La muerte de los arrecifes: ¿Hay esperanza?
La primera vez que vi arrecifes de coral y la abundancia de vida que generan fue en un viaje a Cayo Hueso en 1967, cuando era un adolescente. Los arrecifes tropicales cubren menos del 1 por ciento del océano, pero son hogar y guardería del 25 por ciento de todas las especies marinas; miles de millones de peces, moluscos y otras criaturas dependen de los arrecifes. Su gran belleza es generada por diminutos pólipos de coral vivos, cuyos esqueletos de carbonato de calcio construyen estructuras de roca sólida durante milenios.
Hoy en día, los arrecifes generan grandes ingresos por turismo para los países de aguas cálidas y las regiones rodeadas por ellos. Su productividad única también asegura la alimentación de cientos de millones de personas. Además, actúan como barrera contra tormentas, protegiendo a las poblaciones costeras desde el sur de Florida hasta Indonesia en tiempos en que los niveles del mar suben y los huracanes se intensifican.
La Gran Barrera de Coral es el mayor ser vivo visible desde el espacio. Se extiende 2.250 kilómetros por la costa noreste de
Australia, y aunque cubre sólo un décimo del 1 por ciento de la superficie oceánica mundial, aporta el 8 por ciento de las especies de peces conocidas en el mundo, unas 1.500, y más de 500 especies de coral vivo: duro, blando, ramificado y frondoso.
La primera vez que buceé en la Gran Barrera de Coral australiana fue en 1990, habiendo soñado con ella desde mi infancia. Fue todo lo que me esperaba: aguas tibias y claras como el gin, vibrantes de vida, incluyendo al gigantesco mero patata, al verde-azul pez Napoleón, tiburones, y escaros multicolores mascando coral y excretando arena. Había paredes con corales cuerno de alce, cuerno de ciervo, plato y abanico ramificados. Había jardines de corales cafés, verdes, rojos, rosados y púrpuras, grietas llenas de morenas y peces ángel reina, y peces león junto a ejemplares de mero celestial con manchas rojas y azules en medio de un arcoíris de peces más pequeños, incluyendo peces payaso, damisela, labio dulce, castañuela e ídolo moro. Las almejas gigantes —del tamaño de una roca— con sus bellos y suaves mantos púrpuras, verdes y rojos cubiertos de algas, que se
abrían como gordos labios al mar, parecían haberse calmado considerablemente desde que las vi en televisión, cuando atraparon a Lloyd Bridges de Sea Hunt por la pierna y trataron de ahogarlo.
Compartí ese primer viaje en bote en la Gran Barrera de Coral con mi difunto amor y compañera de buceo Nancy Ledansky. Ella murió de cáncer de mama a los 42 años en 2002. Más de un quinto de la Gran Barrera de Coral, que tiene entre 6.000 y 8.000 años, murió en 2016. No casualmente, ese fue el año más caluroso en el planeta desde que comenzó el registro moderno en el siglo XIX.
El 67 por ciento del segmento de arrecifes al norte de Port Douglas ahora es roca muerta. Esta última muerte de coral es el resultado del tercer y más persistente evento mundial de blanqueamiento desde 1998; todos están vinculados a la alteración climatológica producida por los combustibles fósiles.
Un nuevo estudio, que recientemente apareció en la portada de la revista de ciencia Nature, documenta la extensa muerte de corales a lo largo de una sección de 800 kilómetros de arrecife. Donde buceamos, algunos parches habían desaparecido en un 80 por ciento. Otras partes del arrecife norte se veían menos muertas, promediando entre un 17 y un 35 por ciento. Las mejores estimaciones indican que el 22 por ciento del total de la cubierta de la Gran Barrera de Coral desapareció. La mayoría de los científicos marinos creen que el 75 por ciento de los arrecifes de coral del mundo estarán muertos a mitad de siglo debido al acelerado cambio climático. La mitad ya desapareció.
“No esperábamos ver este nivel de destrucción en la Gran Barrera de Coral sino en unos treinta años”, dijo Terry P. Hughes, coautor del paper, al The New York Times. También le dijo al Times que, después de revisar algunas de sus fotos tomadas desde una avioneta volando bajo, él y sus alumnos comenzaron a llorar de pena. Chasing Coral, un nuevo documental de Netflix, muestra la muerte en un impresionante time-lapse, incluyendo los corales ramificados de Nueva Caledonia, que se convirtieron en un brillo rosado, naranjo y azul con una luz radiante nunca antes vista en el mundo, justo antes de morir.
Vi mi primer coral blanqueado en Fiji en 2002 y mi último en Hawái a fines de 2015, donde cerca de un tercio de los corales en Two Steps, en la Isla Grande, se habían vuelto color blanco. El diagnóstico, los síntomas y los mecanismos de la enfermedad del blanqueo de coral ahora son bien entendidos por la ciencia, a pesar de que el jefe de la Agencia de Protección Ambiental, Scott Pruitt, afirmara que las emisiones de dióxido de carbono no son un contribuyente primario al cambio climático. Para entender una declaración como esa, ayuda saber que la industria del petróleo y el gas ha sido contribuyente primario no sólo al cambio climático y al blanqueo de coral, sino también a la carrera política de Pruitt.
Si bien los corales son capaces de formar colonias masivas, son contradictoriamente delicados, requiriendo siete condiciones oceánicas específicas para desarrollarse, incluyendo aguas bajas en nutrientes de cierta salinidad que se mantengan en un rango de temperatura en particular.
El calentamiento oceánico provocado por el cambio climático, combinado con el calentamiento cíclico causado por El Niño, produce que el alga fotosintética que entrega a los corales sus variados colores y cerca del 70 por ciento de sus nutrientes se vuelva tóxica. Luego, los pólipos del coral expulsan estas algas zooxantelas y comienzan a volverse blancos incluso mientras capturan el zooplancton del agua que fluye por ellos (el zooplancton proporciona aproximadamente el 30 por ciento de su alimento). Si las condiciones térmicas del océano cambian, el coral puede recuperarse, pero si el blanqueamiento dura demasiado, los corales mueren lentamente por inanición.
El reportaje en Nature concluyó que la exposición repetida al blanqueo no hizo a los corales más resistentes al estrés térmico. Además, mientras los esfuerzos se enfocan en reducir otros impactos amenazantes, incluyendo el escurrimiento de aguas contaminadas desde la costa y los campos de caña de azúcar, la sobrepesca y los daños físicos, el peor blanqueamiento ocurrió en el tramo norte de la Gran Barrera de Coral —menos impactado por el hombre—,
simplemente porque una serie de tormentas tropicales trajo aguas más frías y alivio a los tramos más desarrollados del centro y sur del arrecife.
En los Cayos de Florida, donde la barrera de coral es un décimo de la australiana pero atrae diez veces más visitantes, una combinación de todos estos factores ha reducido la cubierta de coral vivo desde cerca de un 90 por ciento cuando hice esnórquel por primera vez, hasta menos de un 10 por ciento hoy.
En años más recientes, he visto campos de escombros cubiertos de algas donde los jardines de coral prosperaron alguna vez, e intrincados corales abanico triturados como encajes irlandeses atacados por polillas hambrientas donde el relieve marino fue lavado por el hongo Aspergillus. Hoy en día, las ramificaciones de corales cuerno de ciervo y cuerno de alce, antes comunes en Florida, están en la lista de especies amenazadas de EE.UU.
Pero otro desafío para la supervivencia de los arrecifes —junto con el blanqueamiento, la sobrepesca (que elimina peces herbívoros como el escaro, el cual controla el crecimiento de las algas), y la contaminación por escurrimiento— es la acidificación del océano.
Cuando escribí mi primer libro sobre el océano, Blue Frontier, en 2001, los científicos climáticos todavía no entendían por qué la atmósfera no se estaba calentando a la rapidez que habían pronosticado sus modelos computacionales. Sólo en los años siguientes se dieron cuenta que hasta un tercio del carbono antrópico estaba siendo almacenado por el océano y convertido en ácido carbónico, variando el pH global del océano y haciendo más difícil para criaturas con concha, incluyendo ciertos plancton, almejas, cangrejos, ostras, erizos y, por supuesto, corales, extraer carbonato de calcio del agua para formar sus hogares vivos.
Hoy, el océano es aproximadamente un 30 por ciento más ácido de lo que ha sido por al menos dos millones de años. Entre los primeros en sentir el impacto económico se encuentra la industria de mariscos, incluidas ciertas compañías cuyas ostras ya no pueden sobrevivir en sus aguas de cultivo.
Entonces, ¿hay esperanza?
El verano pasado, fui a bucear a las aguas de Palaos, ricas en tiburones, que la exploradora en residencia de National Geographic, Sylvia Earle, nombrara como uno de los “Sitios de Esperanza” del océano. Palaos, donde el 80 por ciento de sus aguas han sido protegidas de la pesca y otros impactos, ha evitado lo peor del reciente blanqueamiento de arrecifes. Su arrecife sigue siendo un ecosistema robusto y sano con gran parte de su biomasa viva compuesta por grandes depredadores y herbívoros: cazones, barracudas, tortugas marinas, jureles, mantarrayas, calderones, y peces ballesta titán.
Los saludables arrecifes de Palaos también pueden contener corales con rasgos genéticos que ayudan a protegerlos contra los mares cálidos. Por eso es que Steve Palumbi y un grupo de investigadores irán este verano. Palumbi es director de la Estación Marina Hopkins, de la Universidad de Stanford, ubicada en Pacific Grove, California, y uno de los primeros científicos marinos en usar muestras de ADN para entender mejor los ecosistemas marinos. Durante los últimos ocho años, ha estado muestreando corales en Samoa Americana para ver si no hay sólo diferencias físicas, sino que también genéticas que distinguen a los corales capaces de tolerar mares más cálidos.
“Fisiológicamente, tu cuerpo se adapta a la altitud produciendo más glóbulos rojos en Denver que en el nivel del mar”, explica, “pero los tibetanos también tienen los genes apropiados para la altura. Entonces, ¿existen corales que son los tibetanos del océano? Encontramos un coral mesa así, que es tolerante al calor. Cuando hicimos trasplantes (desde lugares calientes) a partes más frías del arrecife encontramos que retienen aproximadamente la mitad de su tolerancia al calor”.
La pregunta de Palumbi acerca de la muerte de la Gran Barrera de Coral es la razón por la cual el 35 por ciento de los corales que se extienden por 160 kilómetros al norte de Port Douglas no murieran. Incluso, dentro de las mismas especies, corales que no se han blanqueado se sitúan junto a los que sí lo han hecho. Palumbi está interesado en el proceso de selección natural que ha generado este patrón de diversidad genética y resistencia.
“Nunca hemos restaurado un arrecife, aunque hemos sabido cómo transportar corales por mucho tiempo”, dice. “Entonces, si vamos a ir en esa dirección tenemos que mirar las cosas en la tierra, como la reforestación forestal. Eso nos dice que no empecemos tomando recortes de árboles existentes, sino que comencemos con un gran vivero”. Este
“Today, the ocean is about 30 percent more acidic than it has been for at least two million years.” “En la actualidad, el océano es aproximadamente un 30 por ciento más ácido, de lo que ha sido en los últimos dos millones de años”.
Palumbi’s question about the Great Barrier Reef die-off is why 35 percent of the corals that stretch for 100 miles north of Port Douglas did not die. Even within the same species, corals that are not bleached sit next to those that are. Palumbi is interested in the process of natural selection that has generated this pattern of genetic diversity and resistance.
“We’ve never restored a reef, although we’ve known how to transport corals for a long time,” he says. “So if we’re going to go in that direction we have to look at things on land like forest restoration. That tells us we don’t start by taking clippings off existing trees—we start with a large nursery.” Such large-scale coral restoration work, he notes, would have to last decades—far longer than any existing restoration project.
In 2005, I saw an early attempt at coral restoration snorkeling at East Dry Rocks, six miles off Key West. The once-vibrant coral was now dead rock, with dozens of recently added concrete wheels where there were attempts to seed and grow elkhorn coral, with some success. Still, the experiment looked like a small English garden planted in a clear-cut forest.
Today, there are hundreds of attempts to grow and plant coral onto wild reefs. The Florida Aquarium recently announced a joint program with the National Aquarium of Cuba in which they’ve begun to grow more than 1,000 staghorn corals in an underwater nursery off the western tip of the island. Other restoration projects are underway in Jamaica, Colombia, Mexico, Honduras, Haiti, Hawaii, Australia, Mauritius, and elsewhere—all supported by governments, nonprofit groups, and a for-profit start-up called Coral Vita.
The largest effort is being carried out in Florida by the Coral Restoration Foundation based in Key Largo. The group is now out-planting 20,000 endangered elkhorn and staghorn corals a year, hoping to soon raise that number to 50,000.
“This is no longer a novel concept,” reef restoration program manager Jessica Levy told me. “We’re now working on twenty-seven reefs, so scalability is increasing. We have upwards of 300 genotypes, some more or less resistant to thermal stress, others to diseases and so on—since we don’t know which will work best in the future. Our aim is also to create low-cost techniques and easy-to-use materials for volunteers and companies and people living by the water. It’s going to take collaboration and lots of [grassroots] involvement to be successful in the long run.”
In 2015, the National Oceanic and Atmospheric Administration (NOAA) released a recovery plan under the Endangered Species Act. It said recovery of elkhorn and staghorn corals off Florida would require “active enhancement” (nursery-based out-planting) to succeed. More than $1 billion of NOAA funding for this kind of planning, research, and recovery is now targeted for elimination under the Trump budget, while the Republican Congress wants to gut the entire Endangered Species Act.
“If we do nothing, there’s no chance for recovery,” Levy explains. “But if you can actively work to restore these reefs, it keeps the system above water, so to speak, in the hope that things will change.”
Levy has a personal interest in the project. She is certified to dive the Great Barrier Reef. It was “devastating,” she says, to hear Terry Hughes report on his data, and to see the photos of the massive die-off.
Yet Levy sounds hopeful that the restoration work of her organization and others might help the Great Barrier Reef. “I’ve seen corals that we out-planted eight years ago at ten to fifteen centimeters that are now the size of large coffee tables,” she says. “They’re huge and have fish everywhere around them and continue to grow up and out like gangbusters, which is pretty awesome.”
Still, when it comes to the Great Barrier Reef and other massive reef systems that make up the coral heart of our blue planet, we’ve now reached the stage of triage. We have to save what we can in order to keep their genetic diversity and biological complexity alive for some hoped-for future revival, when humanity understands the value of ecosystem restoration. For now, it’s about protecting what my father, working with thousands of people who’d made it through the concentration camps in 1945 Berlin, called the Sh’erit ha-Pletah, “the surviving remnant.”
Or, as Steve Palumbi puts it, “Our chance and role is to keep as many things alive and in good shape as long as possible till we solve the problem of carbon dioxide.”
Under the current regime, the immediate need is reflected in a familiar adage: “If you find yourself in a hole, the first thing you should do is stop digging.”
“If we do nothing, there’s no chance for recovery.” “Si no hacemos nada, no hay posibilidad de recuperación”.