Reportaje
Tres familias cuentan para Aló los procesos de adopción que atravesaron para alcanzar la felicidad absoluta. Desde su experiencia, hacen un llamado para que otras familias se den la oportunidad.
Adopción, un acto de amor verdadero
Laadopción, como toda decisión trascendental, tiene muchos matices. Hay historias lindas y otras llenas de dolor. Sin embargo, a partir de tres testimonios diferentes quisimos develar algunas de las dudas surgidas en cada familia que se plantea esta opción.
“Nosotros no hicimos nada por Amelia. Ella hizo todo por nosotros”.
Claudia Hernández, la mamá de Amelia.
Desde el momento en que supieron que no podían quedar en embarazo, Claudia y Sergio pensaron en adoptar. Estaban seguros de que querían ser papás, aunque el miedo a no saber si podrían construir un vinculo sano con un niño adoptivo se hacía presente. “¿Nos podrá querer como papás?” era una de las muchas dudas que se agolpaban en su cabeza.
Pero lo cierto es que cada una de ellas, por terrorífica que ha ya sido, se desvaneció en el instante en que se encontraron frente a su hija. “Nada más importó en cuanto vimos a Amelia. Era una muñequita de casi cinco meses que llegó para a hacernos inmensamente felices”, dice Claudia, con ese nudo en la garganta que se le sigue haciendo cuando recuerda la historia. “Cada vez que me mira con sus ojitos llenos de amor, cada vez que la alzo o la arrullo en la noche, sé que es un regalo de Dios”.
Una de las verdades más grandes en un proceso como estos es que uno no adopta un niño como un acto de generosidad, uno adopta un niño porque tiene la necesidad infinita de ser padre y de volverse loco de amor por alguien. “Nosotros durante mucho tiempo esperamos un milagro”. Pasaron exámenes, asistieron a cursos, oyeron charlas, recibieron visitas de trabajadoras sociales y contestaron una y mil veces que estaban seguros. “Amelia es mucho más de lo que pudimos soñar”.
“Ninguna experiencia se compara con la felicidad que se siente el día que te entregan tu hijo. Es la espera más larga y reconfortante que existe”.
Ana Milena León, mamá de Valentina y Sofía.
Un año después de casarse, a Ana le diagnosticaron lupus. Entre los medicamentos, los tratamientos y la angustia permanente, quedar embarazada se convirtió en una tarea imposible. La adopción no fue la primera opción. Ana Milena y Víctor intentaron la fertilización in vitro, y hasta se les pasó por la cabeza alquilar un vientre. “Mi enfermedad me hacía sentir culpable”, dice Ana. Sin embargo, un día Víctor le dijo que se lanzaran ,y sin duda empezó la aventura más larga, compleja y divina de sus vidas. Pero el primer intento también fue doloroso. El Bienestar Familiar le exigió un certificado médico que asegurara que no iba a morir. “¡¿Quién podría certificar eso?! ¡¿Acaso no podía sufrir un accidente y morir de inmediato?!”.
Fueron entonces a la Fundación Fana, donde los acogieron con amor. Llenaron formularios, hicieron todas las pruebas necesarias y varios doctorados en crianza, hasta que les dieron la noticia enorme de que eran aptos para adoptar. Y entonces, ahí sí esperaron, esperaron y esperaron. Lo único que pedían, dadas las circunstancias, es que fuera un niño con buena salud. Pero jamás se preocuparon por el sexo o por su historia. “¿Que podía tener mala genética? ¡Por Dios! Yo tengo lupus, no se me puede ocurrir peor genética que la mía”, dice Ana.
“Recuerdo el día que me llamaron para decirme que ya tenían a mi niña, y recuerdo también las 48 horas siguientes, en las que salimos a comprar como locos ropa, pañales y juguetes, porque ya sabíamos que era mujer y que tenía cinco meses, aunque era grandota”. La familia llegó de Bucaramanga, venían con regalos y bombas y emocionados hasta los huesos. Estaban listos para recibir a Valentina, la nueva integrante de una familia numerosa y unida. “No creo que algún día vuelva a vivir una celebración tan grande y emotiva. Ese día recibimos a Vale. Ese día, ella me dio la fortuna descomunal de ser mamá”.
Un mes después de su llegada, Ana se enteró de que estaba embarazada. Era imposible, pero quizás la alegría de tener a Valentina le permitió a su cuerpo relajarse y volver a funcionar. Por supuesto, fue un embarazo de alto riesgo. Y Sofía nació de ocho meses. Hoy, después de haber vivido los dos procesos, Ana Milena afirma que aunque
“A la gente le da miedo lo que pueda venir con un niño adoptado, sobre todo cuando ya tiene cuatro años. Pero no hay destino que no pueda cambiarse con amor infinito”. Brian Cepeda, hermano de Diana Guerrero
el parto fue mágico y absolutamente emocionante, recibir a su niña después de un proceso de adopción es indescriptible. “El amor por cada una de ellas es el mismo. Pero durante un embarazo, uno va conociendo a su bebé y construyendo un lazo día a día. En cambio, cuando te entregan a tu hijo, tienes una descarga con todos los sentimientos al mismo tiempo -alegría infinita, miedo, agradecimientoy sin dosificador. No creo que haya otra experiencia igual, en la que uno sea capaz de sentir con fuerza cada una de las fibras de su cuerpo”.
Una madrugada, Gloria Silva recibió una llamada. Una señora le informó que la hija de un sobrino de su esposo había sido abandonada en su casa. Al día siguiente, sin pensarlo dos veces, Gloria, su esposo (Julio Cepeda) y sus dos hijos (Brian y Christian) fueron por la niña. Diana tenía cuatro años, el pelo
cortado a ras y la cabeza llena de heridas por los piojos. También llevaba la ropa sucia y tenía unos ojos hermosos que pedían amor a gritos. Julio tuvo miedo. ¿Y cómo no? Édgar, su sobrino, y la esposa eran drogadictos y se encontraban en la más triste situación de indigencia. Era posible que, al llevarse a su hija, los arrastraran en una espiral de problemas.
Pero ni Gloria, ni Brian ni Christian compartieron su temor. “Es sangre de nuestra sangre”, le dijo Christian, con 12 años, y con esa frase dio por zanjado el nuevo destino de la familia.
Desde el primer momento, Diana se sintió segura y querida. “Desde ese día nos dijo mamá y papá”, dice Gloria. “Entendimos que esa era nuestra misión y la asumimos con responsabilidad y amor”.
Lo que vino entonces fue el trabajo permanente de educar a una niña feliz, protegida, y de hacer hasta lo imposible por alejarla del mundo sórdido y siniestro del que la sacaron.
“Somos una familia de clase media bogotana. Nunca nos sobró el dinero y tuvimos angustias económicas, como todo el mundo. Pero tratamos siempre de que no le faltara nada. Cuando terminó el colegio, entre los cuatro pagamos su carrera de Comunicación Social”, asegura Brian, el hermano mayor, quien nunca ha dudado, ni siquiera por un instante, de que Diana es su hermana de verdad. “Ha sido tanto su cariño que fue él quien me llevó a conocer el mar cuando me gradué del colegio”, recuerda Diana.
“Muchas veces tuvimos miedo, claro. Diana desde niña fue sociable y alegre. Le encantaba bailar. Y a nosotros nos entraba la angustia de que se acercara a la rumba y aflorara esa herencia con la que cargaba. La cuidamos quizás demasiado. La mantuvimos lejos de las fiestas y cerca de las clases de baile”, continúa.
Pero la lucha no fue solo por evitar que Diana conociera las drogas. También por evitar que sus padres biológicos llegaran con los ojos perdidos y oliendo a vicio para sabotear la felicidad de la niña. “Alguna vez lo vimos en el andén frente a nosotros. Estuvo solo a pasos de Diana, pero en universos diferentes”, continúa Brian.
La mamá nunca la buscó, pero el papá sí lo hizo. Se reencontraron, incluso, hace pocos meses, cuando él llegó en un intento de desintoxicación y con la necesidad de perdón. Diana, con su corazón enorme, le tendió la mano y no le pidió más que la respuesta a la pregunta que se había hecho desde pequeña: “¿por qué me abandonaron?”.
Diana hoy tiene 32 años, un esposo y un bebé. Es profesional, exitosa y feliz. Nunca probó las drogas ni tuvo intención de conocer el bajo mundo. Por el contrario, no hay un día que no le dé gracias a Dios por haber obrado un milagro en su vida. Por haber permitido que esa familia amorosa y valiente se jugara todo por ella, la rescatara del infierno en el que vivía y la amara de manera incondicional. “Ojalá algún día puedo devolverle el favor a la vida”, dice Diana.