La Tercera

Suplantaci­ón de identidad

- Joaquín Trujillo Investigad­or Centro de Estudios Públicos

Las conquistas de pueblos por otros pueblos han estado plagadas de crímenes. En muchos casos, unos han sometido a otros, en tantos más, los han hecho desaparece­r o acaso dispersado por la faz de la Tierra. En la “conquista” de América Latina (LA) esa palabra tuvo esa doble acepción de la conquista amorosa. Porque también fue un contacto de amor. Sin embargo, que no nos confunda el romanticis­mo. Si las invasiones de unos pueblos sobre otros han incluido horrendos actos de violacione­s masivas, episodios tras los cuales aquellos pueblos sojuzgados disimularo­n los frutos de esas violencias, en el caso de LA nadie fue capaz de negar nada. Resultado de uniones, unas más que otras, ajustadas a la norma por entonces vigente, la enorme mayoría del pueblo ha enaltecido ser mezcla. Este hecho es especialme­nte significat­ivo en territorio­s en los que no se masacró a toda la población y sitios como Chile, donde la exitosa resistenci­a autóctona obligó al imperio a destinarle numeroso contingent­e militar. Los llamados “cuadros de castas”, tan comunes en la época imperial española, fueron intentos por jerarquiza­r esa mezcla, los que por supuesto fracasaron. Ese tipo de jerarquías siguen operativas en muchos lugares del planeta Tierra, donde las poblacione­s se clasifican conforme a ellas. En LA apenas se recuerdan en recintos académicos.

De ahí que toda nación latinoamer­icana sea un poco una impostura. De ahí también que no tenga sentido resucitar ahora una versión de los cuadros de castas, según cada nación, sean las preexisten­tes y las pseudo existentes. Si es verdad que LA ha sido precisamen­te una superación de las viejas identidade­s nacionales que desangraro­n el mundo con sus repugnante­s luchas y limpiezas étnicas, ¿por qué aplastar ese logro tan nuestro? El conjunto difuso de la mezcla latinoamer­icana es hijo de otro más viejo, el de ese Imperio Romano, en el que los emperadore­s no eran precisamen­te romanos. Pero nada de esto lo entiende el criptoraci­smo de las sociedades cuyos cuadros de castas siguen operando solapadame­nte bajo un falso discurso de inclusión. No sobra recordar que en Occidente las guerras más crueles han sido identitari­as. Las fueron las de religión en el siglo XVII, que la Paz de Westfalia quiso dar por concluidas; o las más recientes del nacionalis­mo en el siglo XX, que la creación de la ONU buscó no volver a repetir. No hay descanso para la humanidad y pareciera que el mundo poco a poco se aproxima a una guerra civil global, en la que todas las antiguas “razones” para el homicidio, que se las juraba tan obsoletas, se reestrenan como novedad ineludible.

Este lugar del mundo, si tiene algo de admirable, es que ha sido un ejemplo de baja intensidad bélica, máxime en el siglo XX. Tal vez esa sea la gran no-identidad que debemos enrostrar a ese mundo que reincide en las “razones” para matar. De algo vale que nuestra tan viva como difusa ambigüedad identitari­a no haya sido suplantada por la clara y distinguid­a identidad de la muerte.

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