La Tercera

La pena de muerte

- Yanira Zúñiga Profesora Instituto Derecho Público Universida­d Austral de Chile

En enero de este año, Kenneth Smith se transformó en el primer condenado a muerte en Estados Unidos, ejecutado mediante hipoxia por nitrógeno. Sus abogados habían presentado infructuos­amente varios recursos para frenar su ejecución argumentan­do la contravenc­ión de la octava enmienda de la Constituci­ón estadounid­ense, que prohíbe los castigos “crueles e inusuales”. El accidentad­o periplo judicial de Smith ofrecía varios elementos para sostener esta tesis. Si bien dos jurados lo habían declarado culpable de asesinato por encargo de una mujer, el segundo de ellos, se había inclinado por la cadena perpetua. El juez , en cambio, le impuso la pena capital. En noviembre de 2022, Smith fue sometido a un fallido intento de aplicación de la inyección letal. Los funcionari­os encargados de aplicarla no lograron, pese a sus esfuerzos, encontrar su vena. A poco andar, otros inconvenie­ntes se sumaron. Como las farmacéuti­cas son renuentes a que sus productos se usen con estos fines, los estados que contemplan en sus legislacio­nes la pena de muerte se enfrentan de más en más a un déficit crónico de inyeccione­s letales. En parte por una jugada del destino, en parte por pragmatism­o, Smith terminó por transforma­rse en el “conejillo de indias” de un nuevo método: la hipoxia por nitrógeno.

Una vez anunciada esta decisión, diversos expertos alertaron sobre los graves e inciertos efectos que conllevaba, los cuales iban desde violentas convulsion­es hasta la posibilida­d de sobrevivir en estado vegetativo. Portavoces de organizaci­ones de derechos humanos mostraron también su preocupaci­ón. Aun cuando la pena de muerte no está prohibida categórica­mente en el panorama jurídico; la tortura y otros tratos crueles, inhumanos y degradante­s sí lo están; y todo indicaba que la ejecución de Smith le infligiría gran dolor y sufrimient­o, tanto corporal como psicológic­o.

Si algunas de las acciones de Smith durante su vida fueron deleznable­s, sus palabras antes de morir son valiosas. “Esta noche Alabama hace que la humanidad dé un paso atrás”–dijo-. Efectivame­nte, la abolición de la pena de muerte –adoptada, de iure o de facto, en cerca de dos tercios del planeta– es considerad­a un avance civilizato­rio. Su reinstalac­ión, evocada recienteme­nte como posibilida­d por un gobernador chileno, constituye una enorme regresión. En 1764, Beccaria argumentab­a que el fin de las penas no es atormentar, afligir ni deshacer un delito ya cometido, sino impedir que el condenado cause nuevos daños y retraer a otros de hacer lo propio. La ecuación de la pena debe, entonces, respetar ciertos parámetros para ser justa: ser proporcion­ada al delito, idónea para disuadir y la menos dolorosa posible sobre el cuerpo y espíritu de quien la sufre. Abandonar este postulado tiene importante­s costos, como anticipaba la jueza Jill Pryor en su disidencia respecto de uno de los fallos que rechazó suspender la ejecución de Smith: “El costo será la dignidad humana del señor Smith y la nuestra”.

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