De eso ya no hay
Quienes nacimos antes de 1950 soportamos cambios tan radicales que solo la esperanza del renacer espiritual alienta a no quedarnos atrás. No se nos enseñó a usar el dedo pulgar. Eso lo hacían los orangutanes. Ahora quien escriba en su ‘smartphone’ con el índice no solo es anticuado sino lento. Íbamos al teatro a ver cine, Netflix nos arrebató ese placer y además nos busca las películas preferidas por la dictadura del tal algoritmo que hasta confundimos con la tabla de logaritmos o la regla de cálculo que nadie usa.
Ya no buscamos en las páginas amarillas ni en la Enciclopedia Británica, míster Google nos resuelve toda duda y nos abre las puertas del conocimiento. Tampoco usamos despertador de campana, ni el ‘beeper’ de las intercomunicaciones de cuando comenzó la ‘traquetería’. Ahora programamos el celular para que nos despierte o nos recuerde citas. Al fax, que nos hizo saltar casi que al abismo del susto cuando llegó, lo reemplazaron los escáneres.
Pasajes aéreos y reservas de hoteles los compramos por internet. Las páginas web y portales de contenido están perdiendo la batalla con Facebook y Youtube llevándose de paso por los cachos la televisión. Hace rato vemos que no venden radios y nadie quiere que le escojan la música, cada quien lo hace por Spotify, itunes o Youtube, que sirve hasta para remedio. Y ni qué decir de cómo whatsapp reemplazó los diálogos telefónicos. Vamos a las carreras a eliminar el lenguaje verbal para ser dominados por el señor Google y por el aparatico que nadie quiere dejar en casa.
Es la modernidad y aunque nos facilita todo, nos pone en una era distinta a la que entramos cuando descubrimos que teníamos uso de razón y nos refugiábamos en los motivos del alma.