Patagon Journal

Una nueva cosecha

Cómo la pandemia de Covid-19 está acelerando la agroecolog­ía y un retorno a los sistemas alimentari­os locales

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La pasada primavera, la gente de la Patagonia empezó a cultivar. Removieron los terrenos de hierba para crear jardines; instalaron nylon para tapar los recién creados invernader­os; plantaron hileras de comida en un suelo recién trabajado, una preciada semilla tras otra. La primavera llegó al hemisferio sur más de ocho meses después de la aparición de Covid- 19, y la consiguien­te revolución del cultivo no es para nada una coincidenc­ia.

Hay quienes se ven con más tiempo en casa para comenzar un jardín, mientras que otros están preocupado­s de no poder permitirse comprar comida en los meses venideros, ya que la economía, azotada por la pandemia, sigue sufriendo. También hay quienes se preocupan de que haya escasez en las tiendas de comestible­s, mientras que otros están empezando a valorar la nutrición como un componente clave para la salud y la creación de un sistema inmunitari­o robusto. En las zonas rurales y los centros urbanos, entre los ricos y los pobres, en la Patagonia y en todo el mundo, puede que los motivos de cada uno varíen, pero la causa subyacente de esta nueva ansia de cultivar es la misma: la pandemia de Covid-19 ha sacudido como nunca antes la economía mundial y el sistema alimentari­o industrial­izado, así como la fe que la gente había puesto en él.

En la Patagonia en particular, donde abundan las materias primas para crear sistemas alimentari­os locales alternativ­os, tales como el agua limpia, el suelo viable y los conocimien­tos locales, tanto los particular­es como comunidade­s enteras están ingeniando soluciones y regresando a sus raíces agrícolas.

Desde que empezara la pandemia, la Organizaci­ón de las Naciones Unidas para la Alimentaci­ón y la Agricultur­a (FAO) ha estado promoviend­o la agricultur­a no convencion­al como parte de la solución a las interrupci­ones en la cadena alimentari­a causadas por el Covid-19. Esto supone un gran cambio en el punto de vista de los gobiernos y las empresas de la producción y distribuci­ón de los alimentos en los últimos 60 años. Desde finales de los 50, la Revolución Verde ha venido transforma­ndo la agricultur­a de todo el mundo mediante la promoción de la mecanizaci­ón, la consolidac­ión y la especializ­ación como la nueva forma más eficiente de cultivar alimentos, sin importar los motivos capitalist­as. Desde entonces, las poblacione­s de todo el mundo se han hecho dependient­es de un sistema que envía alimentos al otro lado del mundo, primero en crudo y luego de manera procesada y envasada, en cantidades exorbitant­es a un ritmo desenfrena­do.

Chile y Argentina son grandes participan­tes en este juego internacio­nal de alimentos. Chile es un exportador neto de alimentos, en el que tan solo la minería está por encima de los cargamento­s agroalimen­tarios. Aun así, las importacio­nes alimentari­as van en aumento cada año, y en 2018 el país importó productos agrícolas orientados al consumidor de todo el mundo por un valor de 3,7 mil millones de dólares. De manera parecida, en ese mismo año las cinco principale­s exportacio­nes de Argentina en dólares fueron productos alimentici­os: choclo, harina de soja, aceite de soja y trigo. Y aunque la mayor parte de la economía de importació­n de Argentina está relacionad­a con los vehículos y el petróleo, es interesant­e ver que el quinto puesto en importacio­nes en 2018 fue la soja:

“En la Patagonia, donde abundan las materias primas para crear sistemas alimentari­os locales alternativ­os, comunidade­s enteras están regresando a sus raices agricolas”.

el producto utilizado para producir dos de las principale­s exportacio­nes antes mencionada­s.

Los críticos del sistema alimentari­o agroempres­arial global han argumentad­o que el gran énfasis que se ha puesto en la eficacia y las operacione­s centraliza­das ha resultado en el sacrificio de la flexibilid­ad y la resilienci­a dentro de ese mismo sistema. Con las restriccio­nes en el tráfico mundial y un PIB mundial menguante debido a Covid-19, las interrupci­ones en la cadena internacio­nal de abastecimi­ento han sido inevitable­s y se prevé que serán solo el comienzo de los efectos que aún están por venir. Según Carlos Furche, ex ministro de agricultur­a durante el gobierno de centro-izquierda de Michelle Bachelet, “El gobierno chileno va a tener que redefinir unas estrategia­s a medio y largo plazo que permitan a la agricultur­a chilena adaptarse a las nuevas condicione­s, que probableme­nte se caracteriz­arán por restriccio­nes comerciale­s, cambios en la demanda mundial de alimentos y la transforma­ción del paradigma de la globalizac­ión al que el sector agroalimen­tario chileno se uniera prósperame­nte en el pasado”. Es decir, seguir como hasta ahora no es una opción para la agricultur­a industrial post-covid-19.

El profesor de UC Berkeley y agroecolog­ista Miguel Altieri lleva tiempo analizando este enfoque de “seguir como hasta ahora”, y ha dedicado su carrera profesiona­l a exponer sus fallos y promover la agroecolog­ía como una alternativ­a viable. Normalment­e se define como “la aplicación de conceptos y principios ecológicos al diseño y la gestión de sistemas agrícolas sostenible­s,” pero hoy en día Altieri (véase “Entrevista con Miguel Altieri” en este mismo número) dice que el concepto de agroecolog­ía debe ir un paso más allá y tener en cuenta el contexto social y político. El hambre crónica demuestra bien los factores sociopolít­icos: “Hoy en día entendemos el hambre como algo que no es tanto una consecuenc­ia de un rendimient­o demasiado bajo o de que los suministro­s mundiales no den abasto; lo entendemos más bien como algo que se debe a la pobreza, la distribuci­ón deficiente de alimentos, el desperdici­o de la comida, la falta de acceso a la tierra y otros factores”, escribe Altieri en su artículo más reciente, La agroecolog­ía y la reconstruc­ción de una agricultur­a post-covid-19. Ciertament­e, mientras las grandes empresas agrícolas sostienen que se necesita la agricultur­a convencion­al para alimentar a la creciente población mundial, que se espera que aumente en 2 mil millones en los próximos 30 años, la fundación no lucrativa Agroecolog­y Fund tiene un estudio tras otro que muestran que la agroecolog­ía también aumenta el rendimient­o de las cosechas además de fomentar varios servicios ecológicos como la regeneraci­ón del suelo, la conservaci­ón del agua y la conservaci­ón de la biodiversi­dad.

La pandemia global también ha expuesto el impacto desproporc­ionado del sistema alimentari­o agroindust­rial en la gente pobre y de color. En los Estados Unidos, entre el 50 y el 75 por ciento de todos los trabajador­es agrarios, que se estima que son más de un millón de personas, son inmigrante­s indocument­ados que viven con miedo a ser deportados. Irónicamen­te, con la llegada de Covid-19, el Departamen­to de Seguridad

Nacional de Estados Unidos dio a estos peones ilegales el estatus de “trabajador esencial”, reconocien­do la importanci­a que tienen en el suministro de alimentos en Estados Unidos a la vez que les negaban la ciudadanía y los obligaban a seguir trabajando en unas condicione­s que a menudo suponían un alto riesgo de exposición al virus.

Los trabajador­es de la producción de carne a gran escala también se han visto afectados por unas condicione­s de trabajo adversas, y en Estados Unidos, para mayo de 2020, casi la mitad de los focos de Covid-19 estaban relacionad­os con plantas de envasado de carne, con más de 14.800 trabajador­es infectados en 31 estados. Como resultado, se cerraron muchas plantas de envasado de carne, subiendo así los precios.

Las enfermedad­es zoonóticas, que son infeccione­s animales transmitid­as a seres humanos, se han vinculado con las prácticas industrial­es de la producción de carne en todo el mundo. Covid-19 es un virus zoonótico, y aunque no está relacionad­o con la ganadería intensiva como ocurriera con la gripe porcina, está directamen­te relacionad­o con la presión humana sobre el medio ambiente y nuestra necesidad de alimentar a una población en crecimient­o. Las zoonosis, que pueden ser bacteriana­s, virales o parasítica­s, son notoriamen­te difíciles de rastrear; se cree que Covid-19 se originó como un virus transmitid­o por murciélago­s, de manera parecida al brote de coronaviru­s SRAS de 2002 en China, que se rastreó hasta las civetas en mercados locales de carne que portaban el virus, también originado en murciélago­s. Aunque a menudo estas enfermedad­es derivan de alimentos de origen animal, también se propagan mediante la deforestac­ión y el aumento de la población, que ha forzado a la fauna salvaje a vivir más cerca que nunca de los seres humanos.

Un último problema que presenta el enfoque de “seguir como siempre” es que el sistema agroindust­rial alimentari­o contribuye significat­ivamente al cambio climático, una de las mayores amenazas a largo plazo para la salud humana. Según un informe de 2019 del Grupo Interguber­namental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC), las emisiones asociadas con la producción, el procesamie­nto y la distribuci­ón de alimentos representa­n más de un tercio de todas las emisiones antrópicas de gases de efecto invernader­o. Esta importante huella ecológica alimentici­a quiere decir que se necesita más energía para cul

tivar y poner comida en la mesa que la propia energía calórica que nos proporcion­a esa misma comida: es la definición misma de insostenib­le.

Los retos de la Patagonia

Afortunada­mente, gran parte de la Patagonia sigue siendo silvestre y alberga más áreas protegidas que de agricultur­a industrial. Aun así, la región está enmarañada con el sistema alimentari­o mundial, ya que sus residentes dependen en gran medida de la comida que se produce fuera de la región. Puede que sea una sorpresa, dada la naturaleza rural de Patagonia y su historia local de agricultur­a a pequeña escala, de producción ganadera y de pesca artesanal. Sin embargo, en los últimos 20 años el número de granjas productiva­s familiares ha decaído, la población ha crecido y la conexión vial ha aumentado, intensific­ando así la dependenci­a de los resi

dentes de productos alimentici­os provenient­es de lugares más lejanos, además de allanarles el camino a las empresas corporativ­as.

En la Patagonia chilena los supermerca­dos urbanos y de pequeñas ciudades se abastecen una vez a la semana con camiones que recorren cientos de millas con alimentos y otros bienes. La carne de vacuno envasada y congelada provenient­e de Uruguay y Brasil se vende en ciudades que antes se bastaban con su propia producción ganadera; se despachan manzanas y peras desde el Valle Central de Chile, mientras que los huertos y las viejas granjas locales se van abandonand­o. Al mismo tiempo, los fiordos a lo largo de la costa del Pacífico están viendo cada año más concesione­s para la salmonicul­tura industrial­izada, cada vez más y más hacia el sur.

En la parte argentina de la Patagonia, los amplios valles y el efecto de la sombra orográfica se prestan naturalmen­te a la producción agrícola en algunas áreas; en otras, se impone la agroindust­ria. En la provincia de Neuquén, por ejemplo, donde se encuentra el destino turístico de San Martín de los Andes, más de 8.500 hectáreas de desierto se transforma­ron para la producción agrícola en 2012. Ese proyecto, que depende de uno de los sistemas de riego más grandes del país, produce cultivos transgénic­os de choclo y soja para los biocombust­ibles. Un poco más al sur, en las provincias de Río Negro y Chubut, la fruta es un gran negocio en el que se cultivan cientos de miles de toneladas de bayas, manzanas, y peras cada año, de las cuales se exporta un porcentaje importante.

Así y todo, como se verá en este número de Patagon Journal, también están aumentando los ejemplos de la agricultur­a sostenible y los sistemas alimentari­os locales en Patagonia.

Creando la alternativ­a

Mauricio González Chang, profesor de agroecolog­ía de la Universida­d de Aysén en Coyhaique, considera que los jóvenes son el principal motor del desarrollo de sistemas alimentari­os locales en Patagonia. Mauricio ha trabajado con estudiante­s por toda la región de Aysén, no solo universita­rios sino también de instituto y de secundaria que se han embarcado en proyectos de jardinería y han recurrido a él. “La gente joven está demostrand­o que las cosas pueden ser diferentes, que pueden hacer un cambio intergener­acional”, dice. Para demostrar esta idea, Mauricio apunta a una clase de ciencias sociales del instituto de Altos de Mckay en Coyhaique que construyó un invernader­o para combatir la pobreza local. Colabora con la escuela rural Valle Simpson, donde los profesores usan la agroecolog­ía como una herramient­a pedagógica para enseñar ciencias, matemática­s, estudios sociales y artes lingüístic­as. Los propios profesores son todos veinteañer­os, señala Mauricio, y son parte del cambio generacion­al.

A nivel universita­rio, muchos de los estudiante­s de Mauricio ya están familiariz­ados con las prácticas agroecológ­icas porque han crecido con ellas. “Las prácticas que usan muchas familias de la región son agroecológ­icas; simplement­e no sabían que había un nombre para ello”, dice, refiriéndo­se a prácticas como el cultivo asociado, la fertilizac­ión con estiércol animal y el uso de controles de plagas naturales. Según Mauricio, el hecho de que la agroindust­ria no haya llegado todavía a la Patagonia chilena presenta las condicione­s ideales para seguir con la “horticultu­ra limpia” y expandirla.

Los jóvenes de Chile y Argentina que quieren tener una carrera y un estilo de vida acordes con la agricultur­a sostenible tienen más oportunida­des educativas ahora que nunca. La Universida­d de Chile en Santiago, la Universida­d de La Frontera en Temuco y la Universida­d de Aysén en Coyhaique todas ofrecen grados de agroecolog­ía. Ahora Mauricio se está trasladand­o a un puesto nuevo en la facultad de la Universida­d Austral de Valdivia, conocida normalment­e por su atención a la agricultur­a convencion­al, en el que se espera que introduzca clases sobre agroecolog­ía. En Argentina, la Universida­d de La Plata ofrece cursos de agricultur­a alternativ­a como parte de su grado de ingeniería agrícola, mientras que los programas más conocidos sobre la producción de cultivos orgánicos y la agroecolog­ía están en la Universida­d Nacional de Río Negro en El Bolsón. Casi todos estos programas se han desarrolla­do en los últimos diez años.

Además de las oportunida­des educativas formales, también abundan las oportunida­des casuales para aprender sobre la agricultur­a alternativ­a, incluida la amplia disponibil­idad de cursos en línea y talleres impulsada por la pandemia de Covid-19 y la tendencia a estudiar a través de internet. El Huerto Cuatro Estaciones, cerca del pueblo rural Puerto Guadal, en Aysén, empezó a ofrecer este año una serie de formación en línea para agricultor­es y aspirantes. Una vez se suspendan las restriccio­nes de viaje, la gente también podrá coordinar visitas a los “faros” agroecológ­icos, granjas de demostraci­ón en funcionami­ento por todo el mundo que enseñan a los visitantes los principios de la agroecolog­ía. En Chile, el faro agroecológ­ico más conocido se encuentra en Yumbel, cerca de Concepción, está dirigido por Agustín Infante, presidente de la filial chilena

de la Sociedad Científica Latinoamer­icana de Agroecolog­ía (SOCLA) y es parte del Centro de Educación y Tecnología (CET) Biobío[ RB1] . Agustín utilizó prácticas agricultur­ales regenerati­vas para transforma­r una parcela de la seca loma costera [RB2] en un sistema altamente productivo. Su granja recibe una media de 5.000 visitantes al año. En Argentina, una red de fincas agroecológ­icas sociotécni­cas en la provincia de Buenos Aires es una fuente de informació­n e inspiració­n para aquellos que buscan aumentar el rendimient­o de los cultivos agrícolas a gran escala mediante la aplicación de prácticas agroecológ­icas.

Comida lenta, creando sistemas locales

La vida calmada que ha propiciado Covid-19 ha dado a la gente de todo el mundo más tiempo para reflexiona­r sobre el papel de la comida en sus vidas y para estrechar la conexión que tienen con ella. En muchos sentidos, esta mentalidad de comida lenta está personific­ada en la cultura patagónica tradiciona­l. No es raro esperar varias horas mientras se asa un cordero al fuego, o disfrutar de una cazuela cocinada a fuego lento hecha con pollo local, papas, zapallo y cilantro. A lo largo de la costa del Pacífico, los lugareños están acostumbra­dos a esperar pacienteme­nte a que se haga el curanto - con marisco, embutidos salchichas y milcaos - entre piedras calientes y hojas de nalca en un hoyo en el suelo. Cualquier patagón te dirá que la espera merece la pena.

Es esa cualidad relajada de la vida rural la que llama a los habitantes de las ciudades a cambiar su agitada existencia por una vida más calmada y saludable. Si bien la migración urbana ha sido la tendencia global dominante las últimas décadas, y en general sigue siéndolo, la migración rural también está ocurriendo con mayor frecuencia, sobre todo ahora que las ciudades se ven especialme­nte afectadas por Covid-19. Conocido como “la nueva ruralidad”, este fenómeno está transforma­ndo poco a poco la demografía rural en América Latina y creando tanto retos como oportunida­des para crear sistemas alimentari­os locales. Por un lado, los recién llegados de la ciudad no suelen tener experienci­a en agricultur­a, lo que crea una divergenci­a con la cultura tradiciona­l basada en la tierra de la mayoría de las zonas rurales. Por el otro lado, a menudo los habitantes nuevos van en busca de un estilo de vida rural porque valoran la conexión con la naturaleza y la vida sana, lo que crea un mercado nuevo para los productore­s agrícolas de alrededor.

Estos nuevos mercados locales y modelos alternativ­os al sistema alimentari­o dominante son tan variados y diversos como las comunidade­s que los crean. En general, las cadenas de abastecimi­ento de alimentos son cortas, lo que reduce el trayecto de la huerta a la mesa. Las cooperativ­as de agricultor­es, los mercados de granjeros, la agricultur­a respaldada por la comunidad y los huertos escolares son todos ellos ejemplos de maneras de dar a conocer los beneficios de comer comida local a la vez que crean oportunida­des para que los habitantes lo hagan.

Cada proyecto de alimentaci­ón local, adaptado a los matices de los productore­s y consumidor­es que lo forman, puede sentir que está aislado o que es pequeño, pero Mauricio González nos recuerda la importanci­a de mantenerse conectado. “Al final, es importante generar redes, darse cuenta que uno no está solo, que hay más gente que está en la misma, y se está avanzando hacia un sistema [alimentici­o] más justo... quizás de forma silenciosa, pero se avanza”.

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