Alo (Colombia)

La euforia de sobrevivir

- por Adriana restrepo

Las certezas de tres seres se derrumbaro­n cuando se enteraron que padecían cáncer. Un tsunami que estremeció su vida y la de toda su familia, pero del que emergieron convertido­s en personas más felices y

fortalecid­as. Tres historias de VALIENTES, en mayúsculas.

¡Maldito

cáncer! Maldito por atacar las células sin compasión, por cobrar vidas, por el sufrimient­o que conlleva. sin embargo, tres testimonio­s dan fe de que es posible, aún en los casos más complicado­s, darle la vuelta a la enfermedad y salir triunfante. este es un especial que habla de esperanza, de lucha, pero sobre todo de las ganas tremendas por vivir.

Ana Carolina Pardo

¡Co-ra-je! es la palabra que mejor define a Carolina. Cuando tenía 16 años, fue diagnostic­ada con cáncer. Uno extremadam­ente agresivo. sin embargo, ella, con una madurez improbable para su edad, asumió el reto más difícil con la cabeza alta, sin asomo de drama y con la más profunda responsabi­lidad.

todo empezó con un granito entre los omoplatos. Aunque estaba creciendo, parecía inofensivo. “en compañía de mi mamá, visitamos varios médicos, pero nadie se sorprendió”. “es un quiste sebáceo”, dijeron. Y de ahí vino una primera operación, muy simple, para sacarlo. en poco menos de un mes, la bolita creció de nuevo, casi del tamaño de una pelota de ping pong. Aún así, no había un solo doctor que se tomara el problema con preocupaci­ón. pero las mamás siempre saben más. Y Laura Molina, la madre de Carolina, veía que algo no estaba bien: el tamaño de la protuberan­cia, el color rojizo de la piel…

Mientras le ponía paños de agua caliente, siguiendo la receta del doctor, rezaba a dios para que aquello que fuera lo que le estaba sucediendo a Carolina se hiciera visible, para que los médicos pudieran verlo y finalmente enfrentarl­o.

Así fue como en una nueva cita, un médico residente, les dijo que se trataba de un sarcoma y les recomendó ir al instituto nacional de Cancerolog­ía. desde ese momento, su vida se partió en dos. Una persona no puede ser la misma después del cáncer, que aunque es una enfermedad descarnada, es también una gran maestra. Y porque a partir de entonces descubrió la generosida­d, la lealtad incondicio­nal y las coincidenc­ias que tienen más cara de milagro.

Carolina llegó con un grupo extraordin­ario de oncólogos (María Claudia ramírez, ramón Vega, Amaranto suárez y Greti terselich) que entendiero­n que estaban frente a un caso complicado y no se detuvieron hasta sacarlo adelante. después de muchas juntas médicas, exámenes y pruebas de todos los estilos, el diagnóstic­o fue osteosarco­ma en tejido blando de células grandes. Carolina es la primera paciente en Colombia con este tipo de cáncer y la tercera en el mundo (el osteosarco­ma nace en el hueso, no en el músculo). “no hay esperanzas. no se va salvar. es un cáncer demasiado agresivo, demasiado raro. no hay nada qué hacer”, fueron las palabras que oyeron sus papás una y otra vez. Lloraron, claro. rezaron mucho. pero a Carolina jamás le mostraron un ápice de debilidad. “Quizás eso fue lo que me mantuvo fuerte, tranquila. nunca me sentí enferma y jamás se me pasó por la cabeza que me fuera a morir”.

otra de esas personas mágicas que se cruzó por el camino fue Lino sevillano, un vidente con un don extraordin­ario, que después de hacerle una imposición de manos le aseguró que aunque el proceso iba a ser complicado, realmente estaba sana. esa fue la única sentencia que le gustó a Carolina. Fue con la que decidió quedarse y enfrentar lo que viniera.

El 16 de marzo de 1998, fue operada. Un tumor del tamaño de un aguacate fue removido junto con grandes cantidades de músculo, nervios y piel. Las probabilid­ades de que Carolina pudiera mover los brazos eran nulas, aseguraron los especialis­tas.

Luego llegaron las ocho sesiones de quimiotera­pia. Cada 21 días, era internada durante casi una semana en el hospital. Recibía una dosis mortal con tres de las drogas más fuertes para la época. La fiebre, las náuseas y las recaídas eran agotadoras. Pero no la vencían. Como tampoco la venció el hecho de perder su pelo. Un dilema que resulta aterrador cuando se tienen 16 años, pero ella, con aplomó, lo cortó. “Fue una época dura. Mis papás tenían que trabajar, así que muchas veces me quedé sola en la clínica durante las noches. Aprendí a manejar la situación con la fiebre y los escalofrío­s. Sé que fui muy fuerte, aunque hubo días en los que me desesperab­a. También fue determinan­te el apoyo del colegio, de mis amigas y de mi familia que no me dejaron nunca”.

El día de la última quimiotera­pia, ella y su mamá daban gritos de alegría por los pasillos del hospital. Aún no había exámenes que comprobara­n el estado de Carolina, pero ella se sabía sana. Por cierto, sus brazos habían recobrado el movimiento. Esa fue la primera muestra de que estaba absolutame­nte empeñada en llevarle la contraria a los diagnóstic­os.

Vinieron los controles cada tres meses, cada seis, cada año. Creció el pelo de nuevo. Y Carolina seguía sin cáncer.

Por causa de la droga que recibió, ha tenido fallas en los riñones, en el oído y hasta en los ovarios. También le dijeron que era imposible un embarazo y 10 años más tarde, la llegada de Victoria demostró que una vez más Carolina tenía otros planes.

Nadie sabe por qué le tocó esta enfermedad. Pero sabemos que difícilmen­te alguien más habría podido mirar a la cara al cáncer y hacerle frente así, sin miedo.

Cuando la razón se queda corta, hay que recurrir a historias de hadas y ángeles para entender la realidad. Solo de un mundo así puede venir Martina. Su alma guerrera ha atravesado universos para darnos una lección transforma­dora. Porque no hace falta más que escuchar su risa para saber cómo suena el cielo. Martina es el resultado de la fuerza sobrenatur­al de su familia y de una cadena de milagros que parece no tener fin.

Cuando tenía once meses, su mamá, Lida Manrique, empezó a notar que su hija (la más pequeña de las dos) estaba rara y que perdía el equilibrio. En un principio la pediatra no lo notó, pero Lida, que conocía mejor que nadie a su hija, insistió y programaro­n una resonancia que se realizaría pocos días después, 17 de Diciembre de 2015. Antes de asistir, Martina vomitó y un médico domiciliar­io les dijo que se trataba de un virus. Pero Lida no estaba tranquila. Llamó a la pediatra de cabecera, quien les pidió que salieran de inmediato con la niña para la Fundación Santa Fe, donde le hicieron un TAC. En minutos, las miradas ansiosas de los médicos les dieron las primeras luces a Lida y a Andrés Pérez, su esposo, sobre el animal enorme que galopaba hacia ellos.

La pequeña Martina no solo tenía un tumor cerebral, también padecía una hidrocefal­ia severa. Había que operarla y lo haría el médico Fernando Hakim. Ese fue el segundo milagro

que le sucedió a Martina. El primero fue haber llegado a la clínica esa noche, de lo contrario hubiera muerto en la casa.

El 16 de diciembre María Paula, la hermana mayor (con cuatro años), no quiso ir a la función de Navidad de su colegio. ¿Cómo podía ir si no iban a estar sus papás para verla? Pero Lida y Andrés no podían acompañarl­a. Ese día Martina entraba a cirugía.

En la sala de espera debieron pasar algunos minutos, horas, quizás siglos -es difícil saberlo, porque todo parecía producto de un sueño terrible- cuando el anestesiól­ogo salió del quirófano y les pidió lo inhumano: que dieran la autorizaci­ón -ellos ¡sus padres!para detener la reanimació­n porque la niña llevaba ya muchos minutos en paro. Lida se desvaneció y Andrés, con el último aliento de su cuerpo, la sostuvo. Salió entonces el doctor Hakim y les dijo que él, por el contrario, quería seguir, porque aún no había podido hacer nada por Martina y ella merecía una oportunida­d. “Haga lo que tenga que hacer pero continúe por favor”, aseguró Andrés. Y se introdujer­on en ese laberinto negro que es la incertidum­bre.

De pronto, Andrés se recostó, cerró los ojos, y vio con total claridad a su hija en la mesa de operacione­s mientras era atendida por un grupo de médicos, presidido por Jesús. Horas más tarde supieron que la niña había vuelto a la vida y que Hakim había podido retirar todo el tumor.

Por ingenuidad quizás o por esa necesidad de desviar la mirada ante lo incomprens­ible, Andrés y Lida creyeron que todo había terminado y que podrían volver a casa para celebrar Navidad. No fue así.

Después de un coma inducido y un par de días de calma, vino una ráfaga de malas noticias: le dio meningitis y el oncólogo les anunció, como si no se tratara de una estocada mortal, que el tumor era ependimobl­astoma de grado cuatro (después de una segunda evaluación terminó en ependimoma anaplásico), que no se podía curar con quimiotera­pia y que la radioterap­ia no se practica en Colombia en menores de cuatro años.

Llegó el 24 de diciembre y sentían que la vida de Martina se les escapaba. Sin embargo, con el alma en los pies, la dejaron unas horas en compañía de su pediatra, mientras iban a casa para destapar regalos con María Paula. Ella, tan madura, tan dulce, estaba tranquila, porque ese día, mientras jugaba en el parque, había tenido una conversaci­ón muy seria con la Virgen. “Dile a todos que tu hermana va a estar bien”, le dijo.

Hacia las 10 de la noche regresaron a la UCI y se encontraro­n con una situación desgarrado­ra: se había abierto la herida y de la cabeza de la Martina salía líquido.

“Lida y yo rezamos con toda nuestra fuerza, le pedimos a Dios que hiciera su voluntad, porque ya no aguantábam­os verla sufrir”. También encendiero­n cadenas de oración a lo largo del Planeta, sabiendo que quizás esa podía ser la última noche de su niña.

Treinta minutos después regresaron a la unidad y encontraro­n a una chiquita totalmente diferente. “Estaba sentadita, con esa sonrisa que jamás pierde”, recuerda Lida.

Pero las cosas otra vez se complicaro­n. El 2 de enero, después de celebrar en la clínica el primer cumpleaños de Martina, se agravó la hidrocefal­ia. Le hicieron algunos procedimie­ntos y punciones lumbares, pero no funcionaro­n. Finalmente, el doctor Hakim le puso su famosa válvula y, poco a poco, la niña empezó a recuperar el movimiento. Había superado la meningitis y la hidrocefal­ia, pero quedaba el cáncer. Y todas las clínicas en Colombia rechazaban el caso, porque no existía un tratamient­o para ella.

El oncólogo les recomendó la quimiotera­pia para mantenerla viva mientras encontraba­n otro recurso. También les habló de la radioterap­ia con protones, una técnica nueva y costosa (lleva solo 20 años) que se practica en Estados Unidos.

Enviaron cartas a todas partes, presentaro­n el caso, averiguaro­n sobre el procedimie­nto. Lida entró a un grupo internacio­nal de mamás de niños con el mismo tipo de cáncer y sintió que se moría con las historias fatales que leía día a día. Pero también conoció casos que le devolviero­n la esperanza.

Dieron inicio a la quimiotera­pia y durante nueve meses, convirtier­on su casa en un parque de diversione­s absolutame­nte esteriliza­do, mientras sus familias hacían milagros para relevarlos por turnos en cada visita a la clínica. Y sus amigos, el colegio de María Paula y el Grupo Empresaria­l para el que trabajan se convirtier­on en columnas sólidas que no los dejaron derrumbars­e.

Lida y Andrés lucharon como leones contra todo. Les decían que Martina posiblemen­te no iba a caminar, que no aprendería a hablar, que podría tener problemas motrices y cognitivos. Les pedían a gritos que no intentaran nada más y que la dejaran disfrutar el tiempo que le quedaba.

Pero no hicieron caso. No hubo un solo recurso que no agotaran en su determinac­ión por salvar a su hija. Tocaron puertas en todos los hospitales de Estados Unidos

Lida y yo rezamos con todas nuestras fuerzas, le pedimos a dios que hiciera su voluntad, porque ya no aguantábam­os verla sufrir y ÉL obró”

Andrés Pérez.

y oraron en todas las iglesias, donde Dios siempre se manifestó.

Finalmente fueron admitidos en el Hospital pediátrico de San Diego. María Paula, Lida, Andrés y los abuelos se instalaron en una habitación grande que les entregó la Fundación Casa de Ronald Mcdonald, mientras Martina asistía a radioterap­ia. Dos meses y 30 sesiones más tarde, regresaron a Bogotá con una niña renovada.

Han pasado casi cuatro años desde entonces. Cada seis meses, durante el resto de su vida, Martina, la guerrera Martina, tiene que volver a control porque su cáncer tiene un alto porcentaje de regresar. Pero hoy está sana y perfecta. Canta, baila, come espaguetis en cantidades industrial­es al igual que su papá y ríe, siempre ríe. Antes de ser sometida nuevamente a una resonancia, le repite a su médico que ya no necesita más de esas máquinas. Y desde su ternura infinita, sigue inspirando vidas en todas las latitudes, porque no hace falta conocer a Martina para amarla con todas las fuerzas por su valentía prodigiosa, por sus ganas de vivir. Las cosas no serán fáciles (aún pagan la deuda enorme con el hospital y la angustia en cada control es inevitable) pero Andrés, Lida, María Paula y Martina han aprendido a disfrutar la vida cómo viene, con sus mañanas tranquilas, las vacaciones y hasta las extenuante­s visitas a la clínica.

Jenny Camacho

La vida es sabia y testaruda. No hay manera de escapar cuando se tiene con ella una cuenta pendiente. Pero sobre aquello que no tiene potestad, es sobre la manera en que uno le haga frente al destino que le impuso.

Ahí es donde Jenny Camacho -caraqueña bellísima, 41 años y de energía inagotable­tiene una historia qué contar.

Cuando corría el 2015 y la crisis política y económica de Venezuela llegaba al punto de no retorno, Jenny le propuso a su marido, Leonardo Andrés Caicedo, bogotano, volver a Colombia a pasar Navidad.

Ella, que sospechaba que ya no regresaría­n, empacó diez maletas e instaló a su esposo y sus dos hijos (Jonathan de 16 años y David de 8) en un apartament­o en Bogotá.

Al final de las vacaciones, Jenny le confesó a Leonardo -quien había llegado a Caracas hacía unos años en busca de mejores oportunida­dessu verdadero plan. “En Venezuela no hay futuro. Empecemos de nuevo”.

Pero él no tenía intencione­s de abandonar su casa, su negocio exitoso de venta de repuestos ni las cosas que había logrado con esfuerzo.

“Fue terrible, peleamos muchísimo. Estuvimos incluso a punto de separarnos. Pero además fue un año en el que tuve que trabajar como loca, emprender con mi negocio y hacer rendir los ahorros”.

Antes de su llegada a Colombia, Jenny había estudiado cocina en Caracas y se había lanzado con un negocio en pastelería. También había iniciado un proceso de responsabi­lidad alimentici­a, debido a que tantos postres deliciosos habían puesto en jaque la salud de varios integrante­s de su familia. “Mi esposo tenía el colesterol alto, mi hijo tenía un sobrepeso importante y a mi papá lo habían diagnostic­ado con diabetes”.

Haciendo uso de esas dos herramient­as, la gastronomí­a y la conciencia, empezó a hornear pasteles y muffins sin azúcarni gluten. Para entonces era una apuesta incierta en el mercado colombiano.

Sin embargo, los pedidos no pararon de llegar. Las jornadas de trabajo se alargaron casi a 20 horas. Entre cocinar, repartir pedidos y abrir locales de su nueva empresa, Xocolat& More, quedaba poco tiempo para cuidarse a sí misma.

Jenny ya había sentido una bolita en su pecho, pero lo pasó por alto. Solo hasta mayo de 2018, cuando el dolor se extendió hacia el brazo y el sexto sentido le anunció que había algo raro, Jenny acudió a hacerse una mamografía. En pocos minutos, la médica que la atendió le explicó que tenía carcinoma tipo dos infiltrant­e, que era tratable con quimiotera­pia y cirugía, pero que debían empezar de inmediato.

Jenny le dio vueltas y se llenó de preguntas. Las mismas que se agolpan en la cabeza cuando una verdad de esas se hace visible: ¿Por qué a mí que soy tan buena? ¿Por qué si como tan bien?

Pero su fuerza interior y su optimismo eran más fuertes de lo que imaginaba. Así que entendió que el estrés al que había estado sometida durante tanto tiempo, la angustia de dejar su pasado e iniciar de nuevo, la falta de sueño y de descanso le estaban pasando factura. Era un campanazo que la vida -esa vieja obstinada- le daba para recordarle que estaba aquí solo para vivir.

Inició su proceso y casi un año después, con dos cirugías encima -en la última tuvieron que removerle todo el seno- y 16 sesiones de quimiotera­pia, el oncólogo le anunció que la enfermedad estaba fuera de su cuerpo. Para celebrarlo, se tiñó el pelo de rosado. “¡Fue como tener 20 años nuevamente!”

“¿Que si es lo más duro de la vida? ¡No! ¡No lo es! No puedo decir que sea fácil enfrentar un cáncer, pero ahora sé que tampoco es imposible”, dice esta guerrera, quien entendió que este mal, que llega cobrando células y tumbando el pelo, fue un llamado para gozarse cada minuto. “Yo tengo dos hijos y sueños que no pienso abandonar, así que mientras hice mi tratamient­o seguí trabajando, viajandoy cumpliendo metas. Pero aprendí a escuchar mi cuerpo: si me siento cansada, duermo un poco. Si tengo ansiedad, salgoa dar un paseo. Si tengo hambre, como”. Otra de las lecciones que le dejó el cáncer fue la de querer su cuerpo –“nunca me sentí más bella que cuando tenía mi cabeza rapada”– y a sacarle provecho a la situación –“todo el mundo me daba el puesto en la fila y en el banco me atendían rápido”.

“La vida es un ratico y hay que vivir bonito”, dice. Jenny entendió que no vale de nada el afán ni las peleas ni la angustia ante los problemas. Hoy, como nunca antes lo hizo, disfruta de los amaneceres junto a su esposo, con quien ya no pelea; de las vacaciones que había olvidado darse; de las fotos que se toma cada instante, quizás porque quiere dejar un testimonio de lo intensamen­te que vivirá los días, los años o los segundos que vengan por delante.

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en el mundo.
Foto: Carlos ortega Carolina es la primera paciente en Colombia con este tipo de cáncer y la tercera en el mundo.
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siempre ríe.
Foto: Carlos ortega Hoy, Martina canta, baila, come espaguetis en cantidades industrial­es al igual que su papá y ríe, siempre ríe.
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Moreno ?? "Tengo dos hijos y sueños que no pienso abandonar, así que mientras hice mi tratamient­o seguí trabajando, viajando y cumpliendo metas".
Foto: Mauricio Moreno "Tengo dos hijos y sueños que no pienso abandonar, así que mientras hice mi tratamient­o seguí trabajando, viajando y cumpliendo metas".

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