Otra tierra
Hace ya varios años, leyendo un libro sobre juguetes, me encontré con este pasaje sobre “la gran confesión susurrada por labios ardientes a los oídos de las muñecas. Si yo te amo, ¿qué te importa?”. Me impresionó tanto que volví a él muchas veces para buscar entender lo que significaba, lo que significaba para mí, pero sobre todo lo que significaba él mismo, en mi
ausencia y en la ausencia de cualquier lector posible. No necesité escribirlo en ninguna parte, lo guardé en la memoria, lo cargué conmigo y, en ocasiones, a horas inesperadas y sin ninguna conexión aparente con lo que me rodeaba, volvía a sonar desde mi interior, como una queja monocorde y melancólica: “Si yo te amo, ¿qué te importa?”. Bajo la música terrosa de este lamento me parecía ver arder un fuego incontenible y puro.
Fui comprendiendo que lo que me sobrecogía en el fragmento era su soledad. Es la imagen oscura de lo sordo y lo llorado la que brilla en él. El fragmento libera, además, una claridad dolorosa: la posibilidad de que el amor sea una forma de conocimiento que reposa siempre en el fondo incognoscible y mudo de lo que es amado, porque en todo lo que amamos hay una especie de corazón sin corazón, un trozo muerto de muñeca que nunca podrá oírnos. Pero lo que me dejaba helada era la soledad del pasaje mismo; me parecía que estaba aislado en mí de todos los demás pasajes, que no pertenecía a la recolección de pedacitos dispersos por azar y guardados por asombro en mi memoria. Yo misma había encerrado ese fragmento, separándolo del mundo de los fragmentos, abandonándolo en un escaparate de cristal a través del cual lo contemplé durante horas sin comprenderlo. El fragmento se convirtió en mi muñeca, y yo le hablé a una cosa sorda en una especie de idolatría sombría y secreta.
Todo este pequeño teatro del horror vino a ser disuelto hace poco, cuando encontré por casualidad, en otro libro, el pasaje que cuidaría al pasaje de la muñeca, su alma gemela, por decirlo así, que le haría compañía y lo liberaría de su calabozo triste y mudo, el cuerpo junto al cual nunca más volvería a sentirse abandonado. “Marie me preguntó, acercándose a mí, si sabía que al día siguiente era mi cumpleaños. Mañana, dijo, en cuanto nos despertemos, te desearé toda
la felicidad del mundo, y será como si deseara a una máquina, cuyo mecanismo no conozco, un buen funcionamiento.”
Decidí que irían juntos. Entre los dos pasajes se revela una simetría que no tiene nada de tenebroso. La muñeca encuentra a su amante en la máquina cuyo mecanismo es incognoscible y los dos artefactos fríos pueden callar sin ser molestados por las confesiones ardientes de los amantes hablantes, mientras que estos últimos, Marie y los labios que le hablan al oído a la muñeca, como pueden hablar y ser oídos, se abrazan en su elocuencia y se liberan el uno al otro de la tristeza atroz que es amar a quien es incapaz de amar. Me pareció que esas dos imágenes del amor desdichado, juntas, desdobladas, formaban la imagen perfecta del amor dichoso, de los amantes que se acompañan en su elocuencia y también en su mudez, porque hay algo siempre elocuente en el que ama y algo siempre mudo en el amado. Esto mudo, que no desaparece en el amor dichoso, se hace por fin compañía y, mientras los amantes se entregan sin reserva a las palabras más dulces, es un lazo callado el que los une, un lazo que es intocable y eterno. La máquina permanece al lado de la muñeca.
Cada uno de estos dos fragmentos, leído por separado, es tan triste que pareciera cubierto por un velo, pero cuando se leen juntos ocurre algo parecido a la felicidad. No a la felicidad inmediata que es puro gozo, sino a una débil felicidad que resplandece después de que las huellas de la tristeza han sido desmontadas, apagadas, envueltas en algo que fue tejido durante el largo confinamiento melancólico de los amantes. El amor es siempre, entonces, de alguna manera, el final de un duelo largo y pesaroso; y haber encontrado el pasaje que iba a ser el amante del pasaje de la muñeca, fue también, para mí, el final de un trabajo penoso y enigmático.