Alo (Colombia)

Reportaje

Tres familias cuentan para Aló los procesos de adopción que atravesaro­n para alcanzar la felicidad absoluta. Desde su experienci­a, hacen un llamado para que otras familias se den la oportunida­d.

- Por adriana restrepo

Adopción, un acto de amor verdadero

Laadopción, como toda decisión trascenden­tal, tiene muchos matices. Hay historias lindas y otras llenas de dolor. Sin embargo, a partir de tres testimonio­s diferentes quisimos develar algunas de las dudas surgidas en cada familia que se plantea esta opción.

“Nosotros no hicimos nada por Amelia. Ella hizo todo por nosotros”.

Claudia Hernández, la mamá de Amelia.

Desde el momento en que supieron que no podían quedar en embarazo, Claudia y Sergio pensaron en adoptar. Estaban seguros de que querían ser papás, aunque el miedo a no saber si podrían construir un vinculo sano con un niño adoptivo se hacía presente. “¿Nos podrá querer como papás?” era una de las muchas dudas que se agolpaban en su cabeza.

Pero lo cierto es que cada una de ellas, por terrorífic­a que ha ya sido, se desvaneció en el instante en que se encontraro­n frente a su hija. “Nada más importó en cuanto vimos a Amelia. Era una muñequita de casi cinco meses que llegó para a hacernos inmensamen­te felices”, dice Claudia, con ese nudo en la garganta que se le sigue haciendo cuando recuerda la historia. “Cada vez que me mira con sus ojitos llenos de amor, cada vez que la alzo o la arrullo en la noche, sé que es un regalo de Dios”.

Una de las verdades más grandes en un proceso como estos es que uno no adopta un niño como un acto de generosida­d, uno adopta un niño porque tiene la necesidad infinita de ser padre y de volverse loco de amor por alguien. “Nosotros durante mucho tiempo esperamos un milagro”. Pasaron exámenes, asistieron a cursos, oyeron charlas, recibieron visitas de trabajador­as sociales y contestaro­n una y mil veces que estaban seguros. “Amelia es mucho más de lo que pudimos soñar”.

“Ninguna experienci­a se compara con la felicidad que se siente el día que te entregan tu hijo. Es la espera más larga y reconforta­nte que existe”.

Ana Milena León, mamá de Valentina y Sofía.

Un año después de casarse, a Ana le diagnostic­aron lupus. Entre los medicament­os, los tratamient­os y la angustia permanente, quedar embarazada se convirtió en una tarea imposible. La adopción no fue la primera opción. Ana Milena y Víctor intentaron la fertilizac­ión in vitro, y hasta se les pasó por la cabeza alquilar un vientre. “Mi enfermedad me hacía sentir culpable”, dice Ana. Sin embargo, un día Víctor le dijo que se lanzaran ,y sin duda empezó la aventura más larga, compleja y divina de sus vidas. Pero el primer intento también fue doloroso. El Bienestar Familiar le exigió un certificad­o médico que asegurara que no iba a morir. “¡¿Quién podría certificar eso?! ¡¿Acaso no podía sufrir un accidente y morir de inmediato?!”.

Fueron entonces a la Fundación Fana, donde los acogieron con amor. Llenaron formulario­s, hicieron todas las pruebas necesarias y varios doctorados en crianza, hasta que les dieron la noticia enorme de que eran aptos para adoptar. Y entonces, ahí sí esperaron, esperaron y esperaron. Lo único que pedían, dadas las circunstan­cias, es que fuera un niño con buena salud. Pero jamás se preocuparo­n por el sexo o por su historia. “¿Que podía tener mala genética? ¡Por Dios! Yo tengo lupus, no se me puede ocurrir peor genética que la mía”, dice Ana.

“Recuerdo el día que me llamaron para decirme que ya tenían a mi niña, y recuerdo también las 48 horas siguientes, en las que salimos a comprar como locos ropa, pañales y juguetes, porque ya sabíamos que era mujer y que tenía cinco meses, aunque era grandota”. La familia llegó de Bucaramang­a, venían con regalos y bombas y emocionado­s hasta los huesos. Estaban listos para recibir a Valentina, la nueva integrante de una familia numerosa y unida. “No creo que algún día vuelva a vivir una celebració­n tan grande y emotiva. Ese día recibimos a Vale. Ese día, ella me dio la fortuna descomunal de ser mamá”.

Un mes después de su llegada, Ana se enteró de que estaba embarazada. Era imposible, pero quizás la alegría de tener a Valentina le permitió a su cuerpo relajarse y volver a funcionar. Por supuesto, fue un embarazo de alto riesgo. Y Sofía nació de ocho meses. Hoy, después de haber vivido los dos procesos, Ana Milena afirma que aunque

“A la gente le da miedo lo que pueda venir con un niño adoptado, sobre todo cuando ya tiene cuatro años. Pero no hay destino que no pueda cambiarse con amor infinito”. Brian Cepeda, hermano de Diana Guerrero

el parto fue mágico y absolutame­nte emocionant­e, recibir a su niña después de un proceso de adopción es indescript­ible. “El amor por cada una de ellas es el mismo. Pero durante un embarazo, uno va conociendo a su bebé y construyen­do un lazo día a día. En cambio, cuando te entregan a tu hijo, tienes una descarga con todos los sentimient­os al mismo tiempo -alegría infinita, miedo, agradecimi­entoy sin dosificado­r. No creo que haya otra experienci­a igual, en la que uno sea capaz de sentir con fuerza cada una de las fibras de su cuerpo”.

Una madrugada, Gloria Silva recibió una llamada. Una señora le informó que la hija de un sobrino de su esposo había sido abandonada en su casa. Al día siguiente, sin pensarlo dos veces, Gloria, su esposo (Julio Cepeda) y sus dos hijos (Brian y Christian) fueron por la niña. Diana tenía cuatro años, el pelo

cortado a ras y la cabeza llena de heridas por los piojos. También llevaba la ropa sucia y tenía unos ojos hermosos que pedían amor a gritos. Julio tuvo miedo. ¿Y cómo no? Édgar, su sobrino, y la esposa eran drogadicto­s y se encontraba­n en la más triste situación de indigencia. Era posible que, al llevarse a su hija, los arrastrara­n en una espiral de problemas.

Pero ni Gloria, ni Brian ni Christian compartier­on su temor. “Es sangre de nuestra sangre”, le dijo Christian, con 12 años, y con esa frase dio por zanjado el nuevo destino de la familia.

Desde el primer momento, Diana se sintió segura y querida. “Desde ese día nos dijo mamá y papá”, dice Gloria. “Entendimos que esa era nuestra misión y la asumimos con responsabi­lidad y amor”.

Lo que vino entonces fue el trabajo permanente de educar a una niña feliz, protegida, y de hacer hasta lo imposible por alejarla del mundo sórdido y siniestro del que la sacaron.

“Somos una familia de clase media bogotana. Nunca nos sobró el dinero y tuvimos angustias económicas, como todo el mundo. Pero tratamos siempre de que no le faltara nada. Cuando terminó el colegio, entre los cuatro pagamos su carrera de Comunicaci­ón Social”, asegura Brian, el hermano mayor, quien nunca ha dudado, ni siquiera por un instante, de que Diana es su hermana de verdad. “Ha sido tanto su cariño que fue él quien me llevó a conocer el mar cuando me gradué del colegio”, recuerda Diana.

“Muchas veces tuvimos miedo, claro. Diana desde niña fue sociable y alegre. Le encantaba bailar. Y a nosotros nos entraba la angustia de que se acercara a la rumba y aflorara esa herencia con la que cargaba. La cuidamos quizás demasiado. La mantuvimos lejos de las fiestas y cerca de las clases de baile”, continúa.

Pero la lucha no fue solo por evitar que Diana conociera las drogas. También por evitar que sus padres biológicos llegaran con los ojos perdidos y oliendo a vicio para sabotear la felicidad de la niña. “Alguna vez lo vimos en el andén frente a nosotros. Estuvo solo a pasos de Diana, pero en universos diferentes”, continúa Brian.

La mamá nunca la buscó, pero el papá sí lo hizo. Se reencontra­ron, incluso, hace pocos meses, cuando él llegó en un intento de desintoxic­ación y con la necesidad de perdón. Diana, con su corazón enorme, le tendió la mano y no le pidió más que la respuesta a la pregunta que se había hecho desde pequeña: “¿por qué me abandonaro­n?”.

Diana hoy tiene 32 años, un esposo y un bebé. Es profesiona­l, exitosa y feliz. Nunca probó las drogas ni tuvo intención de conocer el bajo mundo. Por el contrario, no hay un día que no le dé gracias a Dios por haber obrado un milagro en su vida. Por haber permitido que esa familia amorosa y valiente se jugara todo por ella, la rescatara del infierno en el que vivía y la amara de manera incondicio­nal. “Ojalá algún día puedo devolverle el favor a la vida”, dice Diana.

 ?? Foto: mauricio león ?? Sergio Caraballo, Claudia Hernández y la pequeña Amelia
Foto: mauricio león Sergio Caraballo, Claudia Hernández y la pequeña Amelia
 ?? Foto: mauricio moreno ?? Ana Milena y Víctor, padres de Valentina y Sofía.
Foto: mauricio moreno Ana Milena y Víctor, padres de Valentina y Sofía.
 ?? Foto: héctor Fabio zamora ?? Diana Guerrero (izquierda), fue adoptada por la familia de su tío y primos. En la foto, con su familia y su hijo en brazos.
Foto: héctor Fabio zamora Diana Guerrero (izquierda), fue adoptada por la familia de su tío y primos. En la foto, con su familia y su hijo en brazos.

Newspapers in Spanish

Newspapers from Colombia