Encerrados en el clóset
Es común asumir que la exclusión ocurre únicamente en el territorio de la política, en el universo de las leyes y los derechos civiles, y que habrá que luchar para modificar esas leyes que restringen los derechos de las minorías. Específicamente, en el caso de los derechos de las personas LGBTI, eso hemos visto en los últimos años: un esfuerzo político por democratizar, por ejemplo, el matrimonio civil (con todo lo que esto implica: herencia, seguridad social, adopción, etcétera) y por fortalecer derechos vulnerados como el derecho a la vida, a la integridad personal o a la no discriminación. Asuntos tan básicos como que dos hombres puedan tomarse de la mano en la calle o, en general, las expresiones públicas de afecto han sido largamente discutidos en la Corte Constitucional, y es entendible: la homofobia llega a unos niveles tan altos que parece necesario discutir los presupuestos más elementales de la convivencia ciudadana.
Estas han sido las urgencias del activismo LGBTI en Colombia, un país con una larga tradición de guerra, violencia y exclusión. Sin embargo, rara vez se nos ocurre asumir que esa exclusión pueda tomar formas más sutiles y habitar los territorios de la memoria, el arte, la historia y la política cultural, sin que si quiera nos hayamos percatado. Nadie cuestiona, por ejemplo, que la historia del arte en Colombia, la historia que nos cuentan los libros de arte, en especial la anterior a la década de 1970, sea protagonizada por artistas hombres, blancos y heterosexuales (salvo una o dos excepciones), y asumimos que esta historia es “objetiva” y que “responde a los hechos”, y no al temor o al prejuicio. Esta historia se ha encargado de, por un lado, heterosexualizar a los homosexuales, omitiendo las orientaciones sexuales de las narraciones, en aras de un supuesto respeto a la “vida privada”. Y, por otro lado, esta historia ha construido unas fronteras lo suficientemente rígidas como para que el arte producido por otros grupos sociales quede por fuera de sus márgenes, en territorios aparentemente menos dignos, como la artesanía o las artes aplicadas.
Entonces, ¿en dónde están nuestros artistas modernos negros, indígenas u homosexuales? ¿En dónde están las prácticas artísticas trans, e incluso, en dónde está el arte moderno producido por mujeres (las que, por fortuna, desde hace una década vienen ganando mayor visibilidad)? ¿En dónde están las redes homosexuales, gays y lésbicas en el arte colombiano de los primeros tres cuartos del siglo XX? ¿Cómo leer, en clave lésbica, los contenidos velados que esconden algunas obras de arte de la primera mitad del siglo XX, como Esquizofrenia en el manicomio (1940), de Débora Arango; Cabeza de negra (1944), de Hena Rodríguez; algunas pinturas de José Rodríguez Acevedo o las fotografías de Benjamín de la Calle? Valga anotar que las obras de Débora y Hena son expuestas permanentemente en el Museo de Arte Moderno de Medellín y en el Museo Nacional de Colombia, y en las narraciones curatoriales de ambas instituciones se omite cualquier lectura queer. Habría que preguntarnos, también, por qué en la última exposición temporal de Lorenzo Jaramillo, en el Museo Nacional, se omitió cualquier lectura queer sobre obras radicalmente homoeróticas, o por qué ocurría esto mismo en la exposición permanente de Luis Caballero (un artista homosexual con una obra fuertemente cargada de referencias homoeróticas) en la Colección de Arte del Banco de la República.
Llevando esto al territorio de la documentación histórica, ¿en dónde están los archivos de los activistas LGBTI, esos que impulsaron los derechos civiles, y que, con su estudio, podrían ayudar a construir una nueva historia social más incluyente? ¿Qué están haciendo las instituciones públicas de la memoria como la Biblioteca Nacional, la Biblioteca Luis Ángel Arango o el Museo Nacional de Colombia para solventar este déficit en la memoria documental LGBTI? ¿Cómo el Ministerio de Cultura podría actualizar los sistemas de clasificación de las bibliotecas públicas para eliminar cualquier rastro de prejuicio o renovar los contenidos bibliográficos de las bibliotecas públicas y la Lista básica de material para bibliotecas, con el objetivo de educar en la diversidad? ¿Cómo se explica la exclusión de la comunidad LGBTI en la construcción del guion curatorial de la Sala Memoria y Nación del Museo Nacional de Colombia, en donde se encuentran representados los diferentes grupos sociales que constituyen “la nación” colombiana? ¿Esto significaría que, en Colombia, la población LGBTI está al margen del concepto de nación? Si no fue posible obtener material histórico relativo, ¿por qué no hacerlo evidente en el discurso curatorial mismo de la Sala? ¿En dónde están las exposiciones, temporales o permanentes, que aborden la historia LGBTI o aporten una perspectiva queer sobre la historia oficial? ¿Por qué la vergüenza, por qué el miedo, por qué esa reticencia de las instituciones de la memoria a tomar partido, por qué el recelo al momento histórico que vive el país y el mundo, por qué no dar sustento teórico e histórico a las transformaciones sociales? ¿Por qué los caminos aceptados, por qué lo socialmente aprobado, por qué la ausencia de riesgo al impulsar y acompañar la transformación de la sensibilidad colectiva? ¿Por qué los guantes quirúrgicos? ¿Por qué el clóset?