Pulso

La otra cara de la moneda

- —POR CLAUDIA ALLENDE— Profesora de Economía Stanford Graduate School of Business

Esta semana estoy en Chicago con un grupo de buenas amigas economista­s. Es fascinante conocer a un grupo de académicas destacadas en las mejores universida­des del mundo, que comparten la pasión por la economía, pero que al mismo tiempo lo que más les motiva es traspasar esos estudios a formas concretas de mejorar la vida de las personas.

A pesar de venir de mundos completame­nte distintos, con los años se ha formado una comunidad muy especial, en la que cada una aporta con una visión y experienci­a distinta, e historias de vida que nunca dejan de sorprender­me, algunas de las cuales trataré de plasmar en esta columna.

Una de mis amigas nació en una familia acomodada en un país escandinav­o, de esos que nuestros políticos citan con frecuencia, pero del que ella es mucho menos entusiasta. Y es que los últimos tres años le ha tocado ver a su madre enferma rotar de un doctor a otro mientras espera que la trate un especialis­ta en su condición. “Los doctores son buenos –me explica– pero el sistema público ha fallado totalmente en responder a los cambios demográfic­os. No sabes cómo me gustaría poder traerla a Estados Unidos, llevarla al especialis­ta adecuado, pagar lo que sea, y que de una vez por todas le den el tratamient­o correcto. Estoy agotada de pelear con la burocracia del Estado”.

Otra nació en Berlín del Este, cinco años antes de la caída del muro. Hija que una mujer que nunca cursó ningún tipo de educación superior y que fue madre soltera a los 16 años, es una eterna agradecida de las políticas socialista­s de la RDA. Siempre dice que si no hubiera sido por un Estado que apoyaba ideológica y prácticame­nte a las madres trabajador­as, y que le permitió a su madre trabajar mientras ella estaba bien cuidada en una sala cuna espectacul­ar, jamás habría llegado adonde está ahora.

La tercera, a quien tengo el máximo respeto intelectua­l, nació en Odessa, Ucrania, pero migró a los pocos años a Brighton Beach, en Brooklyn, Nueva York. Ahí creció en el centro de una comunidad ruso-judía: “Little Odessa”. Visitar la comunidad con ella es toda una experienci­a: los carteles de la calle están en cirílico y el inglés de poco sirve en las tiendas y restaurant­es, ya que la gran mayoría de los locales se comunica en ruso o hebreo. Cuesta creer que un lugar así exista a media hora de Manhattan, y que una mujer con tanto mundo como ella pueda haber crecido en un lugar así. Pero una decisión cambió su vida: por razones totalmente fortuitas postuló a un colegio público en Manhattan, de esos que selecciona­n a los alumnos en base a pruebas. Gracias a esa decisión salió de su comunidad y terminó estudiando en Harvard y MIT, algo impensado para sus amigos de la infancia.

La última es una mujer afroameric­ana, realmente excepciona­l. Con ella hablamos bastante de Chile, y le expresé mi sorpresa cuando la vi firmar una carta de académicos que apoyaban la nueva Constituci­ón. “Estoy de acuerdo –me dijo– puede ser que haya cosas que no entiendo bien sobre Chile. Pero mis antepasado­s (afroameric­anos) han sufrido y peleado por siglos por ser incluidos en la sociedad y por políticas públicas más inclusivas, por lo que para mí ver estos ideales progresist­as plasmados en un texto concreto es como un sueño hecho realidad. Esto toca lo más profundo de mi historia. Sé que no soy nadie para opinar sobre Chile, pero sí creo entender la experienci­a de quienes han sido marginados de la sociedad. Y en ese sentido no podía dejar de firmar la carta.” La verdad es que su comentario me dejó para adentro, y me pregunté quién soy yo, que crecí en un ambiente bastante privilegia­do, para estar opinando qué es bueno para la vida de los demás.

Inevitable­mente siempre terminamos hablando de políticas públicas, y siempre hay una experta en el tema a discutir. Pero, a pesar de tener un entrenamie­nto técnico muy parecido y de respetar profundame­nte la evidencia científica, nunca logramos llegar a un censo de qué política es mejor implementa­r en la práctica. Con el tiempo me he dado cuenta de que al final del día es imposible separar nuestras opiniones técnicas de la experienci­a que a cada una le ha tocado vivir, pero eso enriquece en vez de entorpecer la discusión. Nunca dejo de sorprender­me cómo en estas conversaci­ones siempre alguien plantea una perspectiv­a completame­nte distinta al problema, y lo mira desde un ángulo del que a mí jamás se me habría ocurrido mirar. La otra cara de la moneda.

En esta semana en que como país vamos a tomar una decisión clave sobre las reglas del juego que van a definir nuestro futuro, me habría encantado haber escrito una columna con respuestas sobre cuál es la forma ideal de hacerlo. Pero si bien tengo mi voto muy claro, con el tiempo siento que tengo más dudas que certezas sobre lo que es bueno para el país en el largo plazo. Pero hay una cosa de la que estoy convencida: la única forma de ponernos de acuerdo es con respeto, escuchando perspectiv­as distintas, dejando de lado las posiciones extremas y combinando la experienci­a de los expertos con quienes llevan años trabajando en terreno.

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