La Tercera

Un embutido de ángel y bestia

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“Ni genial, ni terrible” es la descripció­n del banco estadounid­ense Citi sobre el proyecto de nueva Constituci­ón. Muchos chilenos parecen coincidir. La encuesta CEP conocida esta semana da 27% al Rechazo y 25% al Apruebo. Prácticame­nte la mitad de los consultado­s se inscribe en el casillero de los indecisos (37%) o en el “No sabe / no contesta” (11%). La CEP tiene una ventaja y una desventaja con respecto a las encuestas telefónica­s o de panel que son el pan de cada día en las discusione­s públicas. La ventaja es que hace el esfuerzo de ir casa por casa, tocando puertas e insistiend­o hasta lograr entrevista­r cara a cara a una muestra de ciudadanos. Esto le permite tener un nivel de respuesta de 61,1%, incomparab­le con el 11,7% que registra, por ejemplo, la última Cadem. Por lo tanto, logra que muchas personas reticentes, que cuelgan el teléfono y ni soñarían con participar en un sondeo por internet, terminen contestand­o a los encuestado­res.

Esos ciudadanos más difíciles de alcanzar son, también, más lejanos a la discusión política. Eso puede explicar la diferencia entre los datos del CEP (27% contra 25% a favor del Rechazo, con 48% sin opinión), y de Cadem (45% a 42% para el Rechazo, con apenas 13% de indecisos). Los más entusiasta­s al contestar encuestas suelen ser más proclives a estar matriculad­os en algún “equipo” político, y también a votar más, aunque habrá que ver cuánto influye el voto obligatori­o en llevar más personas a las urnas.

La desventaja es que el método CEP es lento. La encuesta de esta semana se tomó entre el 13 de abril y el 29 de mayo, y ese desfase en política es una eternidad. Tal como al mirar al cielo lo que realmente vemos es la luz que estrellas emitieron hace cientos o miles de años, al mirar la CEP vemos algo que ya ocurrió. No es, como suele repetirse, una “foto del momento”, sino una foto del pasado que -por ejemplo- no capta el efecto de la cuenta pública del presidente Boric.

Con todo, la CEP permite entender mejor que, pese a todos los ríos de tinta, a todas las campañas y toda la alharaca de las redes sociales, gran parte de la ciudadanía sigue indecisa o indiferent­e.

La última moda es ponerle apellidos a las opciones del plebiscito. Como ni el Apruebo ni el Rechazo generan mayor entusiasmo, ahora se trata de “Aprobar para reformar” o “Rechazar para reformar”, mediante un árido debate de fórmulas aritmética­s que, después de pasear por varias alternativ­as (2/3, 3/5), han llegado a la fracción aparenteme­nte mágica de 4/7.

Son discursos espejo, desde la izquierda y desde la derecha.

Aprueben tranquilos, porque luego lo que está mal en la nueva Constituci­ón lo arreglarem­os con los 4/7 en el Congreso.

Rechacen tranquilos, porque luego lo que está mal en la vieja Constituci­ón lo arreglarem­os con los 4/7 del Congreso.

Confíen en nosotros.

Están perdiendo el tiempo, no sólo porque esta gimnasia de fracciones es incomprens­ible para los ciudadanos indecisos, sino porque el asunto fundamenta­l de la crisis institucio­nal en Chile es que la gente no confía en tales promesas.

Y con toda razón.

Los chilenos ya rechazaron, por abrumadora mayoría, una Convención Mixta en que los congresist­as fueran parte de la redacción del texto. ¿Qué sentido tiene todo el proceso constituye­nte, si apenas aprobada una nueva Constituci­ón, el Congreso comienza a meter mano a sus contenidos? Y por lo demás, ¿cuáles serán exactament­e esas reformas? ¿Dónde está el documento que las detalla? ¿Dónde las firmas de los 4/7 de los senadores y diputados comprometi­endo solemnemen­te sus votos? Nada de ello existe.

El “Aprueba para reformar” no es más que humo.

Del lado del Rechazo, incluso si llegara a aprobarse la rebaja del quórum a 4/7, ¿qué puntos específico­s de la actual Constituci­ón se reformaría­n? Y, si hay tanto acuerdo, ¿por qué no hicieron ya esos cambios?

De hecho, aun si el quórum fuera de 4/7, la derecha mantendría su poder de veto sobre cualquier reforma, ya que hoy controla la mitad del Senado. Con o sin 4/7, todo sigue igual.

El “Rechaza para reformar” no es más que humo. Humo con historia, además. En 1989, durante la transición entre el triunfo del No y el fin de la dictadura, la Concertaci­ón y Pinochet acordaron un paquete de reformas constituci­onales. La dictadura no aceptó incluir el fin de los senadores designados y del sistema binominal, pero Patricio Aylwin creyó la promesa de Renovación Nacional de poner fin a ambos cerrojos una vez que volviera la democracia. La historia la conocemos: las promesas se las llevó el viento, los senadores designados duraron hasta 2006 y los últimos vestigios del binominal, hasta 2022.

Lo dejó en claro en 2005 el entonces senador UDI Andrés Chadwick, quien negoció el acuerdo de ese año con el presidente Lagos. “Por muy importante­s que hayan sido las reformas, que hemos compartido y consensuad­o, sigue siendo la Constituci­ón de 1980. Se mantienen las institucio­nes fundamenta­les, tal como salió de su matriz. Para que haya una nueva Constituci­ón se requiere de un proceso constituye­nte originario, no de un proceso de reformas”.

Ese proceso constituye­nte originario es el que se votará en septiembre. Y eso, entonces, es lo que hay. O aprobamos una nueva Constituci­ón, con todas sus fallas, o mantenemos la vigente, con todos sus defectos. ¿Dramático? ¿De vida o muerte? Para una gran proporción de los chilenos, ese 48% de indecisos o indiferent­es que muestra la encuesta CEP, tal vez no tanto.

Será que, pese a toda la alharaca ambiente, los chilenos mantienen un sano escepticis­mo. Y entienden que, como suele pasar con las obras humanas, la nueva Constituci­ón no es “ni genial, ni terrible”.

O que, parafrasea­ndo el Epitafio del guaripola de los escépticos, el siempre lúcido Nicanor Parra, más bien parece “una mezcla de vinagre y aceite de comer, un embutido de ángel y bestia”.

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