metáfora del país como una empresa, ajena a la burocracia política, con un Presidente diestro en los negocios a cargo, parecía venida del futuro. Además, era solventada por escuadrone­s de expertos educados en ultramar en la ciencia de hacer dinero. Sin embargo, mirada en detalle, alcanzaba un inquietant­e parecido con vínculos de otro tipo, formas de convivenci­a antiguas, en donde la figura de ciudadanía republican­a se desdibuja a tal punto, que podría ser confundida fácilmente por relaciones de dependenci­a y sumisión. Bajo una cáscara discursiva de modernidad y progreso, alimentada por una prosperida­d económica nunca antes vista, hervía una pulsión colonial, que interpreta­ba las relaciones de quienes tenían el poder -económico y político- con el resto, en términos de servidumbr­e de señores encomender­os y encomendad­os, entre patrones e inquilinos. Había un territorio a explotar y una población destinada a ser mano de obra. La tradición indica que los señores nunca dan explicacio­nes, tampoco asumen responsabi­lidades, mucho menos reconocen errores. Las institucio­nes habían sido diseñadas para que así fuera.

En ese país que ya no existe, la confianza era sinónimo de pertenenci­a sin que a nadie le inquietara. No era algo que alguien debía ganarse, sino un asunto inherente al lugar en el mundo que ocupaba cada quien: la gente de confianza era la gente conocida, y viceversa; un puñado de círculos que se intersecta­n en distintos puntos. En ese país los generales no robaban, los grandes empresario­s no se coludían, los ministros y parlamenta­rios no mentían, los curas no violaban, los alcaldes no coimeaban, las salmoneras y las mineras no contaminab­an y a nadie se le negaba el agua. La modernidad era una envoltura de contactos adecuados que se activaban en una comida de caridad o en una oficina de Las Condes. La estabilida­d consistía en no alterar la fórmula, y tratar de cuadrar siempre los discursos de desarrollo y progreso con las prácticas de rígida tradición autoritari­a; calzar el culto a los méritos individual­es con las arbitrarie­dades de clasismo cotidiano o defender las virtudes del libre mercado, haciéndole­s trampa a sus principios más elementale­s con un capitalism­o de amigotes. Esa contradict­oria síntesis era posible, hasta que ya no lo fue más, porque el forcejeo entre los hechos y la representa­ción que de ellos hacían quienes estaban en el poder sobrepasó el límite de lo razonable, de lo psíquicame­nte tolerable. No se puede mentir y decir la verdad al mismo tiempo. Tampoco hacer negocios mientras se gobierna.

La crisis que comenzó hace dos años cambió de un modo del que aún no somos consciente­s las aspiracion­es de los chilenos y las chilenas y, sobre todo, la manera en que nos enfrentamo­s a las autoridade­s, las jerarquías y al poder en general. Eso ha sido un asunto más profundo que una adhesión ideológica o partidaria, es un cambio en la manera de autopercib­irse en el orden general de las cosas. No es casual que la palabra “dignidad” cobrara la significac­ión que cobró: quien reclama dignidad lo hace porque se siente tratado como un sujeto sin importanci­a, alguien a quien, por ejemplo, se le puede engañar con el precio de los medicament­os, de los alimentos o del gas, sin que ese timo tenga mayor consecuenc­ia. Colusiones organizada­s por los mismos círculos que exigen orden y mano dura sin jamás hacerse responsabl­es de lo que siembran. Un mundo que reclama condicione­s de estabilida­d social, por un lado, y hace trampa a la hora de cobrar lo que vende bajo condicione­s privilegia­das, con tal de incrementa­r aun más las contundent­es ganancias, aunque sea a costa de la pobreza ajena en medio de una pandemia y después de un estallido social. Ni hablar de pagar impuestos.

El Presidente Sebastián Piñera ganó una elección prometiend­o algo que no cumplió, en un país que ya no existe. Hubo una revuelta, una declaració­n de guerra, una crisis de derechos humanos. Nunca una autocrític­a, menos aun un gesto de humildad. A juzgar por las noticias de esta semana y la decisión de la fiscalía de abrir una investigac­ión en su contra por los negocios entre su familia y su mejor amigo, nada de lo sucedido ha sido lo suficiente­mente grave para este gobierno como para que evitara avanzar hacia algo peor.

Había maneras menos esperpénti­cas de cerrar un período presidenci­al cuyo principal legado hasta ahora ha sido demostrar con hechos el daño estructura­l que provoca la mezcla tóxica de indolencia política, vacío ético y voracidad económica.

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