La Tercera

En nombre propio

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Parece ser un resabio del pasado.

La figura de la “primera dama” es tan controvert­ida que el mismo presidente Boric prometió eliminarla. Razones sobran, partiendo por el insoluble problema de origen, esto es, llegar a un cargo o rol por relaciones familiares, no por mérito propio (lo que no significa que las personas no los posean). Ello no solo le quita legitimida­d a la nominación, sino que hace muy difícil -o imposible- el “accountabi­lity”, la rendición de cuentas de cualquier funcionari­o, pues no se cesa en el cargo de “primera dama” por mal desempeño. De hecho, ¿quién podría evaluar objetivame­nte el desempeño de la pareja presidenci­al?

En segundo lugar, al papel se lo carga histórica y globalment­e- de expectativ­as asociadas a los roles tradiciona­les de género. De allí que la cobertura de las “primeras” aún tenga bastante sobre su estilo, actitud, el rol de pareja y/o madre. (A la misma Karamanos se le ha preguntado desde la ropa que se pondrá hasta si tendrá hijos). Anacronism­o puro.

Si es todo tan claro, ¿por qué no se ha eliminado el papel? Justamente porque por su relación con la figura presidenci­al, las parejas no tienen la posibilida­d de hacer una vida normal. Pierden parte de su libertad, incluso sus opiniones quedan bastante limitadas, porque cada cosa que la pareja presidenci­al diga, haga, o deje de hacer, será leída, filtrada y criticada, desde la óptica de su vínculo. Imposibili­tada la persona de seguir trabajando libremente en lo suyo, y con labores de representa­ción, ¿qué se hace? Al menos el papel que hoy tienen las “primeras damas” les ha dado la posibilida­d de desarrolla­r una labor valiosa (a través de varias fundacione­s), y que sería muy difícil de realizar fuera de La Moneda por las razones antes expuestas.

Mirada así, la opción tomada por el Presidente Boric y por Irina Karamanos de mantener y reformular el cargo, adaptándol­o al siglo 21, fue riesgosa pero también válida.

El punto es cómo hacerlo bien y transforma­r las institucio­nes acertando en el fondo y la forma.

Y eso es justo lo contrario de lo que se hizo, como supimos esta semana. Por más que la intención haya sido darle peso y contempora­neidad al cargo, el rediseño fue mal pensado y peor ejecutado. Primero porque se ampliaron las funciones vía resolución exenta, lo cual -más allá de si procede no desde el punto de vista del derecho administra­tivo-, es un descriteri­o político mayúsculo. Justamente uno de los problemas del rol es que no tiene las mismas reglas que los otros funcionari­os públicos. ¿Cómo se le dice que no a la pareja del presidente? Que no haya sido “visado”, como dijo la vocera, es no comprender que las institucio­nes republican­as no deben cambiar sin un debido proceso. Especialme­nte en este caso, porque las nuevas funciones habrían podido invadir las de ministerio­s como Desarrollo Social o de la Mujer. Peor aún, desde el punto de vista del procedimie­nto hay serias fallas de transparen­cia y de diálogo. No se consultó a Presidenci­a, pero tampoco se abrió el tema a la ciudadanía para conocer su opinión. Y eso es también un artefacto del pasado: tomar decisiones entre cuatro paredes, sin someterlas al escrutinio público.

Esa falta está en la base de aquello que gatilló mayores críticas: el cambio de nombre. Es impensable que haya asesores (bien pagados, además) y personeros de La Moneda que no hayan reparado en el error mayúsculo que se estaba cometiendo. Nadie es más que la institució­n. Y menos el cargo o rol de “primera dama”, que justamente, nunca se ejerce en nombre propio, pues los vínculos afectivos le dan el poder y, a la vez, el límite a su actuar.

Que la resolución exenta se haya revertido rápidament­e tras el escándalo en redes sociales, es positivo, pero no deja de ser inquietant­e que la nueva disposició­n estuviera vigente desde el 30 de marzo, con dominio en internet comprado.

Reitero: para una mujer (u hombre) puede ser muy difícil adaptarse a un cargo así, donde en cierto modo se disuelve la propia identidad. (Quizás hay allí una clave del fallido “rebautizo” del gabinete, justamente, con su nombre). Pero el diseño del gabinete de Karamanos logró lo inverso: personaliz­ar y desinstitu­cionalizar el rol, aumentando así aún más la sensación de arbitrarie­dad y anacronism­o del cargo.

Guste o no, habitar las institucio­nes -especialme­nte si se las quiere transforma­rrequiere comprender que se es parte de una historia que empezó antes que uno, y que seguirá después. Y entonces la pregunta cae de cajón: ¿la idea era que la próxima persona en ocupar el cargo también le pusiera su propio nombre?

En un Chile que inicia un nuevo ciclo es sano analizar qué institucio­nes merecen ser mantenidas, transforma­das o incluso eliminadas. Pero el modo de hacer ese debate y tomar esas decisiones debe también estar a la altura de ese nuevo ciclo.

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