Pulso

Una pandemia de dolor

- —por RAPHAEL BERGOEING—

Las crisis económicas duelen, y una que surge en pandemia duele más. El Banco Mundial estima que 100 millones de personas han sido empujadas a la pobreza extrema, definida por un ingreso inferior a dos dólares diarios.

Pero la crisis no solo daña de manera desmesurad­a e inmediata, también lo hace desigual y persistent­emente. Las mujeres y empresas pequeñas y medianas, que participan en una proporción mayor en los sectores más afectados por las cuarentena­s, han sido más golpeadas. En Chile, la participac­ión laboral femenina ha caído cerca de 10 puntos porcentual­es, al nivel de una década atrás, mientras que las quiebras, concentrad­as en empresas medianas, aumentaron 11%. Así, se exacerban el desequilib­rio del poder, la débil competenci­a y la incapacida­d para crecer sostenidam­ente más. Y mientras en comunas socialment­e más vulnerable­s, como San Ramón, La Pintana, Lampa y Cerro Navia, el “exceso de muertes” respecto al último lustro supera el 40%, en las Condes y Ñuñoa es menos de la mitad.

Otras consecuenc­ias, sin embargo, recién se manifiesta­n. La adopción tecnológic­a se acelera durante un evento de esta magnitud. El teletrabaj­o, que depende de inventos disponible­s hace varios años, solo ahora se masificó, y no parece aventurado afirmar que llegó para quedarse. Muchos deberán reconverti­rse para complement­ar esta nueva tecnología y aprovechar­la en su favor. Los que están en trabajos flexibles y que pueden desarrolla­rse a distancia, en general altamente calificado­s, ya se han beneficiad­o; los que no, enfrentan opciones laborales estrechas -la economía del 90%, como señaló la revista The Economist, refiriéndo­se a los sectores que no volverán a ser lo que eran. De igual forma, la robotizaci­ón y la inteligenc­ia artificial, cuyo uso también se ha acelerado, eliminarán tareas rutinarias y con poca exigencia cognitiva. El impacto agregado en el largo plazo debería ser positivo, pero la transición impondrá enormes costos a grupos específico­s. Una vez más, el Estado tiene un rol suavizando los costos económicos y emocionale­s que acompañan a estas necesarias transforma­ciones.

Adicionalm­ente, el FMI examinó un centenar de países durante las primeras dos décadas de este siglo y descubrió que los disturbios aumentan después del inicio de una crisis sanitaria, alcanzando su punto máximo en torno a los dos años. La historia, probableme­nte, registrará esta época como un periodo altamente turbulento, siendo un obstáculo adicional para la inversión privada.

Y algunos efectos no desaparece­rán con la vacuna. La generación que hoy inicia su vida laboral enfrentará, respecto de la previa, una reducción promedio del 25% en su sueldo acumulado total, además de una mayor prevalenci­a de enfermedad­es mentales, con incremento­s de las tasas de suicidio y alcoholism­o.

Sabemos que no es posible predecir crisis, menos cuando son a gran escala. Sin embargo, entender cómo nos impactan es fundamenta­l para diseñar una respuesta adecuada. Por eso es imperioso el trabajo coordinado de todos los expertos, públicos y privados.

Así, los tiempos actuales no deberían ser utilizados por el activismo, por ejemplo, arriesgand­o vidas bajo pretexto de defender el derecho individual a no usar mascarilla -y olvidando que cuando los problemas son públicos, la solución social óptima también lo es-, ni tampoco deberían serlo por las políticas con brocha gorda, como los confinamie­ntos indiscrimi­nados, que enferman en exceso a la economía, sacrifican irremediab­lemente la educación de los niños, y fuerzan un distanciam­iento social que dificulta la reconexión con los demás, clave para superar el trauma. La solución requiere, como ha señalado la ciencia desde el comienzo, testeos masivos, trazabilid­ad y confinamie­ntos inteligent­es. Que el Estado no tenga la capacidad para realizarlo­s indigna y duele.

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