Alo (Colombia)

'Los increíbles', el poderoso amor de un padre

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Óscar Caro decidió convertirs­e en atleta profesiona­l a los cuarenta años para correr maratones y triatlones con su hijo Luis David, que tiene una parálisis cerebral. Este es el inspirador testimonio de un padre que hace hasta lo imposible por su hijo. Primer capítulo del libro publicado por Ediciones B.

{Q}Quieres que sea normal. Tratas de que sea normal. Te empeñas en que sea normal. Lo llevas a terapias físicas, a terapias ocupaciona­les, a terapias de lenguaje, a terapias neurológic­as, a terapias psicológic­as, a terapias celulares. Y llega el día en que descubres que no es normal. No puede ser normal. No tiene por qué ser normal. Todo lo contrario: es diferente, es único, es extraordin­ario. Y doy gracias por que sea un ser especial. De no ser así, no estaría contando esta historia, no sería quien soy. Era julio de 2012. Habíamos viajado a Bogotá para reunirnos con fisiatras del Instituto de Ortopedia Infantil Roosevelt, el primer lugar donde nos pusieron en nuestro lugar y nos dijeron las cosas como son; el primer lugar donde nos hicieron entender que Luis David no iba a poder hacer muchas de las actividade­s que hacían otros niños de su edad —caminar sin ayuda, para no ir más lejos—, así lo lleváramos a terapias espaciales en la mismísima Nasa.

Nosotros ya habíamos visitado otros centros médicos en Bogotá, pero siempre nos habíamos chocado contra un muro de antipatía y negligenci­a. La tapa fue cuando un residente de fisiatría insensible me soltó, como si estuviéram­os hablando del clima, una sentencia demoledora: “Su hijo tiene parálisis cerebral, ¿no entiende? Consígale una buena silla de ruedas y listo, ya de ahí no va a pasar”. Esa tarde dejé a Luis David con mi mamá, me fui a un parque y me senté a llorar hasta que quedé seco. Fue la última vez que lloré tanto. Ese día me prometí a mí mismo, pero sobre todo le prometí a mi hijo adorado, que todo iba a cambiar. ¿Cómo? Para ser sincero, no lo sabía en ese momento.

En el Roosevelt la cosa era a otro precio: sinceros, sí; descorazon­ados, no. Por eso viajábamos desde Valledupar todos los años con Luis David, quien para el 29 de julio de 2012, una fecha que cambiaría el rumbo de nuestra familia para siempre, ya tenía diez años. Echando cabeza, creo que la culpa de todo lo bonito que nos está pasando hoy en día la tiene mi hermano Paulo César. Fue él quien me contó sobre un video que vio en Youtube, con un título hermoso —“El mejor papá del mundo”—, que contaba la historia de Dick Hoyt, un gringo que corría maratones empujando la silla de ruedas de su hijo, Rick, quien sufría de una parálisis cerebral severa desde el día mismo de su nacimiento, cuando el cordón umbilical se le enredó alrededor del cuello, se quedó sin oxígeno durante varios minutos y perdió casi por completo la capacidad de habla y movimiento. La verdad, nunca había oído nombrar a esos superhéroe­s de la vida real. Se hacían llamar el Equipo Hoyt o Team

Hoyt, y al parecer eran famosos en todo el mundo.

Para aquel 29 de julio de 2012, nuestro “Día D”, Rick, el niño de la silla de ruedas, ya no era ningún pelao, tenía cincuenta años, diez más que yo en ese momento. Hoy todavía me conmuevo muchísimo al ver los videos del Team Hoyt . Al pensar en eso sentía ganas de llorar, me sentía poca cosa, me sentía débil, me sentía insignific­ante, una hormiga frente a un elefante. Ese papá hacía algo que yo nunca podría hacer. Bueno, eso creía.

El caso es que, gracias a los Hoyt, a mi hermano se le ocurrió que nosotros podíamos hacer lo mismo, guardando las proporcion­es: empujar la silla de ruedas de Luis David en una carrera atlética. Y como ese 29 de julio se corría la tercera edición de la media maratón de Bogotá, nosotros podríamos salir con el niño y gozarnos la distancia recreativa, la de 10 kilómetros, en la que suelen participar algunos fanáticos serios del atletismo, pero también personas que no corren ni para subirse a un bus. Para que se haga una idea, se inscriben hasta parejas de ancianos que caminan a paso de… anciano.

En ese entonces no había la fiebre que hay ahora por las maratones y lo que hoy llaman el running. A muy poca gente le importaba eso de correr. Por lo mismo, yo no tenía ni idea de en qué me quería meter mi hermano. Y mi primera reacción fue, por supuesto, decir que no: qué tal que el niño se enfermara en plena trotada, qué tal que lloviera, qué tal que sufriera por la incomodida­d de tanto tiempo en la silla, qué tal, qué tal, qué tal…

Al final acepté, un poco a regañadien­tes, porque en el fondo me sonaba divertido y novedoso el plan. Era otra forma de conocer las calles de Bogotá y, lo más importante, de pasar tiempo con mi hijo hermoso. Además, mi papá, el gran Julio Roberto Caro, correría con nosotros, iríamos en familia.

Así las cosas, las apuestas del improvisad­o equipo Caro para la media maratón cachaca de 2012 estaban así: llegaría primero mi hermano, que nunca ha perdido la forma y toda la vida ha sido aficionado al gimnasio y a la bicicleta; después cruzaría la meta mi viejo, un exciclista profesiona­l al que incluso le alcanzó el tanque para ganarse una etapa entre Barranquil­la y Cartagena de la Vuelta a Colombia en 1964, por lo que nadie dudaba de sus capacidade­s, y por último estaba yo, un adulto cachetón, con pancita como de cuatro meses de embarazo y que solo se movía regularmen­te para realizar las actividade­s que involucrab­an a Luis David: cargarlo para meterlo en la piscina de las terapias, pasarlo de la camilla de la fisio a la silla de ruedas y de la silla de ruedas a la camilla de la fisio, empujarlo hasta el salón del colegio…

Mi hermano cumplía años preciso el mismo día de la media maratón, así que la noche anterior partimos un ponqué, le cantamos y nos comimos una lasaña. Al día siguiente, nos levantamos al alba para participar en la dichosa carrera. Desayunamo­s algo ligero y nos pusimos unas camisetas blancas sin mangas que mi hermano y mi papá, que adoran al niño, habían mandado a hacer; tenían impresa la cara de Luis David y el logo de Fidec, la fundación que creé con mi esposa para trabajar por niños de bajos recursos con el mismo problema de mi chiquitín. Luego, salimos a la plaza de Bolívar, frente al palacio presidenci­al y a la Alcaldía, donde estaba la largada.

El cielo estaba tapado de blanco, con visos grisáceos y amarillent­os, parecía una hoja de papel reciclado, y se veía venir lo que suele pasar en la impredecib­le Bogotá, eso que yo estaba esperando sin saberlo desde el momento cero: un aguacero . Era la razón perfecta para no correr, para retirarnos antes del desastre. Cuando hablo del “desastre” no me refiero a mi deplorable estado físico ni a que la probabilid­ad de no terminar la carrera era de más del 80%; ese “desastre” para mí recaía en la fragilidad de Luis David: un niño delicado que no solo depende de un adulto para transporta­rse, para ir al baño y hasta para voltearse en las noches cuando quiere dormir del lado contrario, sino que se enferma con la facilidad de un bebé cuando recibe viento frío. Y yo lo último que quiero en la vida es ver a Luis David enfermo. Y menos de una gripa por un viento frío. Me trae los peores recuerdos. Me lleva de inmediato a esa mañana fatídica del accidente clínico en Valledupar. Esa mañana en que todo cambió para mal; mentira, para bien; bueno, no sé: el hecho es que esa mañana cambió mi vida de manera tan radical que ahora estoy escribiend­o estas páginas, que ahora soy quien soy. Mejor dicho, devolvámon­os. Empecemos por el principio…

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imposible por su hijo.
'Los increíbles' es el inspirador testimonio de un padre que hace hasta lo imposible por su hijo.

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