El vuelo de las mariposas. Las jóvenes trans del Mariposario en Medellín.
Con una estética heredada del narcotráfico y de los estereotipos de la televisión nacional, este grupo de mujeres transgénero paisas se ha convertido en una bandera de las minorías en su ciudad. Crónica de un colectivo que ha nadado a contracorriente de u
Inaugurado en 2003 en la llamada Zona Norte de Medellín, el Parque de los Deseos fue pensado en un comienzo como un lugar de encuentro familiar. Pero como pocas veces las cosas pasan como se planean, después de unos años viró a un espacio de tolerancia LGTBI. A fuerza de reivindicar su “derecho al ocio”, un puñado de chicos empezaron a reunirse allí, todos los viernes en la noche, desde las 6:00 de la tarde hasta las 10:00 de la noche, a solo ver pasar la vida. Uniformados con peinados singulares y ataviados con ropa que a veces parecía exigir un detallado manual para su entendimiento, sus edades podían fluctuar entre los 10 y los 20 años, por lo que no era raro ver después a hombres mayores rondando este lugar —a la misma hora y día, en carros o a pie, solos o en grupos—, mirando de soslayo y como en busca de algún resto de su juventud allí perdida.
Corría 2008. Barack Obama se convertía en el primer presidente negro de Estados Unidos y Facebook estaba en pleno apogeo. Fue ese mismo año y a través de esta misma red social que estos chicos aprendieron a comunicarse y a conocerse entre sí; a elogiarse e insultarse con el mismo ahínco; a imitarse en silencio y a saber cuándo podían desconfiar del propio espejo, o sea, de esos otros chicos tan parecidos a ellos. Todavía no se habían visto en persona. Cuando llegó el momento de hacerlo en el Parque de los Deseos, después de varios intentos estériles, el resultado fue el reconocimiento de un grupo que no tardó en convertirse en lo más cercano a una familia que podrían tener.
Lo llamaron El Cartel y durante muchos años fue un espacio de entendimiento y referencia para la joven población LGTBI de Medellín, hasta que hoy, poco a poco, se ha ido languideciendo hasta convertirse en un monumento al pasado. “Yo necesitaba en esa época relacionarme con chicos así, como yo, y en El Cartel los encontré. Me hubiera vuelto loca de no haberlo hecho”, diría años después Monie Gil.
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A través de El Cartel surgió el Mariposario. Al Mariposario también se le conoce como las Mrp. Este grupo, que al principio estaba conformado por 19 chicos gays que también frecuentaban el Parque de los Deseos los viernes por la noche, fue menguando hasta quedar con seis integrantes, seis chicas transexuales: Kim Zuluaga, Camila Gil, Monie Gil, Luna, Fresa y Valeria. “Nosotras queríamos tener un grupo aparte de El Cartel y muchos chicos se nos sumaron. Después se empezaron a ir porque la mayoría no compartía la idea de convertirse en mujeres como nosotras, y por eso quedamos las que quedamos”, dice Kim, de 21 años, con voz aflautada y con un marcado acento paisa, un rasgo que comparte con las otras chicas y que se ha transformado en una marca de grupo, al generar tanto burlas como emulaciones: “Nuestra voz es nuestra identidad”.
El Mariposario se hizo famoso en Colombia gracias a que en 2014 la Corte Constitucional falló a favor de una tutela que había interpuesto Kim contra su colegio de ese entonces, el Inem, por no permitirle ir vestida con uniforme de mujer. Tenía 17 años, había cambiado su nombre de Bryan a Kim Zuluaga y llevaba un buen tiempo inyectándose hormonas femeninas. Un día llegó con un jumper a su colegio, con el pelo largo y negro y maquillada con la pericia de quien lo ha hecho toda la vida. Según su versión —que ha sido tan difundida por medios nacionales y extranjeros, solo variando en detalles—, el director del colegio la echó y la tachó de mala inf luencia. Kim puso la tutela, perdió, apeló y después de un tiempo, por los medios, se enteró de la decisión positiva de la Corte. Ya estaba terminando el bachillerato en otra institución cuando de pronto —y más allá del público joven que la sigue en redes sociales— empezó a ser tomada por algunos como bandera de una minoría subyugada y por otros, como ejemplo del declive moral de la sociedad. Y así también les ocurrió a sus amigas.
Pero antes de todo esto, en sus infancias vivieron historias de vidas más o menos parecidas: de niñas —quizá entre los 4 y los 10 años— se dieron cuenta de que sus cuerpos no parecían encajar con el ideal privado de cada una; un ideal más cercano al de sus hermanas y mamás que al de sus primos y compañeros. “Mi ideal de mujer siempre ha sido la Barbie”, dice Kim, entre risas. En su caso tuvo el apoyo de su abuela, que siempre se empecinó en recordarle lo importante que era hacer lo que ella quería: “Hasta cuando decidí vestirme de mujer ella me ayudó a comprar la ropa. He vivido con ella toda la vida porque crecí sin mis papás, entonces me conoce muy bien”.
Monie Gily, de 22 años, creció en una familia bastante conservadora de Medellín. Sus papás se separaron cuando tenía 10 y a esa edad ya era un chico “bastante afeminado” que se rehusaba a llevar una infancia “normal”: “Cuando decidí transformarme en chica, mi papá dijo que prefería verme muerto. Ya hace seis años que no hablo con él”. Por su lado, Camila Gil tuvo una infancia cómoda en el barrio El Poblado. Desde los 5 años fue consciente no solo de que se sentía perturbada en un cuerpo que no había escogido, sino que además le “encantaban los chicos”, por lo que vivir una doble vida entre la restricción y las ansias fue la decisión más tolerable: “No tenía de otra: o era eso o crecía como una frustrada”.
Años después pasaron por varios momentos de rebeldías familiares, matoneo escolar y exclusiones que solo acentuaron el anhelo de ser tal como querían. Para ese entonces ya eran chicos andróginos que habían aprendido a caminar por las calles de Medellín a la defensiva, incómodos en esos cuerpos transitorios y ambivalentes, aunque con la certeza diaria de estar fraguando lentamente un reajuste futuro.
Con más intuición que cuidado empezaron a buscar en internet experiencias exitosas de otras chicas trans y consejos médicos medianamente confiables. También hablaron con amigas que ya habían pasado por el proceso de feminización. Y así fue como su rutina pasó de desmaquillarse por las noches a inyectarse cada 15 o 20 días anticonceptivos como Synovular, además de tomar pastillas para acelerar el proceso. Se hicieron cirugías sin pudor y cambiaron su clóset por ropa más acorde a su nuevo cuerpo.
En sus redes sociales quedó el registro de este cambio. El resultado: una rara mezcla entre el diario íntimo y un reality show. Las redes las volvieron figuras populares entre los jóvenes y por eso no fue extraño que cultivaran, a partes iguales, admiración y odio. Con facilidad sus publicaciones podían balancearse entre dar tips de belleza o insultar con eficacia a otras chicas trans. Cuando empezaron a hacerlo no tenían un libreto definido y el grado de especulación era alto; sin embargo, encontraron en las redes una pista segura para mantener su vigencia y enderezar proyectos de vida futuros: Kim quiere ser presentadora; Monie, diseñadora y Camila, DJ.
“Muchas marcas nos mandan regalos para que los promocionemos en redes sociales —asegura Monie, en un centro comercial de Medellín, junto a Kim y Camila—. También algunos dueños de discotecas nos invitan a sus rumbas, porque saben que si vamos se les llena de una. Por esta
LAS JÓVENES DEL MARIPOSARIO
razón otras trans nos tienen mucha envidia y nos insultan y hasta tratan de lastimarnos en las calles. Tenemos miles de historias de casos así. La gente no lo cree, pero somos más discriminadas por las mismas trans que por los heterosexuales”.
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Según cifras del Observatorio Ciudadano LGBT de Medellín —una organización creada para documentar, sistematizar y visibilizar la situación de los derechos humanos de las personas LGBT de la ciudad—, entre enero y abril de este año han sido asesinadas cinco personas por motivo de su orientación sexual; además, se han registrado cuatro agresiones físicas y dos actos de discriminación por esta misma razón (por ejemplo, prohibición de acceso a ciertos lugares). En 2016, se registraron en Medellín 87 amenazas y 16 desplazamientos de la población LGTBI. Y esto es solo lo que se ha denunciado y se conoce: es factible que la cifra real supere estos números.
“Claro, sí ha habido cambios de mentalidad en la ciudad; sino hubiera sido así, quizás estas chicas no tendrían la libertad de ser como son —dice Walter Alonso Bustamante, especialista en derechos humanos de la población LGTBI en Medellín—. Pero el cambio no es tan significativo porque todavía la población transexual sigue excluida y mirada con recelo hasta dentro de la misma población LGTBI. Listo, tampoco hay que mentirnos: la estética del Mariposario es heredada directamente del narcotráfico y los estereotipos de la televisión. Ellas son un reflejo de ese mundo, y eso tampoco está mal, es tan solo una forma de identificarse como transexuales y hay que respetarla”.
Walter no cree que haya una forma correcta de ser transexual, pero sí enfatiza que a la par del Mariposario hay otras chicas y colectivos como Antioquia Trans, Lestorbamos y Panteras Rosa que vienen pensando y formándose políticamente para transgredir esas miradas tradicionales con argumentos y hechos políticos. “Esto es muy valioso, pero tampoco desconozco lo que hicieron las chicas del Mariposario, porque se enfrentaron y fueron a contracorriente de una ciudad ultracatólica y regresiva como esta”.
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Cuando se camina junto a las chicas del Mariposario —y en particular en lugares muy concurridos—, la mayoría de personas que reparan en ellas oscilan entre el asco y la inquietud, entre insultarlas o pedirles el número. Son chicas jóvenes, rubias, que visten prendas diminutas y muy apretadas; sus rostros son delicados pero hay en ellos todavía un leve remanente de su masculinidad anterior; sus cuerpos —entre delgados y voluptuosos— parecen trabajados por el empeño de una decisión irreversible.
“Ya estamos más que acostumbradas a que nos miren feo —dice Kim, en un centro comercial de Medellín, junto a Monie y Camila—. Al principio nos cansaba, pero ahora lo tomamos como parte de lo que somos. En mi caso, eso me pasa más en Colombia que en otras partes del mundo. Estuve varios días en Europa y allá era una más del montón; en cambio, apenas piso el aeropuerto de Bogotá es como si fuera un objeto de un museo o un payaso de circo. Hasta me llegué a preocupar de que en Europa, donde vive mi novio, no les pareciera bonita. Él me dijo que es que allá son más discretos y no les importa tu vida. Yo me imagino que es así”.
“Es que la gente no entiende que nosotras somos como somos y no representamos a nadie ni a ninguna comunidad —agrega Camila—. Somos unas mariposas y volamos a nuestro ritmo. ¿Sabes por qué nos llamamos así? Porque un profesor del colegio de Monie trabajó con varios chicos gays en su salón y comenzó a decir que eso parecía un mariposario. Lo decía burlándose y con asco. Y cuando nos enteramos de eso, pensamos: ese sería un bonito nombre para el grupo. Porque nosotras somos así: lindas, como unas mariposas, ¿no crees?”.