Nuestra crisis
Las crisis pueden surgir intempestivamente o pueden ser la expresión de un problema que se ha ido incubando en el tiempo. En este último caso, opera como la erupción súbita de las presiones y tensiones acumuladas, silenciosamente, hasta alcanzar un punto crítico.
En Chile, la calificación de nuestra crisis no es objeto de consenso. La percepción del estallido social como una confabulación exclusiva de la izquierda entiende los fenómenos vividos como una crisis intempestiva y aspira a retrotraer al país al 2019. En la otra orilla, el “no fueron treinta pesos, fueron treinta años” ha entendido la crisis como un proceso y el 18 de octubre como el punto crítico, pero desconoce el rol que en ese acontecer tuvieron otros elementos, como la validación de la violencia y la desvaloración de las instituciones cuyas consecuencias seguimos pagando a muy alto precio. Para ellos la aspiración es refundarlo todo.
Enfrentarse a una crisis requiere al menos tres condiciones: identificar y delimitar los problemas, fortalecer la identidad común y entender que la flexibilidad es más útil que la rigidez.
En Chile, el declive del capital social es motivo de alarma. Las conexiones entre individuos, la reciprocidad y la confianza están en niveles críticos, erosionando el sentido de pertenencia y la cohesión social. Este fenómeno no solo socava los lazos comunitarios, sino compromete la esperanza de superar las brechas económicas y de alcanzar movilidad social. Solo un 19% de la población cree que una persona pobre pueda salir de la pobreza, y apenas un 13% confía en que cualquier trabajador pueda acceder a su propia vivienda. La creciente desconfianza en el futuro representa un riesgo latente. Por otra parte, la política falla una y otra vez, y la demanda frustrada de que el Estado aborde problemas cruciales como la seguridad, la educación, las pensiones, la salud y la migración alimenta la desconfianza y la insatisfacción.
En lo que respecta a nuestra identidad y cualidades, Chile ha sobresalido en A. Latina por su tradición democrática y su estabilidad política. La frase “los chilenos sabemos gobernarnos” evoca un sentido de autonomía y responsabilidad arraigados en nuestra sociedad. Hace no muchos años, Chile destacaba por su crecimiento económico y fue capaz de mostrar que en tiempos de adversidad la solidaridad se enarbolaba como bandera. Asimismo, los acuerdos y las negociaciones transformaron el país en todas las perspectivas. Es evidente que vivimos otro mundo, pero podemos soñar que con esfuerzo, sacrifico y responsabilidad es posible levantar y construir un mejor país.
Por último, si queremos avanzar es imprescindible abandonar la rigidez. Camuflada de carácter y valentía, esta resulta nefasta. El estallido social dejó a la vista la relevancia de las variables de campo social, el peligro de la tecnocracia, de la antipolítica, de la lógica amigo/enemigo y el riesgo de corromper el espíritu de las normas que nos rigen. Todo esto debe incorporarse en nuestro análisis.
La sensación de vulnerabilidad movilizó a la política en 2019, pero duró muy poco. Hay experiencia histórica en que la conciencia de una “vulnerabilidad en común” se transforma en motor de cohesión y cambio social y ese probablemente debería ser un reconocimiento inicial para reconstruir la confianza y abordar nuestra crisis.