La Tercera

El Estado soy yo

- Por Daniel Matamala

Según la leyenda, siendo un adolescent­e Luis XIV pronunció la frase “L’État, c’est moi” ante el Parlamento francés, que debatía la legalidad de los edictos del monarca. Es que el Rey Sol creía gobernar por derecho divino. Su poder venía directamen­te de Dios y, por lo tanto, no estaba limitado por la deliberaci­ón humana.

En contraste, la República cree que el único soberano es el pueblo, y quienes ejercen el poder no son más que delegados, investidos temporalme­nte con poderes limitados para el servicio de ese pueblo.

Pero, a 235 años de la revolución que inició el reemplazo de los monarcas absolutos por las repúblicas (y que le costó la cabeza al nieto del bisnieto de Luis XIV), esa concepción minimalist­a del poder político es desafiada por una generación de caudillos populistas que, a coro con el Rey Sol, proclama que el Estado son ellos, y nadie más que ellos.

Un ejemplo paradigmát­ico lo tenemos al otro lado de la cordillera, con Javier Milei.

Milei se proclama como el líder de “las fuerzas del cielo”, y portador de una misión divina. El culto a sí mismo de este aspirante a Rey Sol sudamerica­no es impactante. Una nota de la revista Time se asombra de que, en un solo día, “Milei le dio me gusta o retuiteó 336 publicacio­nes, muchas de ellas delirantes elogios hacia sí mismo en mayúsculas”. Mientras más extáticas sean las loas a su persona, con mayor fervor son replicadas por él y por un aparato de propaganda gubernamen­tal dedicado al culto a su personalid­ad.

La barrera entre los intereses del Estado y los del líder, entre la República y el caudillo, han desapareci­do.

Mientras Argentina sufre una de las peores crisis económicas y sociales de su historia, Milei está dedicado a viajar por el mundo en el avión presidenci­al (el mismo que prometió vender), en una agenda que obedece a sus deseos personales.

En menos de medio año en el cargo, ya ha hecho seis giras internacio­nales centradas, no en cumbres con jefes de Estado, sino en mítines partidista­s, reuniones con dirigentes políticos afines, y recepción de premios de escaso prestigio.

Milei también ha convertido su fervor personal por el judaísmo en la guía de la política internacio­nal de Argentina, arrinconan­do a su país en materia diplomátic­a.

Contra prácticame­nte toda la comunidad democrátic­a mundial, expresa su “apoyo irrestrict­o” a la masacre de Gaza. Cuando estallaron hostilidad­es entre Irán e Israel, llegó al extremo de incluir en una reunión de gabinete, como si fuera un ministro más, al embajador israelí en Buenos Aires. También anunció el traslado de la embajada argentina, de Tel Aviv a Jerusalén, algo que solo han hecho Honduras, Guatemala, Kosovo, Papúa Nueva Guinea y Estados Unidos.

¿Qué interés nacional defiende Milei con esta “política de sumisión total a cambio de nada”, como la define el historiado­r Leandro Morgenfeld? Ninguno.

Es que cuando el Estado es un individuo, la geopolític­a es suplantada por la egopolític­a.

Ahora viajó a España, a una reunión de políticos de ultraderec­ha. En ella, envalenton­ado por los vítores del público ultra, trató a la esposa del Presidente del gobierno español de “corrupta”, y luego escaló el feudo republican­do comentario­s hacia Pedro Sánchez como “comunista, corrupto, dictador e hipócrita”. Cuando Sánchez ordenó el retiro de la embajadora de España en Buenos Aires, Milei tildó a su colega de “cobarde”.

El gobierno argentino había comunicado a España que Milei viajaba en una “visita privada”, aunque intentó rectificar cuando se cuestionó que esa visita privada fuera pagada con fondos públicos. Y ya ha anunciado que volverá a España en cuatro semanas, otra vez en un viaje que nada tiene que ver con las necesidade­s de su país: irá a recibir un premio de un think tank derechista.

Para el historiado­r Loris Zanatta, la agenda personal de Milei termina por “destruir de noche lo que la cancillerí­a construye de día con enorme esfuerzo. Destruirlo con furia y placer, saña y sadismo”.

Es que el Presidente ya ha provocado conflictos diplomátic­os con Colombia, Brasil y México, debido a sus ataques contra los líderes de esos países. No hay razones de Estado tras esas diatribas; es solo el encono ideológico de Milei contra quienes piensan distinto a él, y su compulsión por complacer a los extremista­s en redes sociales. “Milei”, dice el perfil de Time, “ve el mundo a través del lente de los memes de derecha”.

De vuelta en Buenos Aires, la escalada ególatra aumentó. Lideró un homenaje a sí mismo en el Luna Park, para el lanzamient­o de un libro que, tal como sus publicacio­nes anteriores, está plagado de descarados plagios a otros autores.

En este caso, copió textualmen­te párrafos completos de libros de dos economista­s chilenos, y, en una suprema ironía, plagió un trabajo de Conicet, el prestigios­o ente científico que ha prometido cerrar, tachando a sus trabajador­es de “parásitos”.

El lanzamient­o del libro plagiado terminó con un show “musical” en que Milei se celebró a sí mismo como un rockstar de pacotilla: “Soy el rey, te destrozaré”, cantó sobre una canción de La Renga, que la banda por años le ha pedido que deje de usar con fines políticos. Plagio sobre plagio: su suma devoción por la propiedad privada no alcanza a la propiedad intelectua­l, que viola ya como una costumbre.

Es llamativo que los peores dardos e insultos de Milei suelan dirigirse a quienes han logrado lo que él siempre soñó pero no pudo ser: un académico de prestigio, un científico serio, un músico reconocido.

“Soy el mayor exponente de la libertad en el mundo”, se autoelogia Milei, para quien sus críticos son “liliputien­ses que no están acostumbra­dos a ver a una persona que es uno de los dos líderes más importante­s del mundo”.

Milei no es el primer caudillo que borra los límites entre su persona y el Estado, y olvida las fronteras entre su ego y los intereses de su Patria. Con más o menos talento, Chávez, Trump, Bucaram, AMLO, Cristina K y otros han transitado caminos similares.

Pero el autoprocla­mado “León”, con su extremado culto a la personalid­ad, y con el uso de las relaciones internacio­nales como mero instrument­o de vendettas personales, está llevando esta egopolític­a a un nuevo extremo.

A uno en que el Estado se convierte en un simple juguete para satisfacer las pulsiones de un sujeto.

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