Pulso

Proyectos refundacio­nales

- —POR VIVIANNE BLANLOT—

Además de encauzar la economía hacia la recuperaci­ón después de los efectos de la pandemia, debemos definir cómo lograr un desarrollo más inclusivo a futuro. Chile enfrenta oportunida­des y desafíos complejos. Tiene el potencial para desarrolla­r una economía verde y aprovechar el cambio tecnológic­o para aumentar la productivi­dad en la minería, la industria y la agricultur­a volviendo a tasas de crecimient­o más altas y generar recursos para invertir en un desarrollo inclusivo. ¿Apostaremo­s por el desarrollo o nos embarcarem­os en la aventura refundacio­nal que algunos propician?

Nuestro país sufrió durante dos décadas las consecuenc­ias del desequilib­rio económico provocado en los años 70 por políticas altas en ideales y pobres en rigurosida­d. En 1970 se lanzó un proyecto económico refundacio­nal que comenzó intentando aumentar los salarios y el empleo a través de una política fiscal y monetaria expansiva. El PIB creció un 9,4% inicialmen­te y luego cayó un 1% y un 5,09% consecutiv­amente. La inflación subió de un 15% en 1970 a un 352% en 1973 y a 542% en 1974. Las ganancias reales en salarios no se materializ­aron. El intento redistribu­tivo fracasó porque el instrument­o era autodestru­ctivo. A partir de septiembre de 1973 el control de la inflación se convirtió en la prioridad de las autoridade­s, a un alto costo social medido en pobreza y desempleo, con tasas por encima del 40% en algunos períodos, y que se mantuviero­n por encima del 30% y el 12% hasta 1990, respectiva­mente. Sobre estas dos décadas existen variadas visiones acerca de dónde recae la responsabi­lidad de la precarieda­d en que vivieron muchos chilenos a partir de 1970. Pero es evidente que el extremo desequilib­rio económico hundió a muchos chilenos en la pobreza por más de 20 años. Los grandes desequilib­rios son difíciles de eliminar y tienen altos costos para la mayoría de las personas. Así como las revolucion­es políticas violentas tienden a generar réplicas de violencia y suelen terminar en dictaduras, las revolucion­es económicas refundacio­nales generan desequilib­rios pendulares de alto costo social.

En 1990 se optó por construir y reformar a partir del equilibrio logrado con grandes sufrimient­os. Fue la opción incluso para muchos que habían sido parte de los intentos refundacio­nales de los años 70. Afirmadas en una decidida apertura de la economía se materializ­aron inversione­s en minería y en infraestru­ctura y el desarrollo de nuevos productos en la agricultur­a y acuicultur­a, entre otros. Esto llevó a altas tasas de crecimient­o, aumento de los salarios, y reducción de la pobreza. Reformas en sectores como agua potable y telecomuni­caciones y, posteriorm­ente, energía, permitiero­n alta penetració­n de los servicios a nivel urbano y también rural. Entre 1990 y 2006 la economía creció un 5,6% anual promedio, y entre 1990 y 2018 un 4,5%. La inflación se redujo de un 26% en 1990 a tasas promedio del 3,5% a partir de 1999. Al mismo tiempo la pobreza se redujo desde un 38% en 1990 a niveles entre el 7,5 y el 8,7% (según la metodologí­a usada) y la pobreza extrema a un 2%. El desempleo se mantuvo en dos dígitos entre 1975 y 1993, para descender luego a tasas entre el 6 y el 7 % hasta 2018.

En los últimos 10 años las aspiracion­es de mayor progreso se han visto frustradas para muchos chilenos, debido al estancamie­nto del PIB y a la falta de reformas en áreas críticas; la insatisfac­ción ha permitido crear una leyenda sobre 30 años perdidos, con el ánimo de impulsar una nueva aventura refundacio­nal. Este discurso no sólo ignora las imágenes reales de la historia económica de los últimos 50 años. Insulta a todos los chilenos que sufrieron los efectos de los desequilib­rios, y a aquellos que se sienten orgullosos de su progreso personal y familiar de las últimas décadas.

Chile puede retomar una senda de crecimient­o y progreso inclusivo. Tiene una economía sana a pesar del aumento de la deuda fiscal a un 33% del PIB. La inversión privada y pública prevista para los próximos años puede mejorar el empleo potencial a futuro; el crecimient­o permitirá también mejorar la recaudació­n tributaria y aliviar la situación fiscal. Entre los desafíos más críticos está el de mejorar la calidad del empleo. Parte de la crisis social en Chile se relaciona con la desilusión de que la educación mejoraría las oportunida­des económicas y de desarrollo personal de las nuevas generacion­es. A pesar del mayor acceso a la educación escolar y superior, la calidad y la preparació­n para una demanda más tecnológic­amente sofisticad­a no se ha producido. Tanto una educación técnica y universita­ria no adaptadas a la nueva economía como la deserción escolar y el desempleo de los jóvenes representa­n alto riesgo para la inclusión y la estabilida­d social, y para el desarrollo económico.

Ante los fuertes desafíos que enfrentamo­s los chilenos y sus líderes deben recordar las lecciones de la historia en lugar de ignorarlas. Quienes plantean proyectos refundacio­nales deben evaluarlos en todas sus dimensione­s y presentar a los ciudadanos sus riesgos y costos. No basta plantear sueños, es preciso asegurar que son realizable­s.

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