Hace 50 años
En mi casa hubo una leve tradición astronómica. El abuelo Gardeazábal, el librero del pueblo, era un humanista y como tenía acceso a una información libresca excepcional para el Tuluá de entonces, educó a sus hijos mirando el firmamento nocturno. Dos de ellos, el tío Chalo y mi madre, continuaron con la tradición y ambos, más de una vez, me hicieron mirar al cielo, y después en las láminas que habían servido al abuelo, para que aprendiera a distinguir las constelaciones y los planetas del sistema solar. Mi padre les ayudó trayendo a la casa un ‘anteojo’ que servía de minitelescopio. Hace 50 años, cuando la espera iba siendo agónica porque la tripulación gringa iba camino a la Luna y no sabíamos para dónde mirar, estábamos pendientes de que a la hora del alunizaje la televisión nacional pudiera enlazar y permitiera ver el momento histórico.
Estábamos todos, mis padres, mis hermanos y yo, el chofer y las empleadas del servicio alrededor del televisor en blanco y negro en la sala de la casa de Sajonia cuando llegó el momento y el hombre puso el primer pie en la Luna. Ya el tío Chalo, que leía mucho, nos había explicado cómo era el operativo y mi madre y yo nos sentíamos seguros de poder explicarles a los demás. Pero fue tanta la emoción de ver al astronauta Neil, que se nos olvidó todo lo que sabíamos y quedamos alelados. Hoy, medio siglo después, lo recuerdo con el cariño con que la edad nos hace medir lo que hemos evolucionado y lo vertiginoso que se volvió el conocimiento y tal vez vuelva a impactarme tanto como me quedé aquella noche, mirando al cielo, pensando cuánto habría gozado el abuelo librero si hubiese estado vivo y se sentara frente a ese televisor viendo llegar el hombre a la Luna.