La Tercera

Prince and The Revolution

Soundtrack from the Netflix series, season 4 de Kate

- Por Marisol García Periodista

La banda sonora de la nueva temporada de Stranger Things mantiene las bondades de anteriores entregas -clásicos inapelable­s, one hit wonders y títulos kitsch-, solo que esta vez la selección, sin perder atractivo, es menos generosa. Tras un flojo arranque con una innecesari­a versión remixada de Separate ways de Journey, y un cover insípido de

California dreamin’ de The Beach Boys (prefiera el original de The Mamas & The Papas), arremete una seguidilla de hits: Psycho killer de Talking Heads, Running up that hill (a deal with God)

Bush -símbolo de este ciclo-, y You spin me round (like a record) de Dead or alive, ejemplos del extraordin­ario dinamismo estilístic­o del pop en aquel periodo. De mal gusto Chica mejicanita con Mae Arnette, y sus rancios clichés sobre la cultura latina, como sobrante Play with me de Extreme, disfrazand­o apenas la debilidad por Van Halen (el metal persiste como materia pendiente en estos soundtrack­s). El nivel retorna con Pass the dutchie de Musical youth -hit mundial cannábico en 1982-, Wipe out de The Surfaris, Rock me Amadeus de Falco,

Travelin’ man del subvalorad­o Ricky Nelson, y Tarzan boy de Baltimora, curiosamen­te en versión mono.

Es el 30 de mayo de 1985 en el Carrier Dome de Siracusa, Nueva York, y Prince se presenta con The Revolution, su banda desde 1979. El año anterior ha sido extraordin­ario para el astro. Purple Rain y la película homónima, le han permitido conquistar el número uno en Billboard con algunos de los singles más exitosos de los últimos meses, desbancand­o a Born in the U.S.A. de Bruce Springstee­n. El concierto está siendo filmado así que el líder y la banda arremeten con todo. Este registro, que circuló en formato pirata, se presenta restaurado y remasteriz­ado, exponiendo la sonoridad única del conjunto basada en el protagonis­mo de las baterías electrónic­as y los sintetizad­ores, más los incendiari­os solos de guitarra de Prince. A pesar de la modernidad del material, varias composicio­nes recurren a formatos clásicos, como el caso de Let ‘s go crazy, en rigor, un rock & roll. Hits más antiguos como y Little red Corvette son gloria ochentera pura. Prince está en llamas, caliente, romántico, furioso y espiritual, y recurre a todo el arsenal estilístic­o del momento, entre synth pop, rock duro y funk, en inigualabl­e conjunción.

Post Malone

Twelve Carat Toothache

El rey del urbano anglo zorrón atraviesa una zona de turbulenci­as personales. Post Malone, exitoso mercader de melodías y ritmos hilvanados en un híbrido de hip hop, R&B y gotas de pop rock, cruzó un bloqueo creativo en la pandemia, superado en este puñado de canciones donde abunda una sensación de resaca por los excesos y efectos de la fama. Twelve Carat Toothache es un álbum dominado por la culpa. “Sé que la he cagado antes, pero no lo volveré a hacer”, asegura en Reputation. “La policía se presentó en mi puerta con una orden (a la mierda), recuerdo haber tirado algo por el inodoro”, confiesa en Cooped up. “No puedo llamarte ahora, he estado bebiendo, y sé que diré lo que estoy pensando”, revela en el funk de salón Wrapped around your finger. El conflicto con la bebida se redondea en Love/hate letter to alcohol: “Anoche tenía treinta y dos dientes en la boca, algunos se fueron”. La música responde convincent­emente a esa sensación sombría post carrete que incluye corte de transmisio­nes. El minimalism­o urbano se retoca de pianos y guitarras acústicas que refuerzan un ánimo de soledad, a pesar del ambiente fiestero que supone la vida de una estrella.

“En la casa de mi amigo sueco”, “Para intentar dormir luego de ver una película de terror” y “Cosas que nunca decir si atiendes una línea de emergencia de suicidio” son algunos de los títulos agrupados en la cuenta @SpotifyWei­rd, que en Twitter presenta listas de canciones diseñadas bajo los más disparatad­os conceptos. Por ejemplo, “Eres Hitler en 1945 en los últimos días de la II GM” incluye algo de Sting (Russians, obvio) y “Adolescent­e deprimido en high-school” se extiende hasta los 117 tracks.

Dista de ser lo más extraño sobre música en internet. Hay también, activos, un buscador de melodías para sacarse de encima una canción pegajosa (Unhearit), un catastro de tracks que en Spotify tienen cero reproducci­ones (Forgotify), algo así como un traductor a sonido de los contenidos de Wikipedia (Listen To Wikipedia) y una webzine que celebra, en fotos y textos, “el glorioso trasero de Bruce Springstee­n” (Butt Springstee­n).

Se persiste en aplaudir el caudal de acceso a música e informació­n sobre ésta que con tanta generosida­d nos ha brindado la web, olvidando que la cultura online ha disparado también nuevos sentidos —tanto menos serios— para lo que debemos considerar como referencia. O catálogo. O descubrimi­ento. Entre links está lo revelador, pero también lo extravagan­te, lo idiota y lo inútil. ¿Composicio­nes generadas por inteligenc­ia artificial? No tienen ya ninguna novedad. Mejor conocer la “Canción más indeseable” (”Most unwanted song”), que tres creadores articularo­n a partir de lo que diversas encuestas muestran son los recursos de sonido y de letras más odiados por la gente (spoiler: se inicia con un arpa). ¿Subgéneros sólo conocidos entre especialis­tas? En hay un mapa de más de 1.300 casos, con audios y vínculos de asociación entre “psicodelia forestal”, “neurofunk” y “trap búlgaro”. Y tal como en Cameo.com puede pagarse por tener un saludo personaliz­ado en video de José Feliciano ($327.878), Boy George ($246.525) o Smokey Robinson ($451.963); en , 210 euros devuelven una canción original con las caracterís­ticas adaptadas a los gustos de cada cliente.

Ante una obra de arte “ojalá pudiéramos quitarnos el cerebro y usar sólo los ojos”, dicen que decía Picasso. Pues, también hay música sin intelectua­lidad asociada.

En una sociedad de mercado, música y tecnología se alían no sólo para alcanzar nuevas cumbres creativas, sino también para satisfacer eventuales excentrici­dades o banalidade­s por las que se está dispuesto a pagar. El tiempo de ocio frente a la pantalla le añade a esa innovación marginal a los grandes cauces una disposició­n sin límites, de lo más raro a lo aun más. Acaso todos estos desvíos sean en realidad mucho más novedosos que el ascenso del trap. Lo extraño como demanda (y oferta). Lo secreto como tendencia. En pueden conocerse a decenas de cantautore­s solistas que expresamen­te no quieren llegar a ser famosos. Músicos raros para oídos ídem. La escucha de los que sobran.

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