El lenguaje como posibilidad.
El artista mexicano Carlos Amorales, en el MAMM.
CARLOS AMORALES EN EL MAMM
Este aficionado de la historia y de la literatura se decidió por el arte casi por descarte. Hoy considerado uno de los grandes artistas de México, a partir de julio expondrá en el Museo de Arte Moderno de Medellín un recorrido por toda su obra. Lo visitamos en su casa en Ciudad de México.
Decir que Carlos Amorales es uno de los artistas plásticos mexicanos más importantes de la actualidad es una verdad que, sin embargo, se queda muy lejos del absoluto. Carlos Amorales es, antes que nada, un hombre versátil que se ha dedicado a la pintura, a la escultura, al performance, a la animación, al cine, incluso hizo escenografía teatral y hasta cofundó una disquera. Amorales es un artista del siglo XXI imposible de encasillar en una sola disciplina.
El 26 de julio, Amorales inaugurará la exposición Carlos Amorales: herramientas de trabajo, en el Museo de Arte Moderno de Medellín, donde se podrá ver un recorrido por toda su obra, aunque no de manera cronológica, sino ordenada a partir de las características de las piezas. Por ello, la exposición se dividirá, primero, en una muestra de material bidimensional (pintura, dibujo, grabado, etcétera) y al final se podrán ver las imágenes en movimiento: los videos y películas que el artista ha hecho. “En medio vamos a poner un par de piezas de música, porque la idea es que la música mueve las imágenes —explica Amorales entusiasmado en su estudio de Ciudad de México—. Este es un experimento: la propuesta aquí es ver la obra a partir de las imágenes”.
En sus palabras, esta es una historia suya, pero no organizada historiográficamente, y aunque el resultado puede ser similar, para entender la versatilidad del artista nos hizo un recorrido de su vida en medio de algunas de sus piezas, junto a su perra, Tinga, que se echó tranquilamente bajo la mesa, y con una taza de café de por medio.
NI DE AQUÍ NI DE ALLÁ
Desde niño, Amorales ha tenido la sensación de estar fuera de lugar y eso, precisamente, le
ha forzado a ver un poco más allá de lo evidente; esa falta de confort le ha permitido hacer consciente la función del lenguaje y su versatilidad.
A los 3 años, sus padres, ambos artistas plásticos —Carlos Aguirre y Rowena Morales—, se lo llevaron a Inglaterra, a donde fueron a estudiar, y pocos años después volvieron a Ciudad de México. “De medio hablar español, pasé al inglés y ya que me estaba adaptando, de regreso a México —recuerda Amorales—. Y aquí me decían Tiroloco Mcgraw porque hablaba como gringo”.
Pero la desubicación no se quedó allí. Cuando sus padres volvieron a México se asentaron en la colonia Contreras, en el sur de la ciudad, un barrio que en esa época mostraba muchos contrastes, ya que la mayoría de los habitantes eran primera o segunda generación de gente que llegaba del campo a la ciudad, al tiempo que había también gente de clase media y algunas casas grandes de gente adinerada. “Era un lugar en el que convivían todas las clases sociales juntas y había algo como muy de gente de pueblo y, al tiempo, gente muy urbana”, cuenta, pero el contraste aún sería mayor para él, un joven rubio y de ojos azules, hijo de artistas y estudiante de una escuela activa donde asistían hijos de activistas y se respiraba mucha ideología. “Pues yo era como un marciano entre la gente del barrio”.
Ese contraste entre todos los ecosistemas en que se movía Carlos lo hizo sensible a las sutilezas del lenguaje y a la búsqueda de la mejor manera de decir las cosas para darse a entender en los diferentes ámbitos. “Todo el tiempo tenía que aprender a hablar o a integrarme a una comunidad para luego desintegrarme e integrarme a la otra —dice Amorales—. Siento que el lenguaje se volvió muy importante para mí en la búsqueda de aprender a hablar o encontrar los términos adecuados para decir las cosas”.
Y por si fuera poco, a los 19 años, apenas tras haber terminado la preparatoria, se fue a Europa, con la idea de estar allá un par de meses. Sin embargo, el viaje fue al final de 14 años e incluyó estudios de Arte en la Rijksakademie van Beeldende Kunsten y en la Gerrit Rietveld Academie, en Amsterdam, Holanda, años viviendo allá, luchando con el lenguaje y el inicio de su obra plástica.
NO HUBO EPIFANÍA
Carlos, desde niño, estuvo vinculado con el arte porque su padre, Carlos Aguirre, y su madre, Rowena Morales, eran artistas. Aguirre es reconocido en el mundo del arte contemporáneo en México desde finales de los años setenta, gracias a su influencia en generaciones jóvenes debido a su colaboración con otros artistas y a su trabajo docente. Así mismo, Rowena estuvo vinculada con el movimiento feminista y buena parte de su obra la realizó bajo el concepto de arte feminista, pero siempre fue diseñadora de joyas, actividad que aún realiza.
“El arte era algo que estaba ahí en mi vida y era demasiado accesible —dice Amorales—. Pero al mismo tiempo, como crecí con él, tampoco es que entendiera el arte realmente”. Había muchos jóvenes de su edad cuyo acercamiento con el arte partía del interés y eso los llevaba a la investigación y la apreciación, mientras que en su caso era algo orgánico. “A mí me gustaba la historia”, confiesa.
Debido a las investigaciones de su padre sobre la Revolución mexicana, Amorales viajó con él a hacer el trabajo de campo visitando haciendas y entrevistando zapatistas y empezó a interesarle la historia. Sin embargo, su acercamiento académico no fue similar. “[En la preparatoria donde estudiaba] la aproximación histórica era muy estructural, como historia de la historia y eso a mí no me gustaba del todo —explica—. Yo quería algo más narrativo, más literario”.
El artista, ahora, con el tiempo, reconoce que se identifica más con la gráfica. “Creo que lo saqué mucho de ver a mi papá trabajar”. Sin embargo, confiesa que él no quería ser artista plástico sino que las circunstancias lo han traído hasta aquí. En Londres, el lugar al que llegó cuando salió de México, Amorales tuvo la oportunidad de trabajar con un grupo comunitario. Por casualidad, estuvo encargado de la escenografía de una obra de teatro y el proceso hizo que se aclarara su mente. “Quizá fue la primera vez que me apasioné por completo en un trabajo y fue un proceso creativo interesantísimo”, cuenta. A partir de ese momento, decidió que se quedaría en Europa para dedicarse a hacer escenografía.
Sin embargo, tuvo ciertas dificultades para relacionarse en el mundo del teatro, y por azares amorosos acabó en Mallorca, España, en temporada baja, cuando no hay turismo y la vida se muda a otras ciudades, por lo que empezó a pintar para pasar el tiempo. “Esas pinturas las usé para solicitar la entrada en una escuela en Holanda”, pero luego de entrevistarse en la escuela, le recomendaron que primero entrara a otra academia porque estaba muy joven aún. Lo hizo y ahí tuvo que tomar su primera decisión como artista plástico, ya que le ofrecieron dos opciones: si quería aprender técnica, lo mejor sería irse a Londres, pero si quería experimentar, empezar pintando y luego pasar a otra disciplina, ese era el lugar y, por supuesto, se quedó. “Me gustó esta opción porque no era tan pintor, así ya empezó una búsqueda más formal”, explica.
Pero el nacimiento del interés artístico empezó a través del teatro y ese ha sido el rector de su obra y de ahí su versatilidad. Lo que busca el artista es narrar, utiliza la imagen y luego le da movimiento y dado que en el teatro no encontró el camino, con los años se ha decantado por el video, pero confiesa que no es que le “encante el arte”. Aunque se ha desarrollado en la plástica, siempre aterriza en otros medios como el video. “Lo que me gusta es leer”, sentencia.
DEL RING A LA PANTALLA
Ya con uno seis años en Europa, Amorales empezó a trabajar con el concepto de la lucha libre, aprovechando que en este universo podía desarrollar un discurso y lo vinculó con el arte bajo el concepto de un doble de sí mismo. “En la lucha libre te puedes inventar un personaje y hacerlo real”, argumenta.
El mundo de la lucha libre es hoy muy popular y folclórico; sin embargo, para Amorales es un espacio donde podía existir su doble y esa recreación del doppelgänger, de raíces literarias, es lo que le interesaba. Así nació Amorales vs. Amorales.
“Hice una representación del doble contra el doble y eso ya fue una representación del conflicto interno: o sea, en el fondo era yo contra mi papá o yo contra mi mismo, etcétera —explica—. Si lo ves de otra manera es Frankenstein, es el ser masculino, que no puede parir como una mujer, y crea un ser viviente: Frankenstein, el robot, el doble”.
El siguiente trabajo creativo fue Archivo líquido, en el que desarrolló un lenguaje iconográfico que se compone de casi 4.000 imágenes vectoriales que representan figuras humanas, animales, fragmentos del cuerpo, entre otras cosas. La idea es que estas imágenes puedan ser reinterpretadas y reproducidas en diferentes contextos. Y este es uno de las ideas fundamentales en el arte de Amorales. “Es la idea de la imagen no como algo terminal, sino algo cuya estructura siempre es movible —dice—. El tipo de trabajo que hago no viene de la tradición de la pintura ni de la tradición de la escultura, sino de la tradición de la imprenta”.
Amorales advierte que la idea puede parecer descabellada, pero recurre a la siguiente analogía: la caja tipográfica que utiliza una imprenta para formar los libros llenando espacios con tipografías, piezas movibles que uno puede acomodar de infinidad de maneras. Y luego viene esta posibilidad de imprimir hoja tras hoja, hacer cuantas repeticiones se desee. “La idea de la fotografía viene de ahí, al ser una reproducción instantánea y además la multiplicidad de esa reproducción se vuelve el cine”, argumenta.
Esta ha sido la evolución del arte de Amorales, en donde él se siente más cercano al concepto de una imprenta, en donde la evolución es romper esa caja tipográfica y utilizar las piezas (tipografías, placas, etcétera) como módulos que se reacomodan a placer y además generan la posibilidad de imprimirse muchas veces y de muchas formas. “Así lo veo y así he hecho videos —dice—. Para hacer cine necesitas escribir un guion, una historia, que está relacionada con el tiempo, con la narración. Siento que hay una conexión entre la imprenta y la cámara, entre la máquina de imprenta y la fotográfica”.
Su tercer movimiento creativo, después de Archivo líquido, ha sido el trabajo con tipografías y clichés, una cuestión de cómo utilizar el mismo lenguaje y configurarlo de manera diferente cada vez. Quizá su más reciente exposición, La vida en los pliegues, con la que representa a México en la 57 Muestra Internacional de Arte de la Bienal de Venecia, sea la más clara de esta etapa y una parte fundamental de ella es un cortometraje dirigido por él sobre inmigración y violencia.
Sin embargo, es probable que con esta exposición cierre el ciclo. “Me pasa algo muy raro porque trabajo en ciclos de siete años sin que sea a propósito”, confiesa.
LA PARADOJA
Con los años Amorales se ha decantado por el video, pero confiesa que no es que le “encante el arte”.
Con esta extensa obra y un currículo impresionante, Carlos Amorales se define como una persona normal. La idea de un artista que desde el pedestal tiene una epifanía y puede iluminar a la humanidad con lo que ha descubierto es lo más alejado a como Amorales ve el arte.
“Lo que ocurre [con mis obras] es que se genera una cosa como paradójica, porque la gente no entiende y se empieza a preguntar, y es esa pregunta la que en realidad abre un campo de comunicación. Esa es la diferencia entre el arte y propaganda: la propaganda o publicidad te da un mensaje claro que debe llegar a la mayoría y convencerlos de algo; en tanto, el arte genera preguntas”, dice.
La duda es donde el artista encuentra sentido a lo que hace. Así mismo, es en es espacio donde el espectador puede interpretar de muchas maneras la obra de arte, posiblemente muy alejado de la idea original del artista, pero ahí es donde está la libertad. “Cuando hablas de libertad en el arte no se trata de si pintas en calzones, sino de la libertad de cómo lo puede interpretar el público”, concluye.